«Los naranjitos enseñan la patita»
por Juan Manuel de Prada
para el periódico ABC, artículo publicado el 31/XII/2018.
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Hace ya tres años explicábamos en esta misma tribuna la
naturaleza del partido político llamado Ciudadanos. Andaban por entonces los
analistos y analistas estrujándose los sesos por dilucidar si los naranjitos
eran de izquierdas o derechas, como si en esta posmodernidad agónica las cosas
fueran de cuerpo entero y no hechas de retales. A mí Ciudadanos me pareció
siempre un partido sistémico (esto es, creado para defender los intereses de la
plutocracia globalista, en su esfuerzo por esclavizar a las sociedades); y, por
lo tanto, de derechas de cintura para arriba (o sea, defensor a ultranza de las
formas más extremas de capitalismo) y de izquierdas de cintura para abajo (o
sea, defensor a ultranza del supermercado de derechos de bragueta). Si los
naranjitos empezaron pescando en los caladeros de la derecha es porque allí se
tropezaron con una clientela mollar que, después de traicionar todos los
principios que sus antepasados defendieron, necesitaba justificarse
defendiendo, a modo de fetiche pauloviano, la «unidad» de España. Una «unidad»
que, para entonces, ya no podía ser la unidad moral y espiritual que
preconizaba Unamuno, sino tan sólo la unidad fiambre de los cachos de carne
putrefacta con los que el doctor Frankenstein cosió a su monstruo; pero esto no
importaba a esa derecha que previamente había renunciado a todos los principios
morales y espirituales que antaño aseguraban la unidad auténtica de España.
Podría decirse que el partido llamado Ciudadanos es una
imitación ful del engendro «La República en Marcha», comandado por Macron, el
gran perro caniche del globalismo que logró confundir con su ideología vaporosa
a los franceses, llevándolos al redil que interesa a la plutocracia. El mismo
Albert Rivera es una especie de Macron de barrio (sin másteres financieros y
sin gerontofilia); y la lastimosa incorporación a su proyecto del gabacho Valls
(que se ha pretendido presentar como un fichaje estelar, aunque todos sepamos
que es un desecho de tienta de la política francesa) ha acabado por completar
el perfil sistémico del partido. El empeño del gabacho Valls por demonizar a la
«ultraderecha» que propone detener las avalanchas de inmigrantes favorecidas
por las mafias de Soros resulta, en verdad, hilarante, si consideramos que
Valls quiso expulsar de Francia a los gitanos, sin recatarse de que el racismo
le asomara por debajo del mandil. Pero el gabacho Valls incluye otros episodios
aún más sórdidos en su purulenta carrera política: el más grave de todos
(denunciado por Bernard Squarcini, jefe de los servicios secretos franceses),
su rechazo «por razones ideológicas» (o sea, por sumisión a los mandatos del
globalismo) de la lista detallada de los yihadistas franceses que operaban en
Siria, ofrecida por el gobierno de Basar Al-Ashad. Luego, alguno de estos yihadistas
volvió a Francia y dejó su tarjeta de visita en la sala Bataclán. Resulta, en
verdad, desquiciado que un pollo con tan tenebrosas responsabilidades se erija
en sexador de pollitos ultraderechistas.
Hace un par de semanas, el boletín plutocrático Financial
Times elegía, con irreprochable coherencia, «Hombre del año» al especulador
financiero George Soros, dedicado en cuerpo y alma a destruir las sociedades
europeas financiando las avalanchas migratorias, la legalización de las drogas
y las políticas de género. De inmediato, Luis Garicano -flamante candidato de
Ciudadanos al pudridero bruselense- publicaba en sus redes sociales un mensaje
lacayuno, en el que felicitaba a Soros «por su incansable trabajo por la
libertad y las sociedades abiertas», a la vez que vituperaba a sus detractores.
Quien se engaña con los naranjitos es porque quiere.