REPRESENTACIÓN
Otra vez elecciones, otra vez elección de representantes; pero ¿representantes de quien? la respuesta tópica y lábil es: representantes del pueblo, cosa que según las muy diferentes nociones de pueblo, de las que no es cuestión profundizar ahora, puede ser completamente incorrecta, por lo que es preferible decidirse por representantes de los electores.
Ahora bien lo más general que se puede hablar de la representación es que la representación es siempre una función, en otras palabras la representación es siempre funcional, no cabe en ese sentido representar en abstracto a un ser humano, que es justamente el significado implícito de los medios, con cargas emocionales de diversa intensidad según el lugar y el tiempo. Retrotrayéndose pues a la noción de función, cabe pues hablar de la función ciudadana del hombre más o menos reconocida potencialmente en su condición de elector, cuyo dominio de definición no contiene la humanidad total. Pero el estado democrático liberal cree en la posible la reducción total del ser humano a su condición de ciudadano y de elector, henos pues reducidos a la obviedad y trivialidad de una función identidad, el ciudadano elector es el ser humano en su totalidad, no quedan resquicios relevantes fuera de esa identidad trivial y reductora. Esa totalidad potencial atribuida al ciudadano es por otra parte un nulidad factual como bien decía Hegel: el todo es la nada. Esa totalidad del estado cuyo fundamento es el ciudadano, es nada para el ciudadano en cuestión, en otras palabras al ciudadano le importa un rábano esa imponente totalidad del estado. Es tan ajena a él que no duda en proyectar sus males sobre ese extraño y atribuirle cuando así lo crea toda clases de perversidades; en España cuna inveterada de toda clase de anarquismos se sabe un poco de eso.
Se podría pensar que lo local, el ayuntamiento, el cabildo, la diputación y otros organismos locales, son algo diferente de ese monstruo frío y total, pero no es así exactamente, la regulación local viene impuesta hoy día desde arriba, con ligeros recuerdos de prácticas de antaño pero nada más. Resumiendo con brevedad el ayuntamiento actual es el último y despreciado apéndice del omnipresente estado.
Una buena ilustración de esta situación la proporcionó en su día Salvador de Madariaga :
«No considero que el sufragio universal directo sea condición esencial ni del liberalismo ni de la democracia. Estimo que el sufragio universal directo no pasa de ser un mecanismo sociológico-político que cabe adoptar o rechazar sin tocar para nada a los principios. A mi ver, el sufragio universal directo sólo puede funcionar bien en comunidades pequeñas, y, por tanto, hay que limitarlo al Municipio Pero en cambio, este Municipio, hoy privado de vitalidad política por la centralización, debe asumir amplios poderes que hoy usurpa el Estado central y, en particular, la iniciativa en cuanto a los impuestos, de modo que los organismos más vastos, como la provincia, la región o el Estado federal, recibieran sus fondos del Municipio, y no como hoy, al revés. Los Municipios serían, pues, Estados casi soberanos, lo que sitúa la limitación del sufragio directo al Municipio en su verdadera perspectiva, ya que el ciudadano gana en poder de gestión inmediata casi todo lo que pierde en amplitud de ese voto teórico y más bien vacío que ejerce cada cinco años, y que apenas si consiste en otra cosa que el meter el boletín en una urna. Estimo también que la nación no es la suma aritmética de sus habitantes, sino la integración de sus instituciones y que, por consiguiente, los Municipios, una vez constituidos, no deben quedarse - como hoy sucede- al margen de la corriente vital que va del ciudadano al Estado federal. Porque hoy esta corriente los rodea y aísla de la vida nacional, reduciéndolos a la administración de tranvías y alcantarillas. Los individuos sueltos eligen hoy el Parlamento y el Gobierno sin consideración alguna para con el parecer municipal, parecer que en el plano de las instituciones políticas se me antoja más importante y más competente que el del individuo. Mi crítica apunta a la usurpación por los partidos de una función que en realidad incumbe a los Municipios. Los partidos son abstractos e ideológicos, mientras que los Municipios son concretos y empíricos. El ciudadano que viera limitado su sufragio al Municipio, puesto que éste quedaría elevado a una cuasi soberanía, tendría que aplicarse mucho más de lo que hoy hace para seguir de cerca la vida municipal. Si, para concretar, aplicásemos este sistema a España, los ciudadanos elegirían los concejos; éstos, los concejos de comarca; éstos, los doce Parlamentos' uno por cada región o país, y los doce Parlamentos elegirían un Senado nacional que se ocuparía tan sólo de los asuntos cuyo interés abarcase a la nación entera. No alcanzo a comprender por qué ha de escandalizar este esquema a los liberales demócratas. Por tanto, eliminaría los dos males más graves de que adolece el sistema actual: los «slogans» y el alto costo de las elecciones, que supeditan la vida política al dinero.
(diario “Excelsior” de Méjico 1958):
Así pues la antigua participación concejil castellana, foro singular de libertades forales, de dignidad y de orgullo se ha convertido en virtud del progreso de los tiempos en administrar unas migajas de lo que el estado se ha dignado dejar, que en lenguaje madariaguil se puede denominar : alcantarillas y tranvías –en Ávila de los Caballeros ni siquiera hay tranvías-, de caballeros a basureros y tranviarios-, que diría Don Diego de Bracamonte o el Rey Nalvillos de los modernos abulenses.
Ese apéndice burocrático que poco tiene que ver con los vecinos, salvo el inconveniente de pagar, contribuciones, ibis y desagradables multas resulta bastante incordiante. Aún recuerdo una conversación con un taxista que me trasladaba de la estación a casa, hablando de un genial anexo a los alcantarillas y tranvías, se trataba en aquella ocasión del monumental aparcamiento de debajo del paseo del Rastro, entonces sin los accesos peatonales previstos, sin facilidades para el acceso de autobuses, y sin el espacio de servicios previsto inicialmente en la terraza; decía el taxista : un alcalde lo hace mal, otro alcalde corrige peor, y el tercero remata en desastre había que colgarles a todos en las almenas de las murallas. La pataleta era fenomenal, pero no hay que engañarse seguro que ese taxista al final acababa votando a “los de siempre”, independientemente del disfraz de siglas de cada momento.
Llega un periodo de elecciones se supone que el ciudadano elector , fuente del poder soberano – la autoridad ya no se sabe hoy día en que consiste- , ejerce su función ciudadana y decide lo que quiere, eso al menos es la teoría. Pero la realidad es que el ciudadano no sabe que decidir, y no solo eso sino que de una forma general le importa bastante poco el monstruo estatal y no demasiado ese su apéndice ínfimo denominado municipio –tranvía, alcantarillas y cementerios se la traen al pairo- . No queriendo y no sabiendo ejercer su función difícilmente tiene sentido hablar de representar una función.
Entonces la realidad está preparada para una sesión teatral de gran calado, los partidos políticos –algunos autotitulándose incluso vanguardia del pueblo, otros partido de la libertad, otros partido de la justicia- deciden por su cuenta no representar una función exigida por los electores, que no existe, sino más bien suplantar la abulia, indecisión o ignorancia del elector e inventarse o fabular una especie de cometidos funcionales más o menos atractivos por sus etiquetas y rótulos que venden con mayor o peor fortuna a la masa electoral; invento o fábula según los casos que ni siquiera hacen los partidos sino más bien sus cúpulas. Así el día de la votación los electores –reinas por un día-, se deciden no por ejercer su función, que no la ejercen, ni tampoco por elegir sus representantes que difícilmente pueden representar una función que no se ejerce, sencillamente eligen ilusiones y señuelos. El simulacro teatral es total, electores que no ejercen su función, representantes de ninguna función, y espejismo ilusorio de realización de ambas vacuidades a la vez. Acabada la representación teatral el cuerpo electoral no tiene ya nada más que elegir, en realidad no ha elegido nada por si mismo, y si obedecer sin rechistar a sus denominados representantes que con un truco consentido pretenden llevar a cabo sus manejos diciendo que eso es lo que ha elegido el pueblo, en torpe confusión de elección con sugestión.
No fueron así las cosas en el pasado, los municipios eran la célula de los diversos reinos medievales españoles, en el caso castellano fueron más bien las comunidades de villa y tierra que comprendía un sistema organizado de villa con sexmos que englobaban aldeas y lugares de la tierra con sus correspondientes concejos y jurisdicciones escalonados y autónomos por sus fueros.
Como no es una cuestión demasiado conocida es conveniente reflexionar acerca de aquella institución tan castellana de la comunidad de villa y tierra, de la que fue ejemplo Ávila:
· Ocupaban un territorio, de extensión muy variable, sobre el que tenían soberanía libre de todo poder señorial.
· El poder de la comunidad emanaba del pueblo. Los órganos de gobierno, municipales y comuneros, eran en Castilla los concejos elegidos por todos los vecinos con casa puesta..
· El territorio de la Comunidad -excluido el de la Ciudad o Villa cabecera- solía llamarse la Tierra. Cuando ésta era muy grande se dividía en distritos que abarcaban varios pueblos, a los efectos de nombrar representantes en el Concejo de la Comunidad (en la de Ávila, estos distritos recibían el nombre de sexmos y sus representantes o procuradores el de sexmeros).
· Las comunidades tenían leyes y jurisdicción única para todo su territorio. Las Comunidades de Ciudad y Tierra, verdaderas repúblicas populares que dentro del reino de Castilla poseían los atributos de los estados autónomos de una federación, constituían los núcleos fundamentales de la estructura política y económica del estado castellano.
· Los municipios de la tierra disfrutaban de autonomía local. Los alcaldes y los demás funcionarios de la comunidad y sus municipios eran de elección democrática. Las asambleas populares solían celebrarse en los atrios exteriores de las iglesias, tan característicos de esta parte de España, que desempeñaban así una función civil, o en la plaza pública « estando ayuntados a campana repicada según lo habemos por uso e costumbre de nos ayuntar», dice textualmente un acta concejil.
· El concejo de la comunidad ejercía la función de medianero o derecho de dirimir contiendas entre ellos o entre vecinos de diferentes municipios,
· Los ciudadanos de las comunidades castellanas y aragonesas eran todos iguales ante la ley, sin distinciones por causa de linaje o riqueza ("el rico, como el alto, como el pobre, como el bajo, todos hayan un fuero e un coto", dice el Fuero de Sepúlveda). Restricción frecuente era que para ocupar algunos cargos del concejo -como el de capitán de milicias- había que ser caballero; pero en las viejas comunidades castellanas se entendía sencillamente por tal al que mantenía caballo con armas para la guerra.
· En los fueros de algunas comunidades aparece un señor -"Señor de la Villa "- funcionario que representaba al monarca en ejercicio de las facultades reales, en su origen muy limitadas, pues se reducían a estas cuatro: justicia (en grado supremo y con arreglo al fuero y las costumbres del lugar); moneda (común para todo el reino); fonsadera (o dirección de la guerra, a la que todas la comunidades contribuían economicamente y acudían con sus milicias, capitanes y pendones); y suos yantares (es decir, el mantenimiento por toda la federación de oficio y casa del rey).
· Los bosques, las aguas y los pastos -principales fuentes de producción en la economía del país- eran patrimonio de la comunidad. Con esta propiedad comunera coexistía la privada de las casas y tierras de labor. También era propiedad de la comunidad el subsuelo . Ciertas industrias de interés local (caleras, tejares, molinos, etcétera) eran con frecuencia propiedad de los municipios.
· Las comunidades poseían ejércitos con capitanes designados por el concejo, que seguían el pendón concejil y en caso de guerra se ponían a las órdenes del rey o persona que lo representara.
· Aspecto muy interesante de las comunidades castellanas era su laicismo, en el sentido de instituciones que apartan a la Iglesia de las actividades políticas, a la vez que la respetan en la esfera religiosa. Los clérigos -por fuero o por costumbre- no podían ocupar cargos en los concejos castellanos, ni comprar ni recibir tierras de los vecinos, lo que contrasta con el enorme político, económico y militar que los obispos y abades tenían en otros países de España y en toda la Europa feudal.
· Los concejos rechazaban los mandatos reales que estimaban contrarios a los fueros, de aquí la histórica frase castellana: «Las órdenes del rey son de acatar, pero no son de obedecer si son contra fuero» (pase foral)
· La suprema autoridad del estado castellano residía en el rey, que debía ejercerla con sujeción a los fueros. Era tal el prestigio popular de éstos, que todavía la palabra 'desafuero significa en el lenguaje llano acto contrario a la razón o a las buenas costumbres. La justicia correspondía al monarca, pero en suprema instancia y con arreglo a «fuero de la tierra». Los ciudadanos de las comunidades elegían sus autoridades judiciales y no se les podía obligar a comparecer ante los oficiales del rey sin haberlo hecho previamente ante sus propios alcaldes.
La verdad que eso de elegir anualmente el juez, alcalde y autoridades, -sin la mediación obligada de partidos-, disponer de la política exterior con otras comunidades, pase foral frente a la suprema autoridad real, jurisdicción propia, ejército propio, ser en definitiva una pequeña república era bastante más importante que las alcantarillas y tranvías actuales.
Parece todo demasiado bonito, si no fuera porque estas instituciones existieron en medio de una guerra plurisecular muy dura, nada raro pues que el absolutismo , invasor real o señorial , según los casos, liquidara poco a poco fueros y autonomías, fraccionando y reduciendo progresivamente las comunidades a municipios, sustituyendo la legislación foral por la real y otras invasiones de modernidad reductora absolutista. La guinda final fue el régimen liberal del XIX, que acabando con los residuos de antiguallas que aun subsistían como municipio forales, comunidades de villa y tierra y las mínimas autonomías y libertades que aún quedaban, se ascendió a toda aquella batahola de reliquias a la superior condición de apéndice del estado soberano dedicada a alcantarillas, tranvías, cementerios y basuras, vamos lo que en la doctrina filosófica hegeliana se llama realización del espíritu objetivo.
Es curioso que en una extensa Historia de Ávila , publicada por la Institución Cultural Duque de Alba de la Diputación de Ávila se pasa rápidamente sobre el régimen foral concejil de los siglos XI, XII Y XIII bajo la excusa de no disponer de documentos exhaustivos –entre ellos el fuero de Ávila-; trescientos años en blanco, justo los años de protagonismo popular; leyendo atentamente no es sencillo hacerse una idea de lo que fue la comunidad de Ávila. Se insiste mucho por el contrario sobre el final de ese régimen foral y comunitario, infinitas minucias sobre los posteriores linajes caballerescos de la nobleza local, los poderes del obispo y del cabildo con todos sus excesos y abusos. Del pueblo ni antes ni ahora se ocupa mucho nadie.
Se trata ahora por tanto de volver sino de asumir lo mejor del pasado abulense olvidado, intentar restaurar la función ciudadana popular con su concreción modesta y su limitaciones patente, algo que desde luego no es ninguna prioridad para el propio pueblo, una auténtica democracia de participación, que comprometa en la gestión de la cosa pública, exige poner al servicio del interés general un tiempo, esfuerzo e ilusiones que la inmensa mayoría de la gente prefiere hoy día dedicar a sus propios intereses y complacencias individuales; casi es preferible no mencionar la serie infinita de enredos: fútbol, telebasura, botellón, etc. . Los comienzos solo serán patrimonio de una minoría de resistentes.
En cualquier caso conviene protestar contra el intolerable espectáculo que se nos avecina con el pomposo título de campaña electoral; esa infame comedia bufa o pésimo esperpento que no llega ni a valleinclanesco en que partidos y partidillos pretenden suplantar, que no representar, la apatía e incuria del pueblo. Lo que entre otras cosas cada vez tiene menos justificación, los medios de comunicación y telecomunicación hacen cada día menos necesaria la función representativa convencional; si los partidos políticos pudieran hacer un pequeño resquicio – lo que es altamente dudoso – a sus ansias de poder y ventajas, tal vez pudieren reencontrar una nueva representación funcional para los intereses más alejados del ciudadano común y desde luego no el ámbito local de una pequeña ciudad.
Resistamos.
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