La hora del nacionalismo
OpiniónTarde o temprano, los velos se nos caerán y veremos con claridad que el actual proyecto de la UE no nos resuelve nuestros problemas, sino todo lo contrario.
Una ola recorre Europa, la ola del nacionalismo. Por primera vez en muchos años, si no décadas, las personas que creen que nacer en un sitio vincula y establece unos lazos sociales más fuertes con quienes están en la misma situación que con los extranjeros, ciudadanos que creen en la nación como un conjunto y un sentido propio, empiezan a tener voz a través de diversas formaciones políticas. Algunas, como Alianza Para Alemania, o la Liga en Italia, con un creciente peso y papel.
La rapidez y fuerza de su irrupción ha sacudido los cimientos de un viejo establishment, instalado plácidamente en el sueño liberal de un mundo en paz, gobernado por instituciones supranacionales, sea la UE a nivel regional, sea la ONU a nivel global. No es de extrañar, el credo comúnmente aceptado tras la Segunda Guerra Mundial en el mundo occidental ha sido que el nacionalismo es la causa de los males mayores de la humanidad, conquistas, enfrentamientos y guerras. Tan dominante se ha hecho ese discurso, que se ha vuelto imposible, al menos en Europa, hablar de las virtudes del nacionalismo. No es el momento de expandirse en ello ahora, pero conviene recordar cosas como que fue el orden de Westfalia, instaurador de la soberanía e independencia de las naciones, lo que puso fin a una sucesión de sucesivas guerras de religión; o que Hitler no era nacionalista, sino un imperialista racista que aspiraba a que Alemania controlara el mundo con su Tercer Reicht; o que si Stalin cedió la revolución permanente por el comunismo en un solo país fue por su propia debilidad y que aún así, el comunismo no dejó de ser un proyecto universalista antinacionalista.
Si en Europa el nacionalismo es un tabú, en España, me temo, es, además, un fenómeno desconocido. Hay países que en su día nacional celebran una derrota militar histórica, como es el caso de Serbia, pero las más de las veces, lo que se ensalza en la fiesta es la independencia nacional, como ocurre el 4 de julio en Estados Unidos, o el nacimiento de una nueva época, como el 14 de julio en Francia. En España el día 12 de octubre, fiesta nacional, se empezó a celebrar a comienzos del siglo XIX, como día de La Raza y evolucionó muy pronto hacia el Día de la Hispanidad. El decreto de 1981 que lo instaura como Fiesta Nacional sigue haciendo mención al carácter de expansión más allá de nuestras fronteras. El día de la Hispanidad era más que la celebración de España o de una gesta histórica de colonización, lo era también de una supuesta comunidad hispánica entre la madre patria y suyas antiguas colonias en América Latina. No es de extrañar habida cuenta de que el franquismo siempre alimentó una retórica imperial y la Iglesia Católica una visión universalista.
Basta contar, para subrayar la falta de sentimiento nacionalista en la España contemporánea, que cuando se preparaba el decreto de la Fiesta Nacional (denominación, dicho sea de paso que compite con las corridas de toros), hubo un grupo de intelectuales constitucionalistas que propusieron cambiar el 12 de octubre por el 6 de diciembre. Como si la actual constitución pudiese suplantar a la nación española o fuera su sentido último. Sus herederos defienden hoy eso que llaman el patriotismo constitucionalista.
En realidad, si hubiese que elegir una fecha para celebrar la nación española no debería ser el de su descubrimiento y conquista de América, sino el de su victoria militar sobre los moros, tras siete siglos de ocupación. Ese día podría fijarse en el 2 de enero, fecha en que se entregó la Alhambra de Granada a las fuerzas de los reyes católicos. No es una broma. Si hay algo que es común a los nacionalismos resurgentes en Europa hoy en día es su rechazo a la emigración musulmana, a quien consideran incompatible con nuestros valores, instituciones y formas de vida. Nada más alineado en términos históricos que con la Reconquista.
Un segundo rasgo del nacionalismo que recorre Europa es su profundo malestar con el proyecto político de la Unión Europea. Algo que a estas alturas debiera estar ya claro entre nosotros, pero para los españoles Europa siempre ha sido un mito dorado y nos resulta difícil destruir nuestros sueños. Particularmente si durante algunos años nos beneficiamos de sus fondos estructurales y de convergencia para construir autopistas, carreteras y redes de trenes como si tuviéramos 75 millones de habitantes en vez de los 45 que somos y que por eso nos cuesta tanto ahora mantener. Pero tarde o temprano, los velos se nos caerán y veremos con claridad que el actual proyecto de la UE no nos resuelve nuestros problemas, sino todo lo contrario.
Un tercer rasgo común también del nacionalismo en Europa es su fuerte sentimiento anti-emigración. Claro en Alemania tras el 2015, y generalizado en Italia. España vuelve a ser diferente aquí. Los españoles no muestran en las encuestas el mismo grado de preocupación o alarma con la emigración. Puede que en parte porque aquí se ha vendido durante años que el grueso de emigrantes provenía de América Latina (esa Hispanidad perdida) y que, con la misma lengua y religión, presentaban menos problemas que los procedentes de otras zonas. Y, sin embargo, todos los estudios sobre criminalidad y costes sociales, desmontan esa visión rosácea. Sólo los chinos contribuyen más con su trabajo que consumen del erario público. Con una población extranjera por encima del 11%, pronto empezaremos a sentir las consecuencias económicas y sociales.
Por último, en nuestro caso, el nacionalismo también cobra un aspecto negativo porque se asocia a los separatistas a fuerzas nacionalistas. Ergo, el nacionalismo que carcome a España no puede ser bueno, por definición. Y, sin embargo, por paradójico que parezca, sólo desde un nacionalismo español podrá derrotarse a las fuerzas disgregadoras. Sin idea de España y del pueblo español, no puede ser existir la nación española. Desgraciadamente sólo unos pocos se atreven a defender esta opción. Los más aspiran a que Europa nos disuelva y fagocite. Por suerte, ese no va a ser el fin de la película.