Imagen referencial de embarazo y natalidad. / Pixabay
Imagen referencial de embarazo y natalidad. / Pixabay
Ya se lo ha contado aquí mismo Ana Fuentes, así que no me extenderé con los datos: España no tiene 
hijos. Estábamos muy, muy abajo, y este último año hemos roto alegremente nuestro propio suelo, con 
la tasa de natalidad más baja de nuestra historia.
La pregunta de rigor que veo hacerse en todas partes es: ¿por qué los españoles no tenemos hijos? Pero 
creo que lo entenderemos mucho antes si le damos la vuelta a la pregunta: ¿por qué habríamos de
tenerlos? Que no le engañen los anuncios de pañales: los hijos son un sacrificio. Roban independencia, 
dinero y tiempo, tres cosas que hoy se valoran como nunca.
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Y no, hoy voy a dejarme de explicaciones conspiranoicas… O casi. Porque si es cierto que no estamos
 en la China de Mao y no nos está prohibida la gestación y que en todas partes donde aumenta el nivel 
medio de estudios de la mujer cae automáticamente la natalidad, no puede decirse que al sistema -gobierno, 
medios, mundo académico y empresas- parezca quitarles el sueño este descenso acelerado hacia la
 extinción voluntaria.
Nos dicen que no tengamos hijos. No, en serio, los medios lo hacen, continuamente. Nos dicen que tener hijos es una irresponsabilidad porque el ser humano es el causante del Cambio Climático
Entiéndanme: no hay apenas noticia más importante que esta. Estamos hablando, como digo, de la extinción,
 de un fenómeno gravísimo, muy difícil de revertir, que agrava todos los problemas que se les pueda pasar
 por la cabeza; una España sin niños hoy es, a un plazo previsible, la quiebra del Estado del Bienestar, la 
imposibilidad de pagar las pensiones, el parón definitivo del crecimiento económico, la necesidad de una inmigración tan masiva que anegue por completo nuestra cultura e identidad, la absoluta falta de cohesión 
social, el descenso de la innovación… El fin, en definitiva.
¿Lo entienden? No hay magnitud, no hay dato más alarmante, ni el PIB, ni la inflación, ni la 
criminalidad ni ninguna otra. Y, ahora, pregúntense: ¿Se está debatiendo en el Congreso esta 
alarmante cifra en una sesión de urgencia? ¿Ocupa obsesivamente a los líderes de opinión? ¿Copa
 los titulares de prensa, abre los telediarios, da el tema central a las tertulias, alarma a nuestros 
profesores? ¿Qué hacen nuestros líderes, ya sean políticos, académicos, culturales o económicos?
Se lo diré: nos dicen que no tengamos hijos. No, en serio, los medios lo hacen, continuamente.
 Nos dicen que tener hijos es una irresponsabilidad porque el ser humano es el causante del 
Cambio Climático, fenómeno del que todavía no han sido capaces de dar una sola predicción que 
se haya cumplido.
Quitan a los padres toda autoridad sobre sus hijos, a quienes no pueden disciplinar de ningún modo
 pero de los que deben responder, sobre todo económicamente. No puedes educarles como consideres
 más conveniente, ni siquiera con el enorme esfuerzo económico de enviarles a un colegio privado, 
porque hay un plan de estudios y leyes que obligan, por ejemplo, a que a tu hijo o tu hija se 
le anime a ‘explorar’ su orientación o incluso identidad sexual desde la más tierna infancia.
Los salarios se congelan, especialmente los iniciales, con lo que, aun queriendo, es difícil para una
 pareja joven tener un hijo, no digamos dos o más.
La familia, que es de donde sale el grueso de la humanidad, es ridiculizada, atacada, 
desautorizada y debilitada desde todos los lados. El matrimonio es un contrato mucho más fácil de
 deshacer que el que te vincula al banco con una hipoteca, y el concepto mismo se ha banalizado al 
atribuirlo a tipos de uniones a las que no se parece, histórica o conceptualmente, ni por el forro.
Otro aspecto que nuestras élites alientan con vehemencia es el presentismo, es decir, se nos animan a
 dar solo importancia al aquí y ahora, a que tomemos decisiones en base a lo que vaya a resultar de
 inmediato, y a ignorar el futuro. ¿A quién le importa la posteridad? Eso se traduce en una mentalidad
 infantil, de niño caprichoso, con la que nada de lo que nos rodea, nada de esta riqueza acumulada 
que estamos esquilmando como herederos tarambanas, se hubiera creado jamás.
Luego está el feminismo, naturalmente. Al final, las que decidimos somos las mujeres, y el feminismo 
lleva décadas timándonos. Nos ha convencido de que trabajar para la propia familia por amor es 
denigrante y que hacerlo para una empresa sin rostro ni alma por dinero es el colmo de la dignidad. 
También nos ha animado a posponer todo lo posible el momento de formar una familia -no querrás 
quedarte atrás en tu carrera profesional, ¿no?- y a retrasar aún más la llegada de los hijos, ocultándonos
 los datos más elementales de la fertilidad femenina.
Así es cada vez más frecuente ver exitosas ejecutivas que gastan fortunas en clínicas de fertilidad
 anhelando lo que creían que siempre estaría ahí esperando a que tuvieran el capricho de perseguirlo. 
Preveo una espectacular bonanza económica para los veterinarios y los fabricantes de comida para gatos.
En estas condiciones tan adversas, aun queda una razón para luchar por tener hijos, la fe. 
Pero la descristianización de Occidente, y muy especialmente, de España, avanza a un ritmo aún más
 rápido que la caída de la natalidad. La élite es notoriamente hostil al cristianismo: el Estado es un dios
 celoso que no quiere rivales, las empresas prefieren empleados cuyas escasas o nulas cargas familiares 
les permitan estar siempre disponibles por un sueldo mísero, y la cultura -películas, series, novelas, 
canciones, lecciones académicas- está mñas que dispuesta a poner al servicio de ambos poderes su
 poderoso altavoz.