Tradiciones traicionadas
He leído que en un pueblo riojano se ha celebrado un encierro de... ¡bisontes americanos! Y he sentido mucha lástima por las gentes de ese pueblo riojano, lástima por tantos pueblos españoles que han traicionado sus tradiciones y luego las han suplantado por sucedáneos paródicos y denigrantes, lástima de vivir en un tiempo oprobioso que ha hecho de nosotros pobres lacayos de modas adventicias y efímeras, sometidos al capricho extranjero, a la colonización idiotizante de los mass media y a la tiranía de nuestras propias pulsiones desnortadas, que hoy quieren participar en un encierro de bisontes y mañana tal vez de renos (¡con los mozos disfrazados como el fantoche navideño llamado Santa Claus, oiga!). Escribía Saint-Exupéry que solo una filosofía del arraigo, al vincular al hombre a su familia, a su oficio y a su patria, lo protege contra el abismo del espacio; y que solo la adhesión a unos ritos y tradiciones lo protege contra la erosión del tiempo. Perdido este sentido del arraigo, nos convertimos en zascandiles arrojados al basurero de la historia que organizan encierros de bisontes.
Si los pueblos españoles abandonan sus formas de vida ligadas al cultivo de la tierra y la crianza del ganado, es natural que sus mozos dejen de ver en el toro bravo una fuerza de la naturaleza frente a la cual desean probarse; y el tiempo que antes dedicaban a las faenas agrícolas y ganaderas (que han abandonado gracias al soborno de la Unión Europea) lo dedican ahora a vivir enchufados al televisor, donde de vez en cuando, mientras zapean como zombis lobotomizados, ven una película de Kevin Costner con una estampida de bisontes. Y como su alma guarda todavía una reminiscencia o nostalgia de las tradiciones ancestrales, aunque sea una nostalgia aturdida por el ruido entontecedor de las modas extranjeras y los mass media, esos mozos concebirán, inevitablemente, la delirante idea de organizar un encierro de bisontes, que para entonces les resultarán unos bichos casi tan exóticos como los toros.
El apego a las tradiciones, al crear lazos entre los hombres, forma pueblos fuertes, inexpugnables al saqueo material y moral; y de estos pueblos hondamente vinculados nacen las personalidades más fuertes y diversas. Los pueblos sin tradiciones, en cambio, están abocados a la soledad más hosca, que es la que a la vez que predica el individualismo conduce a la masificación; y de estos pueblos, inermes ante los expolios morales y materiales, solo brotan personalidades flojas y mostrencas, debilitadas por la obsesión de independencia y libertad, que sin embargo acaban haciendo invariablemente las mismas gilipolleces gregarias. Por eso las sociedades sin tradición son, paradójicamente, el paraíso de la estadística: porque allá donde no hay tradiciones (que son el cauce por el que fluye nuestra personal originalidad), el comportamiento de las gentes, aparentemente errático, es sin embargo fácilmente previsible, casi automático. Pero quienes nos desean ver convertidos en masa solitaria, reducida a la esclavitud, no nos arrebatan abruptamente nuestras tradiciones (por temor a que la reminiscencia o nostalgia que anida en nuestras almas nos empuje a la rebelión), sino que se divierten entregándonos sucedáneos paródicos que, a la vez que actúan como placebos de nuestro dolor, a ellos les permiten divertirse cruelmente a nuestra costa, viéndonos cultivar aficiones y hábitos chuscos y estrambóticos.
Nada complace más a quienes nos quieren reducir a masa solitaria que vernos organizar encierros de bisontes, después de que hayamos olvidado la crianza del toro bravo. Nada les complace más que vernos comer (¡relamiéndonos!) una birria ferranadrianesca cocinada con nitrógeno líquido, después de que hayamos olvidado cocinar (¡y hasta saborear!) unas sopas de ajo. Nada les complace más que vernos bailar espasmódicamente con una putilla empastillada a la que no conocemos de nada en una discoteca, después de que nos hayamos olvidado de bailar un chotis con nuestra vecinita en las verbenas. Nada les complace más que vernos cantar en misa canciones guitarreras y oligofrénicas, después de que nos hayamos olvidado del canto litúrgico. Nada les complace más que brindarnos consejo en la elección de novia a través de una agencia de contactos de interné, después de que hayamos renegado del consejo de nuestra madre.
Así nos quieren: despojados de nuestras tradiciones, reducidos a un gurruño humanoide que se revuelca complacido en sus deyecciones, alimentado con sucedáneos paródicos, sórdidos o irrisorios. Convertidos en rebaño, en chusma, en piara a la que, además, cobran por el suministro de sucedáneos.
Si los pueblos españoles abandonan sus formas de vida ligadas al cultivo de la tierra y la crianza del ganado, es natural que sus mozos dejen de ver en el toro bravo una fuerza de la naturaleza frente a la cual desean probarse; y el tiempo que antes dedicaban a las faenas agrícolas y ganaderas (que han abandonado gracias al soborno de la Unión Europea) lo dedican ahora a vivir enchufados al televisor, donde de vez en cuando, mientras zapean como zombis lobotomizados, ven una película de Kevin Costner con una estampida de bisontes. Y como su alma guarda todavía una reminiscencia o nostalgia de las tradiciones ancestrales, aunque sea una nostalgia aturdida por el ruido entontecedor de las modas extranjeras y los mass media, esos mozos concebirán, inevitablemente, la delirante idea de organizar un encierro de bisontes, que para entonces les resultarán unos bichos casi tan exóticos como los toros.
El apego a las tradiciones, al crear lazos entre los hombres, forma pueblos fuertes, inexpugnables al saqueo material y moral; y de estos pueblos hondamente vinculados nacen las personalidades más fuertes y diversas. Los pueblos sin tradiciones, en cambio, están abocados a la soledad más hosca, que es la que a la vez que predica el individualismo conduce a la masificación; y de estos pueblos, inermes ante los expolios morales y materiales, solo brotan personalidades flojas y mostrencas, debilitadas por la obsesión de independencia y libertad, que sin embargo acaban haciendo invariablemente las mismas gilipolleces gregarias. Por eso las sociedades sin tradición son, paradójicamente, el paraíso de la estadística: porque allá donde no hay tradiciones (que son el cauce por el que fluye nuestra personal originalidad), el comportamiento de las gentes, aparentemente errático, es sin embargo fácilmente previsible, casi automático. Pero quienes nos desean ver convertidos en masa solitaria, reducida a la esclavitud, no nos arrebatan abruptamente nuestras tradiciones (por temor a que la reminiscencia o nostalgia que anida en nuestras almas nos empuje a la rebelión), sino que se divierten entregándonos sucedáneos paródicos que, a la vez que actúan como placebos de nuestro dolor, a ellos les permiten divertirse cruelmente a nuestra costa, viéndonos cultivar aficiones y hábitos chuscos y estrambóticos.
Nada complace más a quienes nos quieren reducir a masa solitaria que vernos organizar encierros de bisontes, después de que hayamos olvidado la crianza del toro bravo. Nada les complace más que vernos comer (¡relamiéndonos!) una birria ferranadrianesca cocinada con nitrógeno líquido, después de que hayamos olvidado cocinar (¡y hasta saborear!) unas sopas de ajo. Nada les complace más que vernos bailar espasmódicamente con una putilla empastillada a la que no conocemos de nada en una discoteca, después de que nos hayamos olvidado de bailar un chotis con nuestra vecinita en las verbenas. Nada les complace más que vernos cantar en misa canciones guitarreras y oligofrénicas, después de que nos hayamos olvidado del canto litúrgico. Nada les complace más que brindarnos consejo en la elección de novia a través de una agencia de contactos de interné, después de que hayamos renegado del consejo de nuestra madre.
Así nos quieren: despojados de nuestras tradiciones, reducidos a un gurruño humanoide que se revuelca complacido en sus deyecciones, alimentado con sucedáneos paródicos, sórdidos o irrisorios. Convertidos en rebaño, en chusma, en piara a la que, además, cobran por el suministro de sucedáneos.