LA FRAGILIDAD DEL BIEN
Una refundación secularizada de la monarquía
El principal fracaso del comienzo de su reinado, Majestad, tiene su origen
en la negación relativa a Dios.
Ha perdido Felipe VI voluntariamente
la gracia -si es que tenía alguna- cuando propone una especie de refundación
secularizada de la monarquía, una comedia semejante a la que, respecto a la
realeza, ofrecían en Francia en el siglo XIX los monárquicos constitucionalistas,
que en su inmensa mayoría eran republicanos de corazón; “una monarquía renovada
para un tiempo nuevo”, la de ateos vergonzantes que prefieren seguir guardando
cerdos antes que regresar a Dios, sin ninguna indigencia religiosa que les haga
añorar un hogar celeste en la tierra, y la de usurpadores del ámbito público
que reconocen la primacía de la moral en la vida política pero no el fundamento
de la moral en la tradición cristiana.
Dice Felipe VI, en su Mensaje con
motivo de su proclamación como nuevo Rey de España, que nuestra historia nos
enseña que “los grandes avances de España se han producido cuando hemos
evolucionado y nos hemos adaptado a la realidad de cada tiempo”, mirando más
allá de nosotros mismos, compartiendo “una visión renovada de nuestros
intereses y objetivos comunes”.
Pero conocer el espíritu del
tiempo para convertirse a él significa buscar sus causas a mayor profundidad
que la de situar, como hace Su Majestad, el bienestar de España en “el
conocimiento, la cultura y la educación”. No podemos contentarnos con mirar las
apariencias exteriores para conocer el espíritu del tiempo, sino ir a las
raíces que, como siempre en la historia del espíritu, pertenecen al estrato
religioso que el Rey de España se obstina con gran error en ignorar. Porque el
principal fracaso del comienzo de su reinado, Majestad, tiene su origen en la
negación relativa a Dios, que es tanto -según observara C. S. Lewis-
como la abolición del propio hombre.
La monarquía, como viene siendo
habitual en las democracias modernas, reniega del Evangelio y del cristianismo
en nombre de la libertad, traicionando las raíces evangélicas de la democracia.
¿No irá Felipe VI más allá de la aconfesionalidad del Estado cuando se niega,
sin demasiada resistencia de las diversas instituciones y asociaciones de la
nación, a reconocer públicamente la profunda tradición católica de los
españoles?
Cuando el hombre no necesita a
Dios se consagra a lo puramente material, a creer que el patrimonio de una
nación es sólo conquista de libertades públicas y derechos sociales, con
el deber añadido de “impulsar las nuevas tecnologías, la ciencia y la
investigación” como las “verdaderas encargadas de crear riqueza”, olvidando la
comunidad de vínculos universalmente religiosos que constituyen los primeros
lazos sociales y las mayores reservas de sentido en la vida colectiva de los
pueblos.
Necesitar sólo las bendiciones de
un “humanismo ético que elimine discriminaciones, afiance el papel de la mujer
y promueva la paz”, es tanto como privar al hombre de su enlace vertical,
refundar la monarquía expulsando de ella la presencia de la Cruz, para reducir
el bien humano a lo meramente temporal. Necesitar sólo la bendición del
progreso es reconocer una religión social -porque il faut un Dieu pour
le peuple, como dirá Voltaire-, pero destruir la visión
tradicional cristiana de la historia, corrompiendo todo con el ridículo de
querer renovarlo todo.
Abolir la religión del escenario
público es el mayor de los ridículos de un Jefe de Estado, el más peligroso de
los dogmatismos creados al comienzo de su reinado. Alejar a Dios de la vida de
los ciudadanos y desplazar el mundo religioso del centro de la vida social,
cultural y política, es tanto como abrir un proceso contra Dios desatando al
Estado completamente de la tradición cristiana, para terminar por originar un
evidente conflicto: el choque entre la fidelidad al credo católico heredado y
la intención constitucional y también monárquica de extirpar esas creencias con
la indiferencia, la desacralización y la expulsión del Dios de los cristianos
del foro público.
Comienza así a sembrar la
monarquía un Estado autosuficiente, encargada de doblar las campanas a un Dios
moribundo que hace vigente el aforismo del “hombre loco”, de Nietzsche,
cuando pinta el extravío del hombre que ha roto los vínculos con Dios y con el
mundo religioso, estando ya felizmente abatidos. Nos harán incluso llegar a
pensar que creer en Dios es señal del cobardía y falsedad,mauvaise foi de
un yo que es incapaz de hacerse cargo de su propia libertad, como sentenciaraSartre.
Felipe VI ha emprendido, lo
quiera o no, una revolución silenciosa, una apostasía tácita contra la fe, la
suficiencia de quien pretende que el pueblo viva sin valores vinculantes
trascendentes, de disipar las raíces cristianas y el Credo católico de España.
Este silencio de Dios nos llevará a una religiosidad simplemente religiosa, sin
contacto con la vida inmediata, irreconocible y reducida a doctrina y práctica
puramente religiosa, sin más valor que proporcionar solemnidad al nacimiento,
las bodas y la muerte. La indiferencia y negación pública sobre el Nombre de
Dios por parte de Felipe VI al no pronunciarse en su proclamación como Rey
sobre la importancia del hecho religioso en la vida de los pueblos, contribuirá
a que Dios no tenga otro valor, como señalara Rilke, que el de una
“dirección para el amor”. Lo dirá también con agudeza Ratzinger:
“Cuando no se entiende que el hombre se encuentra en un estado de enajenación
que no es solo económico y social, sino tal que no puede remediarla con sus
propios esfuerzos tampoco es ya posible comprender que necesite a Cristo
Salvador”.
Se inmola, Majestad, pero no en
el altar del bien y de la verdad, sino en el altar del orgullo, donde de
oferente y servidor se ve tornado en creador y dueño de sí mismo, en un error
que se resuelve en la herejía contemporánea de negar a Dios para dejarlo atado
a su cielo como Encélado a su roca, desprovisto ya el hombre de amor a lo alto
y sólo ocupado en un reinado donde de los altares olvidados han hecho su morada
los demonios. ¡Pobre loco!
La Gaceta
21 de junio 2014
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