Ávila desde otras miradas
José Luis Pajares
(Ávila soledad sonora)
Autoexilios y artistas foráneos
Aunque Ávila no se distingue por ser un escaparate de la modernidad en las artes visuales, como ocurre en las grandes urbes, donde una burguesía culta dinamiza las tendencias contemporáneas, este lugar nunca ha dejado de atraer a personajes creativos. Han sido muchos e importantes los artistas, arquitectos o cineastas que han terminado encontrando aquí escenarios y argumentos para sus proyectos personales. Algunos de esos forasteros han acabando tratando este territorio como un espacio propio; tal como nos ocurre también a algunos artistas lugareños cuando salimos fuera y deseamos regresar, para no renunciar a lo que nos pertenece, para volver a donde pertenecemos.
Ese espíritu, aparentemente falto de ambición experimental, propio de una conciencia tranquila que se recrea en la belleza establecida, es el que cautivaba por ejemplo a Jorge Santayana, que venía por Ávila desde el gélido Boston donde se formó intelectualmente. A Santayana no le importaba demasiado el elenco estelar de profesores que componían su prestigioso departamento en Harvard, ni que entre sus alumnos brillasen figuras como T. S. Eliot o futuras mecenas del Cubismo como Gertrude Stein, alma máter de Picasso. Por el contrario, era la sencillez de recursos de este lugar lo que le hacía regresar los veranos, siempre que podía permitírselo. Para él, según cuenta en su primer tomo de memorias Persons and Places, era aquí, más que en cualquier otro lugar de la tierra, donde el filósofo encontraba ese locus standi desde el que contemplar su particular mundo, un mundo que para otros podría ser cuestionado y vetusto, pero que para él era definitivamente eterno.
Goya, que vivió también algunas temporadas estivales entre Piedrahita y Arenas de San Pedro,podría firmar las primeras referencias de las artes modernas por estas tierras. Para muchos de nosotros sus obras son planteamientos definitivamente modernos, nadie discute ya la influencia del aragonés en la contemporaneidad pictórica. De su fácil adaptación da cuenta en las cartas escritas a su amigo Zapater: «...acabo de llegar a Arenas y (estoy) muy cansado del viaje. Su Alteza me ha echo mil amores. He echo un retrato de su Señora y niño y niña, con un aplauso inesperado por haber hido ya otros pintores y no aber acertado a esto… Y (ellos) an sentido tanto que me aya hido que no se podían despedir del sentimiento, y (permitieron irme) con el sentimiento que abía de bolber lo menos todos los años». Al año siguiente, en 1784, efectivamente volvió a Arenas hasta completar 14 obras pintadas allí. Muchas de ellas salieron hacia otros países, de donde no regresarían. Debió verse cómodo el pintor, no sólo por la noble hospitalidad que encontraba en el palacio que Ventura Rodríguez había levantado allí para la Corte, sino también por los paisajes que asomaban por encima de su gloriosa cabeza. Las montañas y estribaciones de Gredos aparecerán después como fondos en varios cuadros y dibujos, señal inequívoca del lugar que ocupaban en su memoria. En el otro palacio de Piedrahita es seguro que pintó también un buen número de obras, aún por determinar. Invitado por la Duquesa de Alba, no le faltaron otras compañías ilustradas, como la del abulense José Somoza.
Para los artistas Ávila simbolizaba intemporalidad, distancia para representar la historia; aquí encontraban resumido lo castellano. Ese consabido «paisaje y paisanaje», del que Unamuno nos habla en sus libros de viajes por estas tierras, se encontraba aquí en cada esquina y tipo del país. Ávila no fue descartada por ninguna visión naturalista, por antagonista que fuese.Los pintores que la retrataban la encontraban colorista o dramática, como Sorolla o Zuloaga; sosegada o desgarradora, al modo de López Mezquita o Solana. En cualquiera de las versiones de Regoyos, Martínez Vázquez, Vázquez Díaz, Beruete, Soria Aedo, Lezcano, Echevarría o Valeriano Bécquer, aparecen visiones sentidas, captadas siempre del natural, sin estereotipos ni clichés deformados. Desde finales del XIX hasta mediados del XX, pocos pintores se resistieron a venir para plantar aquí sus caballetes de campo. Gracias a ellos Ávila fue el más grande estudio bajo el cielo de la pintura costumbrista.
Para algunos esa visión localista solo confirma la vetustez de ciertos artistas españoles de la época, una interpretación acomplejada y falsa. Si realizamos un recorrido por lo que esos mismos temas y escenarios supusieron para otros artistas foráneos, altamente considerados en los textos de arte modernos, si diésemos un somero repaso por Ávila desde otras miradas algunas de esas biografías, veríamos que también esos genios, llegados de lejos, se dejaron seducir por las mismas visiones locales, aun no siendo suya esta ciudad ni haber visto antes nuestros paisajes.
Hasta aquí vino Diego Rivera cuando aún era un joven alumno de la Real Academia de Bellas Artes de Madrid; en1908, dos años antes de que lo hiciese el propio Sorolla. Su larga visita fue posible a través del pintor Eduardo Chicharro, director de la Academia de España Roma y por aquella época profesor de la de San Fernando en Madrid. El maestro regresaba todos los veranos. Con él solía traer a sus alumnos más avanzados con el fin de iniciarles en el aprendizaje de la luz y el paisaje abulenses. El mejicano, entonces un desconocido pupilo, había venido a España para formarse como pintor y más tarde entrar en contacto con la modernidad europea en París.
Rivera escoge, eso sí, su propia temática; espacios y horas inusuales. Pinta «La noche de Ávila», los caminos del Valle Amblés, las humildes casas que pasan inadvertidas al lado de los grandes monumentos. Como haría Solana años más tarde, huye de esa iconografía onumental para fijarse en la sobriedad de lo popular. Lo humilde era para él mas digno, como motivo, que todos los antiguos templos religiosos o las grandes fortalezas medievales que caracterizan la ciudad. Una preferencia temática que es toda una anticipación de la idea revolucionaria y proletaria que acabaría poniendo en práctica en su pintura mural.
André Masson fue otro de esos artistas reconocidamente trasgresores que dibujaron estos silenciosos espacios. Resulta paradójio que uno de los padres del Surrealismo y la pintura automática, tomase Ávila como alegoría contra la guerra en aquel crispado ambiente, precisamente en la época prebélica de la contienda civil.
La aventura ibérica de Masson comenzó antes, en 1933. Un año después iniciará, junto a Rose Maklés, la que más tarde sería su segunda mujer, un viaje que le traerá de nuevo a la ciudad. Gracias a las cartas que el artista escribe a sus amigos sabemos hoy los entresijos de aquellos viajes. A Daniel H. Kahnweiler, su marchante parisino, le relata sus primeros contactos: «Querido Heini: Encantado más allá de toda expectativa, Ávila, Madrid, el frío de Castilla...» En realidad Masson emprendió aquel viaje huyendo de Francia, como un autoexilio voluntario. Acababa de vivir algunas de las más amargas experiencias de su vida; su ruptura con André Breton y el grupo de los surrealistas, la tormentosa separación de su anterior compañera, Paule Vézelay. El pintor busca un lugar lejano donde romper con la rutina y encontrar una independencia renovada. Ávido de compartir la vida con las gentes que encontraba a su paso comenta: «El pueblo español es tan fraternal, tan cercano a las cosas auténticas, que sólo puedo amarlo con todo mi corazón». Al pasar por Ávila escribe: «Aquí la vida es más tranquila, el color de mis cuadros es diferente de los últimos hechos en París.»
Algo más que color encontró Masson en Ávila para desear regresar insistentemente y seguir recordándola. En junio de 1936 cuenta en otra carta su deseo expreso de pintar la ciudad: «…Iba a emprender un pequeño viaje hasta Ávila para hacer allí unas acuarelas y con la esperanza de renovar un poco mi inspiración, pero la Discordia y el furor me cortaron el camino, pero sigo amando España.» Poco después de comenzar la temida Guerra, comenta desolado: «Es un drama tremendo, el mayor que ha conocido España desde la invasión de los franceses de Napoleón». En octubre, a pesar del riesgo que supone, cumple su anhelo y llegade nuevo a Ávila. La retrata de forma tan impaciente que nos recuerda las alocadas salidas que Van Gogh hacía en Arlés en plena tormenta: «Durante ocho días he recorrido la ciudad y el campo, he tomado muchas notas, he dibujado todo lo que he podido, aunque un viento de Dios caía del cielo y me arrancaba el papel… Este viaje me ha dado un nuevo impulso.»
En una de esas obras dibuja una visión espectral: Fantasma de un burro delante de Ávila. La ciudad no es para él un simple motivo, es el escenario de la sinrazón que en esos momentos se estaba apoderando de España. Un esqueleto con la testa de un asno, camina airosamente ante su panorámica, arrastrando en su marcha una larga capa como símbolo de un poder despótico. «Para mí (el asno) representa la muerte», en alusión a las naciones que a partir de entonces pasarán también a ser dirigidas por «monstruos». Altamente simbólica es otra de sus visiones de la ciudad. Desde el cerro de San Mateo, Masson representa una visión sobrenatural, en la que las torres más altas están a punto de tocar el cielo. En medio de una prodigiosa tormenta la muralla es un cascarón a punto de naufragar, entre el oleaje del campo se divisan un par de iglesias, aisladas como botes; la ciudad recuerda aquel Ávila en el que se sucedían los milagros y los santos. Debió pintar esa acuarela en uno de los momentos que describe en estas líneas: «Para descansar, después de un viaje que me ha destrozado las piernas (hasta el hombre más pobre tiene aquí al menos un burro) he pasado una larga semana en Ávila. Ciudad orgullosa que huele a harina y de vez en cuando el viento de la meseta te trae el olor del tomillo y el grito de las cornejas. Santa Teresa vivía en una buena región: nada le sobra, pero ¡que sólido es, Dios mío! Y no puedo evitar pensar en un monje castellano que me decía: Jesús está en los campos, y yo lo creía.»
Una larga lista de artistas extranjeros pasaron también por aquí para llevarse bien pintado este lugar: Raoul Dufy, que pinto copiosamente la capital y los pueblos de la provincia, Robert-Hubert Crommelynck, Carl Wilhelmson, Paul Chavarel, Yves Brayer, W.Collins, Marius Bauer, Paul de Castro, Hubert Denis Etcheverry, Pryce Weedon, Max Kuehne, Marius Bauer, André Lhote, y una genealogía aún más extensa si se mencionasen las pléyades de viajeros y dibujantes que apuntaron sus obras en pequeños cuadernos de campo, más fácilmente portátiles, pero igualmente sugerentes.
A Sorolla y López Mezquita les tocó primero salir de su país, para regresar desde Nueva York. Ambos pintaron Ávila en algún momento de su vida por encargo del promotor norteamericano Archer Huntington. Sorolla, tras unas cuentas idas y venidas, tomó sus monumentos como emblema más característico de Castilla. En el mayor cuadro pintado a lo largo de su vida, se propuso una colosal composición de más de 80 figuras que tituló La fiesta del pan, una alegoría festiva de aquella Castilla que tenía como bandera el trigo y la harina que olía Masson, pero que era también el germen de la España histórica. Dentro de un conjunto de catorce grandes cuadros, que tenían que ocupar más de 300 metros cuadrados, dedicados a las distintas regiones de España, eligió comenzar por Castilla. El encargo debería haber sido un mural para cualquier otro pintor, pero él, que jamás había intentado otro modo de pintar, lo hizo de única forma que sabía, al óleo. Como preparación, Sorolla tomó del natural varias vistas de la ciudad. Incluyó, claro está, su muralla, pero acabó poniendo una desconocida fuente de las afueras como principal motivo ornamental de la gigantesca obra. Esta ciudad le aportaba más fácilmente lo que quería encontrar y no hallaba en otros lugares; pero a pesar de esa sintonía el cuadro le costó demasiados esfuerzos. Se trataba de un lienzo de casi catorce metros de largo por tres y medio de alto: «Llevo seis meses seguidos pintando el panel Castilla y estoy un poquitín cansado», se lamenta el artista. Estaba al final de su vida y las fuerzas no le respondían al esfuerzo que requería aquel monumental encargo. En otra carta cuenta: «He pintado todo el día y no estoy contento del trabajo (…) no sé lo que pasa aquí (…) pero atrae la severidad (…) estoy menos animado a continuar en Ávila, me fastidia lo castellano, es demasiado bárbaro». Las fuerzas y la vida se le acabaron nada más terminar la serie, que no llegaría a ver instalada en la sede de la Hispanic Society de Nueva York, al norte de Manhattan.
López Mezquita, sucedió a Sorolla en esa misma institución; sin embargo, él no necesito viajar tan afanosamente como su antecesor para encontrar sus modelos. Aprendida tal vez la lección del maestro, decidió levantar su estudio aquí mismo, a pocos metros de las murallas. De ese modo no necesitaba ir más allá de su puerta. Frente a la casa-estudio tenía los antiguos mercados, veía pasar delante a las gentes vestidas al uso y oficio y también tenía al lado las iglesias donde pasaban a rezar las fervorosas paisanas. Todo lo que necesitaba estaba al otro lado de su tapia. Aquí regresaba desde Nueva York los veranos, pasando largas temporadas al final de su vida. En ocasiones solían venir con él otros artistas o escritores, como José Francés, que aprovechaba la invitación para terminar escribiendo Como los pájaros de bronce, una novela censurada, ambientada en la ciudad e inspirada en los cuadros de su amigo.Tal vez la vista de la muralla atraía al artista granadino como una reminiscencia de su Alhambra natal, o simplemente Ávila estaba más cerca de Madrid, donde personajes ilustres, políticos y toreros le encargaban la mayoría de sus retratos. Lo cierto es que hasta pocos días antes de su muerte persistió trabajando en ese estudio. Intentó hasta el final de sus días cumplir el sueño de levantar un museo que contase, a través de sus pinturas, la prodigiosa vida de Teresa de Jesús, para mayor gloria de la Santa abulense y de su ciudad. No lo consiguió. Tras la desaparición de su estudio, una exposición, fugazmente itinerante, es todo lo que hemos visto pasar de la obra del pintor granadino.
Entre las voces latentes que complementaron a los artistas venidos de Europa, pero acabaron quedándose, Guido Caprotti da Monza es el principal ejemplo. Es sorprendente que procediendo de un país como Italia, donde la belleza hace padecer a cada paso el síndrome de Stendhal, un italiano recalase definitivamente en esta austera y casi abandonada ciudad. El encuentro se produjo una noche nevada en la que su tren no tuvo más remedio que hacer una parada forzosa en esta estación, para él desconocida hasta entonces. La cercana luna llena y la heladora oscuridad, en contra de lo que le sucedía a la mayoría de forasteros, le cautivó desde el primer momento. A partir de aquella primera noche mágica encontró su particular filón, aportando una visión románticamente italiana a las leyendas populares o a las calles menos transitadas, muchas veces pintadas en aquellas mismas noches que asombraron a Rivera. Su fe en este lugar le llevó a rehabilitar uno de sus abandonados palacios renacentistas para convertirlo en casa y estudio, enriqueciéndolo con obras y tesoros hasta su muerte. Prefirió ser enterrado en su ciudad adoptiva, antes que en la Italia que seguía amando.
Zuloaga usó la misma panorámica de fondo para pintar todos sus personajes abulenses. Desde el calvario de los Cuatro Postes da idéntica dignidad al enano Pedro el botero, que al escritor Enrique Larreta, que al mismísimo Jesucristo, que como otro abulense más le hace acompañar en su agonía de lugareños reconocibles. Como buen vasco humaniza a todos por igual, pero escoge esta ciudad santa como el lugar más próximo al cielo. Una visión semejante a la que comparte Gutiérrez Solana. Los devastadores prostíbulos o los lúgubres ambientes que elige en otras ciudades, los cambia Solana en Ávila por atroces procesiones y autoflagelados disciplinantes, sus crucificados son masacrados como si se tratase de una película de Mel Gibson. Solana, sin embargo, se da perfecta cuenta de dónde está, en la cuna de la espiritualidad española, pero no renuncia por ello a la misma visión pesimista que da a todos los lugares mortales; es una oscuridad mortificante, propia de la España Negra, a la que el madrileño jamás renunció.
Por sus películas Orson Welles podría haber sido otro de estos artistas españoles amantes del negro. Tras ser denostado por la industria cinematográfica de su país, se alió en España con el productor Emiliano Piedra para rodar Campanadas a medianoche, una película sobre un texto de Shakespeare, basada en el personaje de Sir John Falstaff. Welles encontró en Ávila los espacios idóneos para rodar algunas escenas. El film es uno de sus más bellos trabajos, a pesar de todas las dificultades personales que arrastraba entonces. Desde hacía tiempo el genio caminaba con una muleta, padecía un trastorno hepático que le obligaba a guardar reposo y los rumores sobre su forma de vida no cesaban. Haciendo de actor y director, y dado el escaso presupuesto, su intuición para seleccionar ángulos y escenarios seguía siéndole fiel. Para los momentos clave le atraen los entornos de San Vicente. Rueda aquí escenas nocturnas en las que se le ve exhalar su aliento sobre la fría noche abulense, mientras su voz, ronca y severa, diserta sobre la humana condición. Welles consideraba esta película como uno de sus mejores trabajos: «Si quisiera entrar en el cielo sobre la base de una película, esta es la que yo había de ofrecer». Años más tarde, en el enigmático documental Fraude, su alter ego nos deja oír en of íntimas reflexiones sobre el engaño que acompaña, en ocasiones, al mercado del arte moderno. Ya al final, en uno de los pocos momentos en que se sincera consigo mismo, explica por qué admira los bellos monumentos antiguos: «Han estado aquí durante siglos. Quizá la mayor obra del arte occidental, y no tiene firma. La celebración de la Gloria de Dios que dignifica al hombre, desnudo, pobre, miserable. Ya no hay celebraciones. El nuestro, nos dicen los científicos, es un mundo desechable. Quizá sea esta la gloria anónima entre todas las demás cosas, este rico bosque de piedra, este canto épico, este gozo, este grandioso canto de afirmación, lo que elijamos cuando nuestras ciudades sean sólo polvo, y que, permaneciendo intacto, indique dónde estuvimos y muestre adónde llegamos».
La ciudad también llamó la atención de algunos arquitectos. Louis I. Kahn, aunque nacido en Estonia, marchó en seguida a Norteamérica, donde compatibilizó sus tareas de diseño con la docencia en la universidad de Yale. Kahn comenzó a darse a conocer en el panorama internacional a finales de los cincuenta, tras la desaparición de Frank Lloyd Wright. En uno de sus viajes a España realiza un dibujo de Ávila, seguramente durante una excursión que emprende por Madrid y Salamanca a principios de los sesenta. Es un sencillo apunte del natural a modo de skyline, en el que añade debajo un breve pero aclaratorio texto sobre la visión que contempla desde las afueras. Para él la ciudad amurallada es una solución sencilla para acomodar a la sociedad y a sus instituciones. No realiza el dibujo para recrearse en la tópica panorámica de postal. La reflexión la hace desde credos geométricos y sociales, encontrando razones prácticas en su diseño. Influenciado por la antigua arquitectura, el modo de construir de Kahn se distingue por sus grandes volúmenes. En contra de lo que buscaban otros arquitectos de su época, construye edificios sobriamente asentados. Pionero en cuestionar el estilo Internacional, defendió el ideal de recuperar formas y evocaciones del pasado. No tiene reparos en declarar la atracción formal que le inspiran las antiguas construcciones, incluidas las de la Edad Media. Es lógico que al encontrarse con esta rocosa y compacta ciudad, lejos de resultarle ajena o anticuada, la alabe sinceramente, haciendo observar su racionalidad y belleza.
Benjamín Palencia, natural de la austera Albacete, vino a instalarse cerca de Villafranca de la Sierra, en la fértil vertiente norte de la Sierra de Gredos. Cuando le preguntaban de dónde salían aquellos campos encendidos que pintaba, contestaba: «Tengo el estudio en el mismo paisaje, frente a mi casa». Aunque algunos no le creyeran del todo, era de esos cielos y praderas de donde tomaba los violetas, los verdes o los amarillos extremos que aparecen en sus cuadros. Tras fundar la Escuela de Vallecas junto con Alberto Sánchez y otros artistas, el grupo redacta aquel manifiesto que se proponía renovar el panorama artístico español y que apoyaron talentos como Manuel de Falla, Vázquez Díaz o García Lorca. Palencia sustituirá a partir de entonces los métodos y la figura clásicos, por la expresividad con el color más extremo. En otros momentos su empeño por la experimentación le hará emplear elementos fuera de la pintura, materias pobres que recoge del propio suelo que pinta, tierras, pajas o semillas, para someterlos a los mismos procesos que sufren en la naturaleza: la erosión o el fuego que los arrasa hasta convertirlos en rastrojos. En esa etapa experimental juega hasta con el humo, pero con ello no hace sino volver a sus orígenes, a su etapa juvenil, cuando no podía disponer de pinturas ni materiales apropiados y recolectaba cartones o maderas como lienzo, «cuando me valía todo», dice. Para describir sus cuadros habla de lo que ve con sus ojos: «Esas tierras rojas, y las aguas del río que van ya recogiendo el reflejo, que van tomando la coloración de la montaña del fondo, ¡una maravilla!»
Luchó Benjamín Palencia por contribuir al desarrollo de las vanguardias desde dentro de España, sin desvincularlas de lo más propio: «He querido abrir un camino nuevo a la pintura y he dado una nueva concepción del color y del paisaje español, de acuerdo con la pintura del mundo». En este empeño encomiable encontró el apoyo de Eugenio D’Ors, Juan Ramón Jiménez, Lorca, Dalí o Buñuel. Sus planteamientos renovadores le permitieron llevar su obra hasta la Bienal de Venecia, realizando múltiples exposiciones internacionales. Sin embargo, todo esto no le hizo replantearse nunca emigrar o trasladarse a otro lugar, donde seguramente hubiese encontrado mayor reconocimiento. Aquí trabajó la mayor parte de su vida, que se prolongó hasta los 85 años, dejando una extensa obra que, en parte, quiso donar a los abulenses, creando una fundación para su difusión y conservación. Lamentablemente,como pasó con el legado de otros artistas que tuvieron la misma intención, su colección personal acabó por salir hacia otro lugar donde, ya muerto, apreciaron mejor su talento creativo.
Agustín Ibarrola ha sido el último gran artista foráneo en instalar su obra y su proyecto personal en Ávila.Lo está haciendo sobre un soporte inamovible, los grandes roquedales que caracterizan el paisaje abulense. Abrazado a su nuevo destino, el que fuera fundador en París del Equipo 57, ataca ahora con su pintura colorista y simbólica los grandes berrocales sembrados entre encinas del valle Amblés. «Unas rocas», dice, «en las que cada mota es como un universo que marca las ideas de mi pintura (...) cada piedra es de una forma diferente a las demás y ofrece unas grietas muy particulares, que son líneas con enormes posibilidades para crear conceptos espaciales nuevos».
Conocido por sus coloristas intervenciones al aire libre, se ha enamorado ahora «de la luz de estos lugares que cambia tanto a lo largo del día, de la arenisca que cae del granito, del pasado celta de estos montes, de la historia de miles de años que albergan». Acogido en este autoexilio por el galerista y mecenas Alfredo Melgar en su finca de Garoza, la determinación del artista vasco le está llevando a intentar, a sus ochenta años, el sueño de promoveruna fundación y un museo que acojan su obra, y sirvan además para reivindicar los valores humanos por los que ha sido perseguido en tantas ocasiones.
Andy Warhol, el controvertido artista que hizo que el arte llegase a todo el mundo, estuvo siempre rodeado de una corte de creadores entusiastas. Lou Reed, Dylan, Mick Jagger, Lennon, John Cale, todos acudían regularmente por su Factory en la 5ª planta del 231 de la 47. Allí había sitio para grandes cantidades de Sopa Campbell, pero también para relajados encuentros sociales, interminables fiestas y momentos desenfadados. ¿Quien no recuerda la famosa serie de fotografías en las que Andy aparece transformado de mujer fatal? En realidad, el autor y el causante de que Warhol se disfrazase para esas instantáneas fue Christopher Makos, un joven provocador, a quien el propio Warhol definió como el fotógrafo más moderno de América. Fue Makos también quien le descubrirá más tarde otros jóvenes talentos, como Jean-Michel Basquiat o Keit Harring.
Makos, siguiendo los buenos consejos de su mentor, se trasladó a París para aprender del mítico Man Ray, comenzando también a cogerle gusto a la forma de vivir entre Europa y Nueva York. A partir de los 80, coincidiendo con la exposición de Warhol en la galería Fernando Vijande, conoce la Movida madrileña, y a partir de entonces se acerca cada vez más a España, donde encuentra esa efervescencia vanguardista que persigue allá por donde pasa. En compañía de nuevos amigos españoles visita algunas ciudades, interesándose por captar retratos de conocidos personajes como Nacho Duato o Almodóvar, pero también escenas cotidianas y paisajes que le ayudan a tener una mirada más completa de lo que descubre. En uno de esos recorridos se acerca hasta Ávila de la mano de sus amigos Manolo Cáceres y José Luis Soldevilla, renovadores artistas de un Pop desenfadado, que disponen de un asombroso estudio a las afueras. Le guían por la ciudad en cada nueva visita, y en uno de esos recorridos José Luis le conduce inesperadamente hasta una antigua iglesia vacía de las afueras. «Allí»,cuenta, «descubrí algo que me resultó sorprendente. Un artista había realizado una instalación multimedia que hacía que algunas de las sofisticadas galerías de Nueva York parecieran ingenuas. Por toda la iglesia había proyecciones de imágenes, casi contrarias al escenario que ocupaban. Una vez más los españoles me habían sorprendido de un modo al que los neoyorquinos jamás se acercaron siquiera». Las fotografías que Makos realiza de Ávila van desde los cubos de la muralla, que él toma deliberadamente inclinados, hasta los desconocidos paisajes del río Chico. Imágenes que formaron parte en 2001 de su exposición Una visión Americana de la Cultura Española en el IVAM de Valencia. Esta particular visión de Ávila viajó posteriormente a otras salas y museos del mundo.
Muy alejado de agitaciones mediáticas, Feliciano Hernández podría ser considerado un abulense nativo por haber venido al mundo en Gallegos de Altamiro, cercano a la capital. Sin embargo, como en el caso de Santayana, su familia se trasladó pronto a otro lugar con más posibilidades para educarlo, en su caso a la localidad madrileña de Navalcarnero, donde actualmente continúa desarrollando su actividad artística y personal. Su relación con Ávila no es directa, pero no por ello olvida sus orígenes. En realidad Feliciano mantiene una vinculación fraternal con todos aquellos lugares que le aporten sensaciones estimulantes: «Cuando me encuentro en una gran plaza y me siento a gusto es porque este lugar es hermoso. Yo desearía establecer una comunicación, con una concepción nueva y actual, en ese momento de felicidad que uno experimenta en una plaza italiana o en cualquier rincón castellano». El escultor, claro está, habla y concibe espacialmente, también cuando viaja, haciendo de cada nuevo descubrimiento un aprendizaje.
La arquitectura está siempre presente en la obra de Feliciano. Admira los monumentos de la antigüedad y, del mismo modo que lo hacía Kahn, siente también especial predilección por el Románico, un estilo de formas geométricas puras, cuyos volúmenes recuerdan en ocasiones a los módulos que emplea. Si aislamos esos elementos, veremos esa geometría austera, pero vanguardista, que se basa en lo más difícil de lograr, la sencillez.En busca de una constante investigación, su obra, aunque conceptualmente constructivista, no corta la relación con las influencias del pasado o los materiales nobles. En los orígenes de su vocación están las antiguas forjas de hierro, que con la piedra y la madera son los materiales que con más constancia aparecen en su obra, sin descartar el pino viejo que redime de antiguas vigas. Sin embargo, lo que verdaderamente da carácter personal a su obra, lo que la hace fácilmente reconocible, son sus planteamientos dinámicos. El mérito de Feliciano consiste en trasformar la pesadez en ligereza, en elevar el hierro o la piedra a otra categoría nueva. En sus manos estos materiales parecen ingrávidos; sin embargo, la materia nunca oculta su peso. Se necesita ser muy osado y muy cabal para transitar por el espacio con ese equipaje, mover piedras en suelo es arduo, subirlas al vacío requiere un temple de acero, como los cables que suelen sujetarlas. Por medio de esas cuerdas sus piezas se balancean en el aire, pero nunca pierden de vista la gravedad que las atrae. Las composiciones modulares se acoplan en un equilibrio arriesgado, en un desorden calculado. Un punto de apoyo sostiene a veces todo el conjunto, en otras es un juego de tensiones entre los hilos que las sustentan desde el cielo y el suelo que reclama lo que es suyo. Calder hacía flotar sus livianas siluetas, pero nos hacía olvidar la tierra, Feliciano no, él nos recuerda el anclaje que todo ha de tener con lo real; cree que se pueden soñar otras formas en el espacio, pero sin perder la conexión con el esfuerzo que supone construirlas.
Referencia de la escultura de vanguardia en el último medio siglo, galardonado en la Bienal de Alejandría, seleccionado en la de Venecia, su currículo internacional no le ha hecho distinto como persona. Como artista,sin embargo, siempre está evolucionado, para él es importante la relación de su obra con el espectador, con el lugar donde va instalada cada pieza. La dimensión pública de su trabajo le ha permitido plantar su obra por toda la geografía nacional. Su último gran proyecto es el parque-museo al aire libre que lleva su nombre en Navalcarnero. Ahora que otros museos como Chillida-Leku están cerrando –esperemos que por poco tiempo–, es un privilegio encontrar este soberbio conjunto de esculturas, definitivamente integradas en ese «lugar hermoso», que él ha elegido para que experimentemos los momentos de felicidad que el arte nos regala.
No es objeto de este artículo enumerar ni mucho menos estudiar a los artistas contemporáneos abulenses, para los que Feliciano nos sirve de puente, hay muchos y buenos, tanto consagrados como nuevos valores. Otro tiempo y otro espacio habrá para hablar de ellos. Sin embargo, es de agradecer que los editores de este libro hayan accedido a mostrar un pequeño ejemplo de su obra, incluyendo reproducciones de algunos de sus trabajos como muestra complementaria. A su buen criterio dejo la selección, que nunca será completa.