Hay que leer a Laje
Toca promocionar a la competencia: Agustín Laje y Nicolás Márquez
publicaron en 2016 El libro negro de la nueva izquierda, un must para
cualquiera que desee entender el trasfondo histórico-filosófico del
feminismo radical y el homosexualismo.
Mi artículo de hoy es quijotesco. Pues publiqué en 2011, en colaboración con Diego Poole, un libro
llamado Nueva izquierda y cristianismo, en el que reflexionábamos sobre las sucesivas mutaciones
del “marxismo cultural” y las razones de su renovada hostilidad hacia la Iglesia. Pero ahora toca
promocionar a la competencia: Agustín Laje y Nicolás Márquez publicaron en 2016
El libro negro de la nueva izquierda, un must para cualquiera que desee entender el trasfondo
histórico-filosófico del feminismo radical y el homosexualismo, elevados en los últimos t
iempos a la categoría de “religión de Estado” (la bandera arcoiris es izada con devoción
en los edificios públicos en los días del Orgullo Gay).
El brillante capítulo que firma Agustín Laje analiza el feminismo radical como uno de los
avatares del postmarxismo. A la altura de los años 60, el feminismo razonable (el de Mary
Wollstonecraft o las sufragistas) se había quedado ya sin nada que reivindicar en Occidente,
una vez alcanzados sus objetivos (voto femenino, igualdad jurídica hombre-mujer, etc.); pero
también el marxismo había perdido a su sujeto revolucionario clásico: los obreros, aburguesados
por el espectacular crecimiento económico de los “treinta gloriosos” (1945-75), no estaban
ya disponibles para “la lucha final”. Marx había escrito en el Manifiesto Comunista que
“los proletarios no tienen nada que perder, salvo sus cadenas”; ahora bien, el “proletario”
de 1968 está orgulloso de su Seiscientos, de su pisito y de que sus hijos estudien en la
Universidad. Hacía falta, pues, encontrar nuevos oprimidos. El sexo femenino era un buen
candidato (como lo serán, también, los homosexuales o las minorías raciales). Había que
convencer a las mujeres de que, aunque ya puedan votar, estudiar, trabajar, etc., siguen siendo
víctimas. Pues están oprimidas por la maternidad, por la familia, por la heterosexualidad, por
el concepto mismo de “mujer” (que será deconstruido por la ideología de género).
Actuall depende del apoyo de lectores como tú para seguir defendiendo la cultura de la vida, la familia y las libertades.Haz un donativo ahora“Es mérito de Laje haber puesto el foco sobre una etapa relativamente inexplorada de la historia de las ideas: las vicisitudes del feminismo y de la revolución sexual en el bloque soviético”
En realidad, el precursor del giro feminista del marxismo había sido el mismísimo Engels de
La familia, la propiedad privada y el Estado (1884), que fabula un comunismo primitivo
matriarcal, vincula la aparición del patriarcado a la de la propiedad privada y equipara la
“dominación de la mujer por el hombre” a la del proletariado por la burguesía. Por tanto,
la revolución socialista liberará a la mujer a la par que a la clase obrera.
Es mérito de Laje haber puesto el foco sobre una etapa relativamente inexplorada de la historia
de las ideas: las vicisitudes del feminismo y de la revolución sexual en el bloque soviético.
Confieso que desconocía, por ejemplo, la figura de Aleksandra Kollontay, quien, en
El comunismo y la familia (1921) propugnó la desaparición de la familia y la asunción
de sus funciones por el Estado totalitario: las mujeres ya no tendrán que ocuparse del trabajo
doméstico (pues existirá un cuerpo especial de limpiadoras estatales dedicadas a esas labores),
de preparar la comida (habrá cantinas públicas), ni de educar niños (para eso están las
guarderías populares). En El amor de tres generaciones, Kollontay completa esa
liberación con la revolución sexual y el comunismo libidinal: “La actividad sexual es una
simple necesidad física. Cambio de amante según mi humor”.
Y estas disquisiciones, explica Laje, no quedaron en fantasías, sino que se materializaron en gran
medida en la URSS de los años 20. Es importante saber que las “liberaciones” de 1968 habían
sido ya ensayadas en la Rusia genocida de Lenin y Stalin: allí hubo aborto legal, “marchas de
la desnudez”, “ligas del amor libre” y hasta proyectos de instalación de cabinas públicas para
tener relaciones sexuales en la calle.
Pero en los años 30 Stalin decretará el final de este Woodstock bolchevique: por ejemplo, el
aborto volverá a ser penalizado a partir de 1936. ¿Qué había ocurrido? Las políticas de liberación
sexual y deconstrucción de la familia –sumadas a las masacres de la Guerra Civil de 1918-21 y
del Holomodor ucraniano de 1932-33- estaban conduciendo a la URSS al colapso demográfico.
En 1934, en Moscú, el 75% de los embarazos terminaban en aborto. Igual que, en 1941, Stalin
redescubrió el patriotismo ruso para galvanizar la resistencia a la invasión nazi, así a mediados
de los 30 redescubrió “la familia soviética” como el nuevo ideal revolucionario que debía
reemplazar al libertinaje de los años 20.
“Hoy ya sabemos que el paraíso socialista no existía. El marxismo cultural ha quedado reducido ahora a la negación pura, la devastación por la devastación, la perversión por la perversión”
Así que los gerontócratas del Soviet Supremo debieron ver cielo abierto cuando, en los 60, se
extendieron por Occidente las mismas ideas disolventes que la URSS había sabido erradicar a
tiempo. No obedeció todo a una conspiración soviética: las Simone de Beauvoir, Betty Friedan,
Kate Millet o Shulamith Firestone (también agudamente analizadas en el libro de Laje y Márquez)
se bastaban para diseñar un nuevo feminismo anti-maternidad, anti-familia y, en sus más
recientes versiones, anti-mujer. Pero el KGB se frotó las manos, y colaboró en cuanto pudo a
la “desmoralización” del enemigo (es decir, a la erosion de su superestructura moral, ideológica
y familiar, precondición imprescindible para el posterior desmontaje de su estructura económica,
como había teorizado ya en los años 20 Antonio Gramsci). Lo explicó en una impagable
entrevista de 1983 Yuri Bezmenov, espía soviético huido a Occidente, que reconoció que el
KGB dedicaba el 85% de su presupuesto a la “lucha cultural”, con notables resultados:
“[La mayoría de los jóvenes occidentales, influidos por un sistema educativo y una cultura
“progresistas” en los 60 y 70] están ya contaminados, están programados para pensar y
reaccionar a ciertos estímulos. No pueden cambiar de opinión aunque les demuestres que el
blanco es blanco y el negro es negro. […] Ni siquiera el camarada Andropov y todos sus
expertos habrían soñado un éxito tan tremendo”.
La destrucción cultural que pusieron en práctica Engels, Gramsci o incluso todavía
Simone de Beauvoir (devota comunista, como su compañero Sartre) tenía un sentido
instrumental y a su manera esperanzado: había que destruir la moral de Occidente
para poder derribar el capitalismo y construir sobre sus ruinas el paraíso socialista.
No se puede hacer una tortilla sin romper los huevos. Pero hoy ya sabemos que el
paraíso socialista no existía. El marxismo cultural ha quedado reducido ahora a la
negación pura, la devastación por la devastación, la perversión por la perversión.
Lean a Laje y Márquez para saber a qué extremos delirantes de nihilismo están llegando
la ideología de género y la teoría queer. Lo más suave es esto de la filósofa Leonor Silvestri:
“No tendremos hijxs [hijos], adoramos la soledad, celebramos e insistimos en la destrucción
de toda relación de pareja, monogamia, uniones sentimentales, hetero-compromisos,
enamoramientos, amor romático o relaciones agazapadas bajo la mierda del amor libre.
Todas establecen territorios y jerarquías de opresión”.