DE VOLADURAS Y CONSTITUCIONES
por Juan Manuel de Prada
(ABC, 4 de septiembre de 2017)
Acaba de afirmar Rajoy que los separatistas catalanes
pretenden “la voladura de la Constitución”. Pero lo que los separatistas
pretenden, en realidad, es la voladura de la comunidad política; y tal crimen
no habrían podido ni siquiera concebirlo si no lo hubiese amparado la
Constitución. En este rincón de papel y tinta somos contrarios a todas las
constituciones, que son productos contractualistas que conculcan lo que
Chesterton llamaba la “democracia de los muertos”; pero, puestos a salvar alguna
constitución, nos inclinamos –como Julio Camba pedía en estas mismas
páginas—por las constituciones que, en vez de artículos, tengan rayas para
establecer los límites de los atropellos. Y esto, precisamente esto, es lo que
la Constitución de 1978 no tuvo valor de hacer, sacándose de la manga aquel
término desquiciado de “nacionalidades”, tan nocivo para la integridad de
España, y pergeñando un lamentable régimen autonómico sin ningún anclaje en
nuestra tradición política, con el único propósito de sobornar a los
nacionalistas e incluirlos en el llamado “consenso”, que es el lugar de
encuentro de la gente sin principios.
De esta pretensión de “consenso” a toda costa, que hizo de
la Constitución una orgía de la ambigüedad, ya se burlaba cínicamente Gregorio
Peces Barba desde la tribuna parlamentaria: «Desengáñense sus señorías. Todos
sabemos que el problema del Derecho es el problema que está detrás del poder
político y de la interpretación. Si hay un Tribunal Constitucional y una
mayoría proabortista, “todos” permite una ley del aborto; y si hay un Tribunal
Constitucional y una mayoría antiabortista, “todos” impide una ley del aborto».
Y lo mismo que ocurre con el aborto ocurre con las “nacionalidades”. Los
separatistas catalanes, menos cínicos que Peces Barba, han pecado de
impaciencia. Les habría bastado esperar unos pocos años más para contar con una
mayoría y un Tribunal Constitucional favorables al llamado “derecho a decidir”.
Todo lo que en España ha ocurrido con los separatistas es
culpa de una Constitución que, por alcanzar este mefítico “consenso”, albergó
las ambigüedades más inconcebibles. ¿Qué clase de constitución es la que
autoriza que los individuos y las asociaciones políticas puedan atentar contra
la integridad de la comunidad política? ¿Qué clase de Estado puede sobrevivir
cuando aloja en su seno estos caballos de Troya? Como decíamos antes, ninguna
constitución hecha de artículos nos resulta simpática; pero una constitución
que ampara y sufraga a quienes anhelan la destrucción de la comunidad política
nos parece un pitorreo. Todas las naciones que aspiran a su supervivencia
arbitran medidas legales para protegerse contra sus enemigos internos. Así, por
ejemplo, la Ley Fundamental alemana, en su artículo 9, establece que «quedan
prohibidas las asociaciones que se dirigen contra el orden constitucional»; y
luego, en su artículo 21, añade que «son inconstitucionales los partidos que
según sus fines o según el comportamiento de sus afiliados, tiendan a
menospreciar el orden constitucional, o a subvertirlo, o a poner en peligro la
existencia de la República Federal de Alemania». Y la Constitución francesa
establece taxativamente que «ninguna parte del pueblo ni ningún individuo
pueden atribuirse el ejercicio de la soberanía» (art. 3).
Al menos franceses y alemanes, puestos a escribir una
constitución, supieron establecer rayas, para que la zorra no entrara en el
gallinero. Pero con una constitución que admite y agasaja a la zorra en el
gallinero, ¿qué podemos hacer? Tan sólo llorar sobre la leche derramada; que en
eso consiste aplicar el tan cacareado artículo 155.