domingo, 8 de enero de 2012

Jerusalén de Castilla (Carlos Aganzo)

Jerusalén de Castilla


Carlos Aganzo
(de "Avila soledad sonora")

I Sonata de Estío

Hay una hora en Ávila, cuando los vencejos gritan su alegría de estío y el cielo empieza a virar desde el más puro azulcielo-de-Ávila hacia el negro más negro, en la que la alquimia alcanza su cenit milenario, trocando la piedra en oro. Es entonces, al hilo de tantos tornasoles imposibles, cuando se descubre la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad: Ávila es la Jerusalén de Castilla. La ciudad de los hombres transfigurada en la ciudad de Dios. Mil ciento veintisiete metros entre el mar y el cielo. Novecientos veintiún años desde que el conde don Raimundo puso la primera piedra de este colosal recinto de judíos, moros y cristianos.de Castilla

Hay una hora en Ávila, cuando los palacios se asoman a la luz horizontal de sus balcones, en la que la capital de los Caballeros vuelve a ser «la más siglo XVI de las ciudades españolas», tal como la sintió en sus ojos, desbordados de soles, el maestro Azorín.


Una hora en la que la urbe amurallada empieza a latir al ritmo impar de sus dos corazones. Su corazón más abierto y generoso, en la explanada del Mercado Grande, y su corazón más íntimo y secreto, en el viejo foro del Mercado Chico, donde Roma tocó la cumbre de su espiritualidad en la frontera entre la Lusitania y la Tarraconense. Obila de Ptolomeo. Ávila con v, como dice la vieja ara testifical de los romanos. Abela de los obispos visigodos. Abila de Prisciliano. Abula en las nieblas ortográficas del medioevo. Ávila en fin de los abulenses: la ciudad de hoy que duerme sobre la respiración de todas las otras ciudades anteriores.

Hay una hora en Ávila en la que, proyectadas ya todas las sombras sobre el final de la tarde, la Muralla se puede leer como un libro de historia. Lo que la luz total ocultaba, los rayos oblicuos del sol vencido empiezan ahora a desvelar. Surgen, como por ensalmo, las inscripciones latinas, y los viejos judíos sefarditas buscan también, entre sus piedras, las leyendas de los antepasados, los que vinieron a la ciudad al tiempo de los primeros cristianos. Los maestros de xometría Cassandro Colonio y Florín de Pituenga trazaron los planos, y campesinos cristianos y esclavos moriscos, mano con mano, levantaron este monumental libro de piedra utilizando todo aquello que encontraron. Verracos vetones. Lápidas de romanos y cristianos. Quizás también de judíos primitivos. Cantos de memoria inexpugnable.

Hay una hora en Ávila, cuando los poetas entran y salen a su libre albedrío por las nueve puertas de la Muralla, en la que la ciudad se viste con las luces de la primera noche para volver a contar los pasos de sus nueve leyendas fundacionales. El Peso de la Harina, por donde entró el Batallador a ver al Rey Niño. El Alcázar, por donde la ciudad levantó piedra a piedra la leyenda de su defensa numantina. El Rastro, desde donde doña Guiomar mandó sus señales de amor a don Alvar, corazón malherido en el destierro deManqueospese. La Santa, por donde los Cepeda y Ahumada entraron en Ávila para alumbrar a su hija más clarividente. La Malaventura, por donde salieron los judíos y los primogénitos de los caballeros abulenses, sin saber que sus cabezas serían cortadas y hervidas como signo de la cobardía de los aragoneses. El Adaja, por donde trasegaban los labriegos moriscos con el producto de sus huertas. El Carmen, por donde fray Juan de la Cruz inauguró una lista interminable de cantos del prisionero. El Mariscal, por donde don Álvaro Dávila dejó testimonio de la preeminencia abulense en el generalato de Castilla. San Vicente, al fin, hasta donde vino a reventar la mula milagrosa con los restos de San Pedro, el santo varón de El Barco…

Hay una hora en Ávila donde las piedras de la Catedral se desangran mientras escuchan los ecos de la voz de Tomás Luis de Victoria. Gog y Magog, bajo la casa del campanero, el Quasimodo del primer templo abulense, impiden la entrada a los malos espíritus, y las tablas de Pedro Berruguete, que se murió aquí mismo sin poder ver culminada su empresa, nos cuentan la historia de Jesús como nunca antes se había hecho en la pintura medieval. Aquí se forjó el patronímico de la ciudad, con el cimorrocatedralicio y el niño en el centro del escudo; pues esto hay que decir de los nombres de Ávila de los Alfonsos: que es del Rey, según Alfonso el Emperador; y de los Leales, por gracia de Alfonso el de Las Navas; y de los Caballeros, por deseo expreso de Alfonso el del Salado. Aquí se reunió también la Junta Santa para escribir la primera constitución Comunera, plantando cara al káiser Carlos, el menos querido entre todos los reyes de España. Y aquí labró el genio de Vasco de la Zarza su pieza más primorosa: el imponente sepulcro de El Tostado. Sí, de aquel don Alonso de Madrigal, tan bajito y tan prolífico, que escribió más que nadie en el mundo; ése que le dijo al Papa: «La altura de un hombre se mide desde el arranque del pelo hasta las cejas».

Hay una hora en Ávila en la que las piedras romanas del templo dedicado a la tríada capitolina –Júpiter, Juno, Minerva–, sobre las que se apoya la iglesia mayor de los cristianos, se estremecen y hacen temblar de manera casi imperceptible, como un ecordatorio lejano del terremoto de Lisboa, a las vidrieras de la gran nave central; la primera que se levantó en Castilla bajo la influencia del gótico borgoñón de Saint-Denis. Los pasos de los deanes de esta Roma la Chica resuenan y se confunden con las campanas que tocaron a gloria por la proclamación de Sancho, el Cuarto, como rey de Castilla, o por la muy celebrada boda de Juan, el Segundo, con doña María de Aragón. Y se remueven también en sus tumbas los muertos más ilustres de la Catedral: Esteban Domingo, alcalde mayor de Ávila y señor de Las Navas; Sancho Dávila, glorioso capitán de los Reyes Católicos; don Claudio Sánchez Albornoz,mentor de todos ellos y presidente de una república sin república…


Hay una hora en Ávila, cuando el verano dobla las esquinas hacia la plenitud del sueño, en la que el ojo gigante de San Pedro se queda atónito ante la molicie del bloque de Moneo, varado a los pies del muro como un trasatlántico que hubiera echado amarras en la barbacana. Desde su pedestal de glorias abulenses, la Palomilla escribe una nueva versión del poema del Cristo de los Piojos, muy cerca de la Magdalena y de aquel convento de Gracia en el que entró Santa Teresa tan enemiga de ser monja. Entre los soportales pasan los últimos borrachos, que miran a la luna con melancolía infinita.

Hay una hora en Ávila, finalmente, en la que todos los caminos quieren bajar desde la acrópolis hasta el llano donde se asienta el Real de Santo Tomás, la joya de Isabel y de Fernando; la H de la Hispanidad, el yugo, las flechas y las granadas en su momento de máximo esplendor. Allí, un claustro para los novicios, otro para el silencio de los difuntos y un tercero aún para los Reyes, ompartido con aquella Universidad que fue testigo del genio de don Gaspar Melchor de Jovellanos. Allí la tumba de don Juan, el primer ideal truncado en la historia de España; y el corazón del Niño de la Guardia, que el príncipe enamorado le entregó a su princesa. Allí el olor a ceniza eterna del implacable Torquemada. El eco del ultraje de los soldados de Lefèvre, el menos piadoso de los generales de Napoleón. Y esa misteriosa estrella de David, grabada en el corazón mismo del Tribunal de la Inquisición… La memoria de aquella judería del barrio de Santo Domingo. La posada de la Estrella. La casa del Rabino, al lado de las Nieves, donde queda aún indeleble la cruz incisa en la piedra del umbral, como signo de nueva cristiandad… Todo esto y más, por las calles dispuestas a la altura de nuestra Jerusalén castellana. Tal como lo vio y como lo consignó el divino Moshé de León, el autor del sagrado Zohar: «Hay momentos en que las almas que están en el jardín suben y alcanzan la puerta del cielo». Así sea.

II Sonata de Invierno

He visto sobre Ávila, al olor de la nieve que es madre de todos los manantiales, la sombra de Prisciliano proyectarse sobre el lienzo este de la Muralla, al lado mismo del lugar donde descansan los mártires Vicente, Sabina y Cristeta. El autor del cenotafio lo contaba con todo lujo de detalles, después de inventar el cómic enplena Edad Media: el juicio ante el pretor Daciano, la huida, el prendimiento, el martirio de las aspas, las cabezas aplastadas de los tres hermanos, la serpiente que fuerza al judío al perdón divino…, y el fundamento de la primera iglesia martirial. Sobre los ojos de los hombres, en puertas y tejados, las criaturas más exóticas del bestiario románico: la lujuria del cerdo, la vanidad del pavo, la salacidad del mono, pero también la firmeza del león, la laboriosidad del buey, la virtud infinita de las cigüeñas del alma, capaces de derrotar, con picos como espadas, a la repugnante serpiente del pecado, la que duerme secretamente en el corazón de cada cristiano, ya sea viejo o nuevo.

He visto sobre Ávila, al pasar junto a la puerta de San Vicente, aterida con las últimas claridades del día, el misterio del verraco que se oculta debajo del portentoso ingenio defensivo, sosteniendo a la ciudad como un Atlas. La protección perpetua de los ídolos vetones sobre el linaje de los señores que velaron durante siglos por la defensa del ala norte. Los Sofraga y el árbol de la estirpe. Los Verdugo y su patio de proporciones áureas.Los Águila y sus leyendas de la Duquesa de Valencia, la aristócrata que abofeteó en público al general Franco. Los Bracamonte y el recuerdo indeleble de don Diego, en la vecina capilla de Mosén Rubí, mandado decapitar por el emperador Felipe II como cabecilla de la rebelión de los patricios castellanos. Y aún más adelante, los jardines del palacio de don Juan del Henao, donde resuenan los propios pasos, entre los faroles encendidos y abiertos ya a la noche, como si fuera nuestra alma misma la que nos persiguiera, hasta hacernos confrontar la verdad exacta del invierno.
He visto sobre Ávila, entre los cristales del frío más purificador de todas las edades, el pez oscuro y místico de los primeros cristianos, grabado en los cimientos del antiguo Episcopio,muy cerca del lugar donde se guardan los testimonios más ciertos de los antiguos padres visigodos. Y uno detrás de otro,callejeando de intramuros a extramuros, la colección más impresionante de escudos de todas las ciudades españolas: Lesquinas, Serrano, Velada, Valderrábano, Almarza,Superunda… Así hasta tocar con los dedos, bajo la sombra del Torreón de los Guzmanes, la misma leyenda del pintor Guido Caprotti, el dandy, el vividor, el visionario. El artista que pintó más veces el rostro de Ávila en los rostros de sus hombres y de sus mujeres. La boca del sereno como un trueno de espanto nocturno. La luz final de Ávila como marco absoluto de la creación.
He visto sobre Ávila, apurando ya definitivamente los últimos reductos de la existencia, justo antes de que el hielo entrara como un cuchillo en los corazones de los hombres, el paseo del Rastro iluminado como el gran teatro del mundo. El faro del Obispo vigilando los mares cereales. La torre de Santiago custodiando la verdad del rey Nalvillos, el Cid de los abulenses, el esposo traicionado por las veleidades de la mora Aixa Galiana. El palacio de don Blasco Núñez Vela,el malogrado virrey del Perú, el que ni aún disfrazado con ropas de indio logró escapar a la cólera del rebelde Gonzalo de Pizarro. Hasta aquí la leyenda negra del oro de América,todavía con los ecos de la aventura de ultramar del gran Rodrigo de Cepeda, el de las rojas linternas de Huecuvu, el capitán que murió, para gloria del imperio, en lucha contra los feroces araucanos.
He visto sobre Ávila, con los ojos abiertos de par en par sobre la inmensidad del Valle Amblés, a un melancólico Rubén Darío mirando exactamente hacia Navalsáuz, y evocando al que sin duda fue el gran amor de su vida: la dulce y solícita Francisca. Estaban a su lado Jorge de Santayana y los hermanos Bécquer. Enrique Larreta y Lope, que no acababa de terminar su Comedia de San Segundo. Y los hombres del 27. Y los del 98. Todos en Ávila, mis ojos, dentro de Ávila. En Ávila del Río, donde mataron al buen amigo, dentro de Ávila.

He visto sobre Ávila, apurando hasta el final la dulzura de esta noche oscura del alma, las huertas de San José, el poyo donde Teresa escribió su obra de rodillas, el secreto laberinto de pasiones donde solo Dios basta; la verdad absoluta del corazón cautivo y desarmado. Y más allá de la urbe, al otro lado de la corriente de los muertos, sobre el antiguo cementerio que un día fue de judíos, la otra patria íntima de la escritora, la Encarnación del misterio revelado; el madero que sirvió de almohada a la andariega y el Cristo de San Juan, desde la elevación del arte del poeta más alto de todos los tiempos. La esencia más pura de esta ciudad de cantos y de santos que bautizó, cuando más cuerda, doña Juana la Loca. Santa Teresa y San Juan. San Vicente y San Pedro de El Barco. San Segundo y la bellísima Santa Paula Barbada, singular modelo de la virtud castellana. Y todavía, en las noches de plenilunio, la voz onírica de San Pedro de Alcántara, como piedra toral de ese lado violeta de las cosas. El final de los caminos de la incertidumbre.
He visto al fin sobre Ávila, congelada en la retina como ese cuento de hadas que cada quien lleva dentro a su manera, la fascinación sin límites de la imagen de la ciudad iluminada. La visión eterna de la ciudad medieval desde el sencillo humilladero de los Cuatro Postes. La luna llena como un poema redondo sobre la luz de las almenas encendidas. Hacia el noroeste, Narrillos de San Leonardo, el camino de Salamanca: los pasos de Teresa y de Rodrigo buscando mejor vida en el martirio a manos de los moros; las sandalias de Teresa sacudiéndose el polvo de Ávila: de Ávila, ni el polvo. Y sin embargo, la Jerusalén de Castilla con todo su fulgor. Las antorchas vibrantes del castillo interior del alma humana. La belleza inmarcesible de esta maja tendida, con su eterno cinturón de piedra y sueño, que es la ciudad de Ávila. El monolito sagrado del Esplendor… Quien aquí se detuvo sabe bien de lo que hablo. Quien lo ha visto una vez, ya no vuelve jamás a ser el mismo.

TOPICOS DE AVILA (José Jiménez Lozano)

TÓPICOS DE ÁVILA
José Jiménez Lozano

(de Ávila soledad sonora)

Como cualquiera otra vieja ciudad o lugar que tiene un peso en la historia o en el pensar y sentir de las gentes, y compone un icono mental que se nos ofrece en unos cuantos trazos, constantemente repetidos, Ávila, para el resto de los españoles que no son abulenses o de tierras vecinas, y para los no españoles que han oído el eco de su nombre, se define tópicamente como una ciudad en la que el frío es muy intenso –Julien Green quedó herido por el brillo de las estrellas en una noche invernal aquí como en ninguna parte–, tiene una muralla, y nació Santa Teresa que fue una monja que tiene gran predicamento de andariega, mística y escritora en todo el mundo, aunque sólo los abulenses parecen informados de que comió ceniza, o esto era lo que se nos decía, aunque no nos conste en modo alguno, cuando, de muchachos, nos mostrábamos mezquindosos al comer. Y claro está que comer ceniza no era una proeza como la de San Lorenzo, tostándose primero de un lado y después del otro sin abrir la boca,






pero no nos parecía pequeña hazaña, ni mucho menos, y yo creo que mucha gente quedó marcada por esa leyenda, o la otra de que, en un determinado momento, se sacudió las zapatillas y dijo allá por el humilladero de «Los cuatro postes»:«De Ávila ni el polvo», algo que es igualmente legendario, pero puede significar mucho amor, porque en esta tierra de tanta piedra y un frío tan helador y bastante literario, no hay muchos lirismos. 



Y luego, enseguida, o a la vez que estas graves informaciones acerca de «la Santa» de la ciudad y el frío, lo que identifica a Ávila, como decía, es que Ávila tiene murallas, y ya he confesado alguna vez, que en mi adolescencia y pensando seguramente en dibujos de las hazañas de las Cruzadas que leíamos, la amurallada ciudad me parecía Constantinopla, un baluarte imbatible durante mil años y sólo al fin tomada por la invención de un cañón enormeque lanzó bolas de piedra imposibles de lanzar con las catapultas e invención que vendió a los turcos un traidor húngaro; ¡Dios le haya perdonado y le tenga en buen sitio!, como decían entonces nuestros mayores. Pero lo que nos quedó a nosotros de esas leyendas y la visión de estas murallas, una y otra vez, fue un callado y dolorido sentir por esa caída de Constantinopla, de la que la Princesa Bibesco, una dama muy mundana y algo intrigante que anduvo por España cuando yo nacía o poco después, decía muy seriamente que todavía no se había repuesto del todo. Y no me extraña nada, porque el ruido de aquella caída se oyó en todo el mundo cristiano y todavía se puede seguir oyendo, porque eran moradas e iglesias aunque hermosísimas, muy grandes y esplendorosas.



La Teresa de Ávila, pensando muy adelantadamente, recomendaba a sus monjas que hiciesen casas pequeñas y modestas que, cuando se cayeren en el Último Día del mundo, poco ruido hicieran, y «palomarcillos» llamaba ella a esos conventos; pero lo cierto es que, cuando sonó por vez primera la campanita que regiría su vida en el primero de ellos en la misma ciudad, hubo un tal alboroto, en esta, entre ediles, corregidores y sus criados o acostadosque dice la propia Teresa que no parecía sino que habían entrado moros y estaban gritando algarabía que era como llamaban los cristianos a una lengua como el árabe que tenía tantos sonidos aspirados y era tan rápida que sonaba a esos oídos cristianos apura jerigonza. Pero, en realidad no había pasado nada, sino que esas gentes de mando en la ciudad, y otras cuantas que les seguían, se habían encontrado con un conventillo nuevo, y esto sin tener noticia de ello, de modo que quizás no lo veían conveniente para sus intereses económicos o políticos o era una tremenda novedad, y quedaban muy heridas la rutina y la costumbre.



Pero he aquí que, para Jorge Santayana, cuatrocientos años después, esto de la costumbre es una categoría más importante que cualquiera otra, y era precisamente lo que, a sus ojos, hacía, a Ávila, importante a su vez. Porque lo más importante de la ciudad, para Santayana, en efecto, no eran el arte o la historia de ella, tan encontradizos y relucientes a cada paso, sino el que las gentes de Ávila se condujeran por la costumbre. Este simple hecho se convierte en categoría filosófica, y nos dice que eso es lo que hace de la ciudad uno de los dos lugares o loci standi desde donde mirar el mundo y su acontecer; siendo para él el otro locus fundamental nada menos que Boston, que hasta pronunciarlo suena raro en Ávila. Aunque ¿cómo podría olvidarse Santayana de las murallas siendo viajero y habitante de tantos mundos como lo fue, cosmopolita por lo tanto, y en un tiempo de la modernidad en el que ya no se puede poner casa y vivir a pierna suelta?



Santayana describe de vez en cuando cómo el profundo sentir y la belleza van encogiendo como una tela según se va tiñendo de la vulgaridad comercial y política, y él, desde luego, hace de esas murallas los lares de sus padres y, por lo tanto, su herencia y su propia defensa.



Ya he comentado, en otra parte y a este respecto, de la estética poética de Santayana, que él mismo nos señala su propio locus standi cultural, afirmando que es el de la armonía y la luz de la vieja cultura del catolicismo, y, si utilizáramos las categorías y el lenguaje de su tiempo para hablar de poesía, diríamos que la estética de Santayana es «retromedieval» o medievalizante, pero sin «los eliotismos» modernistas y personalísimos de la de su discípulo Thomas S. Eliot, que Santayana nunca apreció mucho, pero que es poesía tan cercana y tan distante al mismo tiempo. Y, en la poesía de éste, ciertamente, las murallas se convierten en símbolo de su morada y su propio baluarte, pongamos por caso, en estos versos del Soneto XXXIV:








Yo fío en ese cielo, cuyos astros perennes



me envían sus mensajes como antes a mis padres,



y no sé de otra duda que tanto me confunda,



ni de amor más intenso para guardarme puro.



Las antiguas creencias son mi pan cotidiano,



Bendigo su esperanza y el que quieran salvarme,



en mi ser más profundo creo lo que creían.








Ese cielo y esas creencias son las de la urbs in ruris como él llamaba a Ávila, bien coronada de defensas, como muestra a la ciudad en sus Poemas sueltos:








Sobre Ávila se yergue el castillo almenado,



nido actual de cigüeñas y antes de altivas almas;



aún desde la abadía que se abre sobre el valle



redoblan las campanas por cuantos nos dejaron. (1)








(1) (La traducción de todos los versos citados es de José María Alonso Gamo)



Y entonces se evoca, en todo esto, lo que fue su pueblo natal, para Heidegger, como dice Ernst Nölte:«Messkirche puede ser, de hecho, un mejor punto de partida para el filosofar contemporáneo que NuevaYork».








Porque no es que Santayana haya hecho de Ávila lo que Joyce hizo de Dublin o Musil de Viena; lo que importa ver con los ojos con los que estamos mirando el mundo –nos dice en resumen– es que no podemos escapar a los tópicos de Ávila por la sencilla razón de que nos recogen y amparan. Nos recoge el frío y nos ampara el espesor de esos muros en gran parte bizantinos y que han hecho pared con antiguos nichos columbarios o doloridas laudas romanas.  



El mundo ha sido siempre como un pañuelo, y hay ciudades como ésta de Ávila donde ese mundo cabe, y todavía puede nombrarse. Y luego resuena, como la flauta que los niños tocan en la plaza en el lacerante responso de un músico que también recapitula mundos como Tomás Luis de Victoria, niño de coro en la catedral de esta ciudad, y de cuya muerte hace ahora, en estos días que escribo, cuatrocientos años. Como quien dice ayer por la mañana, como la caída de Constantinopla. Y para dejarnos, como entonces,tan melancólicos y tan sobreaviso de toda pequeña esperanza.