¿Qué es ser francés (o español)?
Finkielkraut: “Que la vigilancia a la que nos obliga el pasado no nos incapacite para percibir la novedad irreductible de la situación presente”.
No es ya el caso: Finkielkraut explica cómo, en la actualidad, alumnos de origen magrebí se niegan a estudiar la Ilustración (“Rousseau es contrario a mi religión”), boicotean representaciones de Molière, rechazan como inmoral la novela Madame Bovary… Tres asuntos, de manera especial, se han vuelto tabú en la escuela francesa: la historia de las religiones, el Holocausto y el conflicto israelo-palestino. Y, en barrios de fuerte presencia inmigrante, las profesoras se ven obligadas, si no a llevar velo, sí a prescindir de la falda y otros atuendos considerados impúdicos por la sensibilidad islámica: el cineasta Jean-Paul Lilienfeld dedicó al tema su película La Journée de la jupe (“El día de la falda”).
Se reconoce que la gente sigue necesitando raíces; pero, en el caso de los nuevos franceses, éstas deberán ser las de sus países extraeuropeos de origenExiste un paralelismo, pues, entre la autodenigración nacional española y la francesa. Y no es que nos hayamos convertido en una humanidad post-identitaria: se reconoce que la gente sigue necesitando raíces; pero, en el caso de los nuevos franceses, éstas deberán ser las de sus países extraeuropeos de origen, y, en el de España, las catalanas, vascas o andaluzas, constantemente celebradas y promocionadas (cuando no inventadas) por el poder autonómico. Francia y España renuncian, pues, a una sustancia histórico-cultural propia, para convertirse en recipientes neutros en los que puedan convivir identidades diversas.
¿Exagero? No. El ministro francés de Inmigración, Éric Besson, lo dijo cristalinamente en 2010: “Francia no es un pueblo [sic], ni una lengua, ni un territorio, ni una religión; es un conglomerado de pueblos que quieren vivir juntos. No existen los franceses de pura cepa: sólo existe la Francia del mestizaje”. Cualquier político actual que repitiera lo que dijo De Gaulle en 1960 (“Francia es un pueblo europeo de raza blanca, de cultura greco-latina y religión cristiana”) vería su carrera arruinada, si es que no terminaba en los juzgados. No en vano, el Colectivo Contra la Islamofobia en Francia declaró en 2011 que “nadie tiene derecho a definir qué sea la identidad francesa”.
El respeto a la identidad ajena –regional o inmigrante- se convierte así en la excusa para la autonegación nacional. So capa de evitar toda discriminación, se instituye de hecho una nueva jerarquía: el franco-magrebí o el catalán o vasco tienen derecho a una identidad; el franco-francés de Bourges o el español de Caravaca, no (si Cataluña y Vasconia son naciones, España no lo es, como llegó a afirmar Pujol; y, dado que resulta muy problemático teorizar una nación murciana, los españoles que no seamos catalanes o vascos flotamos apátridas en un extraño vacío interestelar, una tierra de nadie configurada negativamente por sustracción: Restodespaña).
¿Qué causas han llevado a tantos países europeos a esta humildad identitaria? Se trata en parte de una ascesis penitencial: la expiación de supuestas culpas pasadas. En el caso francés, el colonialismo; en el español, las ofensas –en gran parte imaginarias- infligidas a los “pueblos” vasco o catalán. El hecho de que el País Vasco goce desde 1876 de un régimen fiscal privilegiado, o de que se conservase el Derecho foral catalán y se respetase la lengua catalana incluso durante el franquismo, no impide que haya calado en el imaginario colectivo la idea de que España tiene terribles deudas centralistas que saldar. En el caso francés, se olvida que la colonización francesa llevó a media África e Indochina la medicina, la alfabetización y la erradicación de la esclavitud y las guerras tribales.
La Europa post-1945 era como un alcohólico que, tras haber sobrevivido de milagro a la última cirrosis, se juramenta para no volver a tocar el licor identitarioHasta aquí las causas irracionales. Pero Finkielkraut es lúcido al señalar que la inhibición identitaria de los europeos tiene también claves mejor fundamentadas. Se trata del eco del “nunca más” de 1945. El estallido de la Primera Guerra Mundial se había debido a una sobredosis de adrenalina patriótica; el de la Segunda, al revanchismo alemán, capitalizado por una ideología criminal que no era sino nacionalismo llevado a sus últimas consecuencias. La Europa post-1945 era como un alcohólico que, tras haber sobrevivido de milagro a la última cirrosis, se juramenta para no volver a tocar el licor identitario. Que se compromete a no olvidar nunca –con el Arturo Ui brechtiano- que “todavía es fecundo el vientre/ del que surgió la bestia”.
En definitiva, Finkielkraut está desgarrado entre la constatación de la inanidad del europeísmo sin atributos –penitencialmente post-identitario y carente de energía motivacional- que sustituyó al nacionalismo en el último medio siglo, y el temor a que una reactivación nacionalista vuelva a desatar los viejos demonios. Pues la afirmación del “nosotros” se nutre a menudo de la demonización de un “ellos” rival: “Quien dice “interior”, dice muy pronto “exterior”. Quien dice “nosotros”, dice “ellos”. Quien cultiva el calor de lo propio crea por ello mismo un “ahí fuera” inquietante y hostil. La memoria de Auschwitz nos ordena no poner la mano en ese engranaje”.
Pero, antes de caer en una reductio ad Hitlerum de todo nacionalismo, habría que recordar que, si Hitler era nacionalista, también lo eran los Churchill, Roosevelt o De Gaulle que lo derrotaron (aunque se envolvieran a veces en retórica universalista, ¿quién duda de que el verdadero resorte motivacional del viejo león –“we shall defend our island whatever the cost may be”- o del general desgarbado era la supervivencia británica o francesa?). Y que, si es cierto que cabe apuntar en el “debe” del nacionalismo las hecatombes de 1914-18 y 1939-45, también habría que computar en su haber los enormes progresos del siglo anterior: entre 1815 y 1914 –la era del nacionalismo- Europa conoció una etapa de muy pocas guerras, grandes avances en la libertad, democratización, rápido desarrollo económico y tecnológico, pujanza demográfica y familias fuertes.
Y, pasando a la actualidad, los países que están saliendo exitosamente de la crisis con recetas de libre mercado (Irlanda o los bálticos), y también los que se han resistido a la inmigración incontrolada y a la ideología de género (Hungría), y/o han restringido severamente el aborto (Polonia), y/o han rechazado el matrimonio gay (Eslovenia, Croacia), comparten un rasgo común: poseen un fuerte sentido de identidad nacional y están gobernados por partidos nacionalistas en sentido amplio.
Hegel creyó que la humanidad avanzaba mediante un movimiento dialéctico de tesis, antítesis y síntesis. ¿Podría ser que al nacionalismo liberal del XIX (tesis) y al criminógeno del XX (antítesis) les sucediese ahora un nacionalismo ilustrado capaz de superar las contradicciones de los anteriores? Tendría que ser un nacionalismo en el que la afirmación de lo propio no implicase la demonización chauvinista de lo ajeno (históricamente, por ejemplo, el nacionalismo español ha ido a menudo acompañado de anglofobia y francofobia). En el que el riguroso control de la inmigración fuese compatible con el respeto de los derechos de los extranjeros ya asentados legalmente en nuestro suelo. En el que la recuperación del orgullo nacional no se tradujese en proteccionismo económico y desaparición de los espacios de libre comercio que han contribuido a la prosperidad de todos. Ni en expansionismos como el de Putin en Ucrania.
Sería lo nunca visto. Pero es que la coyuntura a la que nos enfrentamos es también inédita. Por eso concluye Finkielkraut: “Que la vigilancia a la que nos obliga el pasado no nos incapacite para percibir la novedad irreductible de la situación presente”.