El niño García Pérez, etc, magistal
artículo de Jesús Torbado, publicado en el blog "En Tarancón".
http://entarancon.blogspot.com.es/
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NOTA ACLARATORIA DEL AUTOR:
Poco
antes de la publicación de este artículo la oposición de izquierdas y
progresista en Euskadi había cuestionado una campaña del gobierno del PNV entre
los escolares en la cual se aplicaban criterios antropométricos para
determinar las características faciales y corporales de los escolares, así como
se analizaba la genealogía de los alumnos, valorando el número de apellidos
vascos.
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EL AIRADO VIENTO DE LOS
PÁRAMOS MESETARIOS le enrojecía las orejas y fijaba bajo su naricilla dos
sucios velones que le alumbraban al santo de los fríos y de la desolación. Un
agujereado tapabocas granate se anudaba alrededor de su cuello, por encima de
la pelliza de plástico ajado que le había mandado un primo suyo establecido en
la capital. El niño García Pérez Etcétera vigilaba
el confuso rebaño que su padre le había dado en mando: dos docenas de ovejas,
siete cabras, una vaca, dos mulos y un asno. Una pareja de lebreles le hacía
compañía aquella mañana helada de la estepa. El niño García Pérez Etcétera no
tenía nada mejor que hacer.
Del pueblo se habían
ido el cura, el médico y el maestro. El maestro había sido
el último. Los señores de Madrid habían dicho que no quedaba dinero para
costear su salario en la escuela rural y lo habían mandado a poner escuela
veinte kilómetros más lejos. Los señores de Madrid habían entregado 2.000
millones de pesetas para las “IKASTOLAS” del Norte y otros muchos para
las “ESCOLAS” del Este, así que no disponían ya de las
800.000 pesetas anuales que el maestro cobraba.
Pero el camino hasta la
nueva escuela era arenoso y áspero y se tardaba mucho en llegar. Los señores de
Madrid habían unido con autopistas todas las
capitales de provincia del Norte y del Este y no tenían ya dinero para echar
grava sobre aquel polvoriento-lodoso camino.
Como la camioneta tardaba
tanto en llevar a los trece niños del pueblo hasta la nueva escuela, el padre
del niño García Pérez prefirió que cuidase el ganado en lugar de tener todo el
día al chiquillo por esos malos caminos de Dios. Ahora, la vieja escuela iba
tomando la forma de todos los pajares semiderruidos del pueblo: llenos de gatos
en celo, palomas en los desvanes, lagartijas aletargadas y arañas dormidas
dentro de sus capullos.
Del médico sólo los más
antiguos se acordaban. Cuando el niño García Pérez Etcétera se ponía malo, le
daban leche caliente con vino y miel, y eso lo curaba todo, salvo los sabañones
invernales, que no tenían cura, y las diarreas del verano a las que ya estaba
acostumbrado. Médicos quedaban por ahí, desde luego, pero se dedicaban a
contar los pelos que los niños del Norte tenían en las falanges de los
dedos de los pies, a fiscalizar sus pecas, a medir sus cráneos y
narices: estaban demasiado ocupados como para cuidar las pulmonías del niño
García Pérez y de sus compañeros.
Y como el muchacho no iba
a tener jamás una escuela a donde ir, toda su vida ignoraría algunos
esencialísimos detalles de sí mismo, especialmente las claves de su código
genético. A él y a su padre y a su abuelo no le importaban demasiado, pero la
sociedad en que vivían padecería una terrible e inevitable carencia; la patria
en que había nacido se tambalearía ante la flojedad de aquellos cimientos
humanos del zagal que pisoteaba los terrones de la meseta.
Porque era una delicada e
importante cuestión. De entre los cientos de García, Pérez, Rodríguez, Sánchez,
Martínez y Suárez de su nombre, un estudio científico de aquel niño hubiera
podido deducir notabilísimas conclusiones.
Hubiera adivinado, por
ejemplo, que uno de sus antepasados fue el emperador Teodosio el Grande,
que dejó preñada a una sus esposas cuando salió de Coca (Segovia) para gobernar
el Imperio romano; que otro de ellos había luchado con Hernán Cortés en la
conquista de México; que otro había sido conde de Castilla;
que una de sus abuelas tuvo trato carnal con Abd al-Rahman III; y otra con el
filósofo y médico judío Moses ben Maimón; que otro ancestro suyo había sido tío
de un tal Miguel de Cervantes, aquel a quien sapientísimos
hombres habían borrado de una calle de Lejona (Bilbao), para sustituir su opaco
nombre por el del eximio poeta Ormaechea Orive; que otro había sido capitán de
los tercios de Flandes y otro obispo de Esmirna, y uno más palafranero de
Isabel II (“la Casta”).
Por lo demás, si el niño
García Pérez Etcétera se hubiera sentado ante un culo de botella y lo hubiese
utilizado como espejo, habría descubierto que poseía en su rostro 9618 pecas,
lo cual hubiera podido cambiar el mundo si el maestro no se hubiese largado de
su vera por orden superior, pues era el mismo que poseyeron Gobineau y
Rosenberg; que brotaban 95 pelos sobre cada una de sus falanges (muchos de
ellos chamuscados en la hoguera que tenía prendida), el mismo número que Hitler
lucía; que las medidas de su nariz coincidían milimétricamente con las del más
conocido jefe del Ku-Kux-Klan, un tal coronel W.J Simmons; que la implantación
de su (nonato) vello público formaba el mismo dibujo que en vida tuvieron Jim
Crow y el general Forrest, y, en fin, que la posición de las circunvoluciones
cerebrales era idéntica a la que los arqueólogos hallaron en el cráneo de
Nerón, y, feliz coincidencia, a las que aún hoy en día eran frecuentes en
África del Sur y otras famosas regiones de la Tierra.
¿Y qué decir del color de
sus ojos y de su sensibilidad gustativa? Los ojos eran de color pardo cuando
contemplaba el ocaso y grises al mirar las primeras luces de la mañana. Ni el
niño García Pérez se hubiera repuesto de esta sorpresa étnico-antropológica, si
la hubiese alcanzado. Por otro lado, le gustaban las sopas de ajo, los
garbanzos, las patatas viudas, las sardinas fritas, el tocino y las manzanas
verdes. Era tan bueno es esto que incluso fabricaba chicle con un puñado de
trigo recogido en las eras o en los campos.
Cualquiera de estos
detalles hubiera permitido a un concejal medianamente cultivado o a un alcalde
con el segundo curso de EGB aprobado escribir una enciclopedia acerca de la superioridad racial de aquel pastorcillo perdido bajo el
invernal frío de la meseta.
Y si un buen genealogista
hubiera echado leña al fuego del informe genético, teniendo en cuenta todos
aquellos apellidos ilustres en el macuto vital del niño, a nadie le hubiese
sorprendido que vinieran a llevárselo para nombrarlo director de la universidad
de Harvard, u obispo de Roma, o rey de España mismamente.
Pero como hacía frío,
estaba empezando a nevar, las cabras se desmandaban, uno de los mulos se había
perdido y el cura, el médico, el maestro y su madre estaban lejos, el niño
García Pérez Etcétera se puso a llorar en medio del campo, a la sombra de una
zarza agostada, y lloraba como un perro, como un perro
castellano.”
El País, miércoles, 3 de diciembre de 1980
Jesús Torbado, un leonés nacido en 1943, a quien tuve el placer de conocer con
ocasión de la entrevista que le hice para el libro “Diez castellanos y Castilla”, y que el 3 de
diciembre de 1980 publicó en el diario “El País” este artículo que resume mejor
que nada lo que pasó con el ninguneo de Castilla y su cultura en la época de la
Transición española.
El artículo no debería ignorarse si ahora se van a
corregir algunas cosas que se hicieron mal en aquellos años de
la Transición: la desigualdad entre los territorios de
España y el olvido, partición y aventamiento de Castilla,
por ejemplo.
El artículo, más bien, debería ser de gustosa lectura en todas las escuelas de
Castilla y de obligado conocimiento por todo aquel
candidato o candidata que quisiera dedicarse a la política en
cualquier provincia castellana.