Gredos es laGran Vía
josé pulido navas
(Ávila soledad sonora)
Al menos eso puede parecer a cualquier observador que se detenga ante la historia de este macizo montañoso, el más alto del Sistema Central, que alza sus
cumbres por encima de los dos mil metros de altura. Centro y eje de la Península Ibérica, por él han pasado Vetones y Lusitanos, Cartagineses y Romanos, Visigodos, Moros y
Cristianos…Todas las sangres y creencias, todas las gentes que han poblado, comerciado, hecho el amor y la guerra en la vieja piel de toro, pasaron en una trashumancia inmemorial por estas montañas que Miguel de Unamuno definió como corazón de la España inmortal y que uno, más prosaico, califica de Gran Vía de nuestra historia.
Una Gran Vía por la que han paseado guerreros y pastores, reyes y plebeyos, escritores, místicos, cazadores… Un insistente destino o un desconcertante magnetismo les atrajo a este territorio que delimita un espacio de leyenda. Gredos es la montaña, el arquetipo, un lugar mágico, un santuario espiritual, un chacra de energía telúrica… y hasta un género literario que dejó su impronta en todos aquellos que la transitaron.Es Naturaleza e Historia. Realidad y Ficción. Piedra y Tótem.
Nada más empezar, Gredos ya se vuelve historia y leyenda. Allí, al pie de la montaña, los toros de Guisando parecen pastar la eternidad. Estas misteriosas esculturas zoomorfas fueron talladas en granito por el pueblo celta de los Vetones y no se sabe si son dioses protectores del ganado o mojones tutelares de caminos y de viejas rutas ganaderas.
Esculpidos en una sola pieza, presentan unas respetables dimensiones; aproximadamente un metro y medio de altura por dos metros setenta centímetros de largo y ochenta centímetros de ancho. El Padre Juan de Mariana sostiene que fueron un monumento conmemorativo del triunfo de Julio César sobre Sexto Pompeyo, hijo de su rival Pompeyo, durante la guerra civil que enfrentó en Hispania a los dos grandes generales romanos. Parece que en principio eran cinco, y así permanecieron hasta tiempos
de don Miguel de Cervantes. Luego, uno de ellos desapareció.
Los toros de Guisando son testigos del pasado más primigenio y de un momento estelar en la historia de la España moderna. Ante ellos, en la denominada Venta Juradera, se selló el 19 de septiembre de 1468 el pacto entre Enrique IV y su hermana Isabel por el que ésta fue nombrada heredera de la Corona de Castilla.
Paradojas de la vida y de la muerte, por aquellos mismos parajes pasaría años después, en 1504, la comitiva fúnebre con su cadáver, camino de Granada,la ciudad que eligió para su descanso eterno. Cuentan los cronistas que los elementos parecieron sumarse al duelo por la muerte de la gran reina: «diluviando
traspasaron los puertos entre rayos y truenos dejando atrás Arévalo, Cardeñosa, Cebreros y Toledo». La misma ruta entre Ávila y Toledo que seguramente siguió Lazarillo de Tormes y por la que pasaron Santa Teresa de Jesús hacia sus fundaciones de Castilla la Nueva y Andalucía, y San Juan de la Cruz, camino de su prisión. Por los mismos pagos anduvieron en aquel prodigioso siglo los canteros de Mingorría que tallaron los sillares de granito del Monasterio del Escorial para el rey Felipe II. Herederos de los maestros de la piedra vetones que esculpieron dos mil años antes los toros de Guisando.
Enseguida la sierra se eleva y asciende a los dos mil metros, con cimas como la Escusa, el Alto de Lanchamala y los picos del Cabezo, o se abre al paso en el puerto de Serranillos, donde comienza el Parque Regional de la Sierra de Gredos. La cordillera se recoge en la magia del castañar del Tiemblo y los bosques del Valle de Iruelas, se mira en las limpias aguas del Alberche, en los serenos espejos del embalse del Burguillo y se alegra con los viñedos de Cebreros y Navaluenga, desde siempre tierras de buen vino. Lope de Vega, el Fénix de los Ingenios, anduvo en tiempos por el Valle del Alberche, cuando era secretario personal de don Pedro Dávila, señor de Villafranca y las Navas. Aquella estancia le inspiró una serie de romances dedicados a la Pasión de Cristo, que publicó en su volumen de Rimas Sacras y los vecinos de Navaluenga recitan a modo de piadosa competición en la Procesión de los Piques, la tarde de Jueves Santo.
Apenas avanzamos unos kilómetros en nuestro itinerario de Este a Oeste y los bosques de pinos, los berrocales, los pequeños pueblos, se nos antojan un transitado cruce de caminos, una venta quijotesca por la que desfila una insospechada galería de personajes. En las Navas del Marqués, verano de 1917, dos jóvenes veraneantes, de familias acomodadas coinciden y se hacen amigos. Se llaman Dámaso Alonso y Vicente Aleixandre. Enseguida simpatizan. Son dos ávidos lectores y Dámaso le presta a Vicente un tomo de poesías de Rubén Darío que leyó con fruición y despertó en él un profundo interés por la poesía, que hasta entonces había ignorado. Lecturas, excursiones de los dos amigos y versos para siempre. La generación del 27 tuvo aquí un precedente que después florecería
en la mítica Residencia de Estudiantes. Otro de los poetas del 27, Luis Cernuda, vivió experiencias seguramente inolvidables por los caminos de Gredos. Cernuda participó en las Misiones Pedagógicas con las que la República trató de llevar la cultura y el arte a los lugares más recónditos del país y vino aquí en 1932. Formaba parte de la sección de cine y explicaba las grabaciones de cuadros del Museo del Prado, seleccionados por Ramón Gaya. Fotografías y testimonios de sus compañeros recuerdan a un joven Cernuda a
lomos de caballería por Serranillos o Burgohondo. Quiliano Blanco, uno de aquellos ejemplares maestros republicanos entregados en cuerpo y alma a la educación, recordaba a «Cernuda, el poeta, agarrado con ambas manos a la albarda de su jumento, mira la cumbre que se nos acerca y el barranco que se va haciendo más hondo».
Si seguimos río arriba por el Valle del Alberche llegaremos a Navalsauz, entre los puertos de Menga y el Pico. Hasta allí viajó Rubén Darío para conocer el pueblo natal de Francisca Sánchez, la joven abulense que convirtió en su compañera y madre de sus hijos; la dulce Tataya con la que compartiría el resto de su vida. Darío cuenta su viaje desde Ávila capital hasta el Alto Valle del Alberche en el artículo titulado Una fiesta campesina. En algunos de sus poemas de los Cantos de Vida y Esperanza el lector puede adivinar las impresiones que dejaron en el poeta estas tierras y su gente.
Por la cara sur, la que da al Valle del Tiétar, la Andalucía de Ávila, de clima mediterráneo, en la que prosperan el olivo y el naranjo, el tabaco y el pimiento, el tránsito no es menor. Ciro Bayo y los hermanos Pío y Ricardo Baroja, emprendieron en 1906 un viaje a pie por Gredos, acompañados de Galán, un sufrido y tranquilo asno encargado de transportar las provisiones. Los viajeros transitaron por Sotillo, la Adrada, Piedralaves, Casavieja, Mijares, Gavilanes,
Pedro Bernardo, Lanzahita, Arenas de San Pedro, Guisando, Poyales del Hoyo, Candeleda y el santuario serrano de la Virgen de Chilla, para adentrarse en la Vera cacereña, camino del Monasterio de Yuste, donde se retiró a esperar la muerte el emperador Carlos I de España. Del viaje de los hermanos Baroja y de Ciro Bayo, quedaron como testimonio las novelas El Viajero Entretenido, escrita por éste último, y La Dama Errante,de Pio Baroja, además de una serie de grabados y aguafuertes de Ricardo Baroja inspirados en los apuntes que tomó durante la expedición.
Llegamos al Puerto del Pico, lugar de paso de las rutas de la Trashumancia. La calzada romana, construida en el siglo I o II antes de Cristo, ha sido durante milenios el paso obligado de los grandes rebaños de ovino y de vacuno que trashuman desde las dehesas extremeñas o castellanas a los frescos pastos de la
montaña. Un tránsito que probablemente ya hacían los ganaderos vetones y que la Mesta convirtió durante la Edad Media en una ruta económica de primera magnitud. Un poder que ni los reyes osaron desafiar. La calzada arranca de Mombeltrán. Este precioso pueblo del Barranco de las Cinco Villas y su airoso castillo, reciben el nombre de Don Beltrán de la Cueva, su señor, de quien las malas lenguas decían era el auténtico padre de Juana La Beltraneja,
la hija del rey Enrique IV y rival de Isabel la Católica en sus aspiraciones al trono de Castilla. Tozudas casualidades. Unos kilómetros más al oeste llegamos a Arenas de San Pedro. Su castillo fue parte de la dote del conde de Benavente para su hija, doña Juana de Pimentel, en su matrimonio con don Álvaro de Luna, durante
años el hombre más poderoso de Castilla, hasta que su amigo y protector, el rey Juan II, ordenó su decapitación. Su viuda, la Triste Condesa, se encerró en el castillo, que desde entonces lleva este nombre, para llorar la muerte de su esposo. Cuentan, y uno juraría que es cierto, que en las torres del castillo se escuchan todavía los sollozos de doña Juana.
Arenas de San Pedro es lugar de amores contrariados. Allí fue desterrado el infante don Luis de Borbón, hermano del Rey Carlos III, como castigo por su matrimonio morganático con la joven Maria Teresa de Vallabriga. La muchacha no era de sangre real y oficialmente el Rey repudiaba este enlace. Pero había gato encerrado, y muy peligroso, en este caso. La boda beneficiaba a Carlos III, porque si don Luis hubiera contraído matrimonio con una princesa de sangre real, los hijos de esa unión hubieran tenido preferencia sobre los suyos, que habían nacido en Nápoles, para heredar el trono de España. El destierro era la mejor manera de evitar complicaciones dinásticas. Don Luis no volvió a Madrid. La historia podía, una vez más, haber sido otra. El Infante construyó un palacio a imitación del Palacio Real de Madrid con planos de Ventura Rodríguez y se rodeó de una pequeña corte de artistas e ilustrados. Un joven Francisco de Goya pintó durante sus visitas no menos de 17 cuadros y el compositor Luigi Bocherini pasó también largas temporadas en el Palacio.
No podemos terminar esta pequeña excursión por Arenas de San Pedro sin recordar al santo que le dio su nombre: San Pedro de Alcántara. Ermitaño y místico de severo ascetismo, ejerció una gran influencia sobre Santa Teresa de Jesús, a la que aconsejó y apoyó cuando fundó el convento de San José. Fundador él mismo de un convento en los bosques próximos a Arenas, de una austeridad y pobreza absolutas, que sin duda inspiraron el rigor de la reforma carmelita.
Pasado el Puerto del Pico la sierra vuelve a ascender y llegamos al corazón de Gredos, al gran circo de origen glaciar alrededor del cual se alzan las cumbres más poderosas de la sierra, con el Pico del Almanzor como el punto más alto de todo el Sistema Central con 2.596 metros de altura. El nombre de esta montaña es en sí otra leyenda. Cuentan que tras una de sus incursiones en los reinos cristianos, el caudillo musulmán atravesó la sierra y unos lugareños le hablaron de la existencia de una laguna, seguramente la Laguna Grande, en cuyas insondables profundidades se originaban devastadoras tormentas. Guiado por ellos, Almanzor subió a la montaña para comprobar la verdad de lo que le decían y desde entonces llevó su nombre. Leyenda o no, parece documentado que Almanzor pasó por el Puerto del Pico en el año 981 tras la campaña contra Zamora y Simancas, camino de Córdoba, siguiendo viejas rutas guerreras por las que pasaron el cartaginés Aníbal y el lusitano Viriato en su lucha contra los romanos.
Coronado el Almanzor, si atravesamos la Portilla de los Cobardes, llegamos al Venteadero, un excepcional mirador cuyos paisajes inspiraron a Miguel de Unamuno, quizá el poeta que mejor ha comprendido la condición de Gredos como santuario espiritual y telúrico que atrae a los hombres y su historia.
«Solo aquí, en la montaña,
solo aquí con mi España
–la de mi ensueño–
cara al rocoso gigantesco Ameal,
aquí mientras doy huelgo a Clavileño,
¡con mi España inmortal!».
Al norte del Venteadero se alza la cabeza de la Galana y a sus pies el impresionante circo de las cinco lagunas. Y entre las altas cumbres de la cordillera, majestuosas e indómitas, contemplamos los rebaños de la Cabra de Gredos, la Capra Hispánica. Este animal es el auténtico tótem, el símbolo vivo de la sierra, la pieza más codiciada de caza mayor en la Península Ibérica. Hay en Gredos una riquísima variedad de mamíferos, aves, anfibios y reptiles,
incluso endemismos que no se dan en ninguna otra parte del mundo, pero la Cabra es distinta. Es más Heráldica que Biología. Estuvo a punto de extinguirse y a comienzos del siglo XX apenas quedaban unas decenas de ejemplares; fue la afición a la caza del rey Alfonso XIII lo que la salvó. En 1905 se constituyó el Coto Real de Caza, que en 1932 pasó a denominarse Coto Nacional. En 1970 se creó la Reserva Nacional de Caza la Sierra de Gredos, que en la actualidad es competencia de la Junta de Castilla y León. La Reserva controla y regula la caza de la especie, cuya población asciende a unos 7.000 individuos; afortunadamente muy lejos de la extinción. Por estos parajes, pasó otro impenitente viajero: Camilo José Cela. El futuro Premio Nobel vagabundeó por la sierra de Gredos y descendió por la cara sur hasta el pueblo de Candeleda. Cuenta sus peripecias en el libro Judíos, Moros y Cristianos. Del paisaje de la zona dice que «En Candeleda se cría el tabaco y el maíz, el pimiento para hacer pimentón y la judía carilla, sabrosa como pocas…En los balcones volados de Candeleda crecen el geranio y el clavel, la albahaca y el botón de la rosa francesilla, el fragante dondiego, que unos nombran dompedro y otros dicen donjuán.»
El vagabundo pasó seguramente por el santuario de Chilla, un lugar en el que se adivina la sucesión de ritos religiosos desde la España prerromana hasta el Cristianismo. Allí la Virgen se apareció al pastor Finardo y le mandó que se construyera un templo en su honor. Chilla es el centro de la devoción de los pueblos del sur de Gredos y hasta de las zonas limítrofes de las provincias de Toledo y Cáceres.
Otro inquieto novelista y viajero, Ernest Hemingway, quedó prendido del embrujo de la sierra de Gredos. Hemingway escribió: «Procedo de Barco de Ávila, Cooke City, Montana, Oak Park, Illinois, Key West, Florida, de aquí (Finca Vigía, Cuba) el Véneto,Mantua, Madrid. Demasiados lugares». Algo muy
grande tuvo que conmover el corazón de don Ernesto, porque el Barco de Ávila es la primera mención de una serie de lugares entrañables para él.Oak Park, por ejemplo, es el pueblo donde nació, y en Finca Vigía tuvo su casa de Cuba. La profesora Sonsoles Sanchez-Reyes ha documentado en su trabajo La ruta de Ernet Hemingway su vinculación con el Barco. El escritor ya lo hizo en su novela Por quien doblan las campanas. Anselmo, el jefe de la partida de guerrilleros a la que se une el protagonista, Robert Jordan, es de Barco de Ávila y Gredos el santuario en el que confían refugiarse cuando cumplan su misión en plena Guerra Civil española. Que el autor conocía Gredos lo demuestra precisamente un error. En la novela se habla de una garra de oso clavada en la
puerta de la iglesia del Barco. La cita no es exacta, la memoria le jugó una mala pasada; pero no lejos del Barco, en la puerta de la iglesia de Navacepeda, sí hay una pata de oso. No andaba desencaminado don Ernesto. Andrés Sorel retoma la anécdota en su novela La noche en que fui traicionada y cuenta cómo Aurelio, ficticio guía de Hemingway, narra al norteamericano la cacería del mutilado oso. Por el Barco de Ávila anduvo el dramaturgo Jose María Rodríguez Méndez y allí se inspiró para escribir El pájaro solitario, sobre la prisión y fuga de San Juan de la Cruz de su cárcel toledana. Ya saben lo que pueden hacer los artistas que andan escasos de ideas
Cerca del Barco de Avila, al pie de la Peña Negra y en la cabecera del Valle del Corneja, la villa de Piedrahita es otro punto esencial de nuestro viaje. En ella tuvo sus orígenes la Casa de Alba, el linaje por excelencia de la nobleza española. El ducado de Alba se fraguó con Garcia Alvarez de Toledo, quien recibió de Enrique II los señoríos de Cabañas, Jarandilla, Oropesa, Tornavacas y Valdecorneja por su ayuda en la guerra contra su hermanastro don Pedro I por el trono de Castilla. Su hermano Fernando fundó un mayorazgo con estos dominios y con categoría de condado, que el rey Enrique IV elevó a la categoría de ducado. El tercero de la dinastía, don Fernando Álvarez de Toledo, fue el Gran Duque de Alba por antonomasia, el brillante general al servicio de Carlos I y Felipe II, cuya memoria no es especialmente grata en los Países Bajos. Don Fernando nació en Piedrahita y tuvo como preceptores a Juan Boscán y Garcilaso de la Vega, que le dedicó a su linaje la Segunda Égloga. En Piedrahita los Duques de Alba construyeron un Palacio de estilo neoclásico que acogió a los más brillantes artistas y representantes de la Ilustración española de finales del siglo XVIII,congregados por la fascinante figura de la Duquesa de
Alba. El pintor Benjamín Palencia, en Villafranca de la Sierra, se enamoró de aquellos mismos paisajes que luego reflejó en sus cuadros…
El hilo de Ariadna que nos guía en este laberinto tiene visos de no acabar nunca y la sierra se nos termina. En el puerto de Tornavacas, en la cabecera del Valle del Jerte, concluye el Macizo Central de Gredos y empiezan las sierras de su parte occidental, bajo el nombre genérico de Sierras de Béjar, ya en tierras de Salamanca
y Cáceres. Por Tornavacas pasó el emperador Carlos I de España y V de Alemania, el hombre más poderoso de su tiempo, camino de Yuste, buscando un lugar donde olvidar la gloria y prepararse para morir. Ese lugar tenía que estar en Gredos y cerrar un ciclo que comenzaba en los Toros de Guisando, cuando su abuela,
aquella joven y ambiciosa princesa Isabel, se lanzaba a la conquista de un trono.
Es hora de abandonar esta plaza abierta, esta tumultuosa avenida de los siglos y cerrar por el momento su interminable historia. Cuando el lector lo desee puede volverla a abrir y seguro que hallará nuevas sorpresas. Quedamos en que Gredos es un espacio mágico. Quien conoce la montaña sabe que basta con que ella nos llame y nos pongamos en marcha.