Expolios
Juan Manuel de Prada
En 1793, Moratín visitaba la Real Academia de las Artes de
Londres y afirmaba que solo había 856 cuadros, de los que 331 eran retratos.
«Los otros añadía son vistas, ruinas y paisajes. Hay una gran escasez de
cuadros de gran composición y estudio, exceptuando media docena de obras
ejecutadas por buenos pintores. Lo demás es fundamentalmente mezquino y pueril,
propio para adornos de gabinete o cajas de tabaco». Si Moratín hubiese visitado
unas décadas más tarde los museos londinenses se habría tropezado con multitud
de obras maestras españolas (que, ciertamente, dejan el insignificante arte
británico a la altura del betún), que todavía siguen luciendo en sus paredes. Y
lo mismo ocurre en museos franceses o americanos, así como en multitud de
colecciones privadas logradas mediante la rapiña y el comercio ilícito.
En su obra Pintura
española fuera de España, Juan Antonio Gaya Nuño llega a computar hasta tres
mil ciento cincuenta tablas y lienzos de todas las épocas que nos han sido
arrebatados; pero tal catastro es tan solo la punta del iceberg de un desastre
sin paliativos que incluye también obras escultóricas y hasta arquitectónicas,
arrambladas por saqueadores que se pasearon por los pueblos de España
perpetrando los latrocinios más sangrantes, a veces con beneplácito
gubernativo. Tampoco se detiene Gaya Nuño a considerar la multitud de obras que
no se hallan en España, pero tampoco fuera de España: obras de arte destruidas
por iconoclastas de diverso pelaje, abandonadas a la incuria, despedazadas por
la vesania de los hombres. Podría elaborarse sin dificultad una historia de
España, durante los siglos XIX y XX, que fuese un relato de los latrocinios
artísticos padecidos por nuestra nación. Tal historia podría iniciarse con la
ocupación napoleónica de 1808, que permitió a los gabachos repetir en nuestro
suelo los episodios de violencia en las personas y en las cosas que
caracterizaron la Revolución Francesa. Tal vez la gente tenga una vaga noción
de los destrozos y rapiñas perpetrados por la soldadesca, pero ignore que los
gerifaltes napoleónicos estaban poseídos por la misma enfermedad: desde el
cuñadísimo Murat, que saqueó el palacio de Aranjuez, al hermanísimo Pepe Botella,
que huyó de España con centenares de carruajes cargados con obras de arte
procedentes del Palacio Real de Madrid (interceptadas luego, por cierto, por
Wellington). Y después de los estragos causados por la francesada, vendrían las
infaustas desamortizaciones de Mendizábal y Madoz, que auspiciarían (¡bajo
manto legal, como buenos liberales que eran!) un proceso de devastación,
disgregación, venta y extravío de nuestro arte religioso sin precedentes...
para enriquecimiento de terratenientes, oligarcas y caciques.
Durante el siglo XX prosiguió el expolio, que alcanzaría
cúspides de aberración y furor iconoclasta durante la Guerra Civil. Pero,
aunque ningún episodio expoliador revistiese la gravedad de los acaecidos
durante aquellos años de sangre, las destrucciones de nuestro patrimonio no se
detuvieron ahí. Antes y después de la guerra, coleccionistas y anticuarios, a
veces extranjeros como el desaprensivo Arthur Byrne, que llegó a desmontar,
piedra a piedra, el claustro del monasterio de Santa María de Sacramenia, para
solaz del megalómano magnate William Randolph Hearst y a veces autóctonos, como
el catalán Federico Marés (¡cuyos incontables saqueos se reúnen tan ricamente
en un museo que lleva su nombre en Barcelona!), siguieron expoliando sin
remilgos. Y aún el patrimonio español habría de enfrentarse a otra plaga,
asociada a la reforma litúrgica, que propició que cientos de iglesias fuesen
despojadas de sus altares, sillerías, sagrarios, retablos, púlpitos e imágenes,
en un desquiciado deseo de 'adecuar' el arte sacro a las tendencias
pachangueras y casposas que se imponían en los primaverales años sesenta.
Los siglos XIX y XX
en España constituyen, en efecto, un inacabable rosario de rapiñas y expolios
artísticos. Pero, si no nos conformáramos con elaborar un catastro de saqueos y
aspirásemos a hacer filosofía de la Historia, descubriríamos que todos estos
episodios de latrocinio e iconoclasia obedecen (pese a disfrazarse a veces de
codicia, a veces de coartadas ideológicas, a veces incluso de excusas filantrópicas
o de aggiornamento estético) a un impulso común. Y ese impulso común no es otro
sino el odio religioso, un sentimiento que enardece por igual a los pueblos
convertidos en chusma y a sus élites más refinadamente sibilinas, y que
encuentra una de sus expresiones más características en la aversión rampante y
frenética a la Belleza.