El presidente del gobierno Mariano Rajoy
El presidente del gobierno Mariano Rajoy / EFE
En su obra No pienses en un elefante, George Lakoff explicó la importancia del framing en el debate público: las batallas ideológicas las gana, no quien dice la verdad, sino quien consigue enmarcar la discusión en los términos que le convienen. Según Lakoff, debemos desechar el “mito ilustrado” según el cual “basta con explicar los hechos a la gente: como son seres racionales, llegarán entonces a las conclusiones correctas”. Pues las personas no analizan los hechos uno a uno, sino que piensan “en paquetes”: están comprometidas previamente con marcos o estructuras intelectuales generales, e interpretan los hechos en función de su acomodabilidad a ellos. Resulta más económico negar un hecho incómodo que cambiar de marco.

El Gobierno ha activado por fin el artículo 155. El lenguaje utilizado y los objetivos proclamados delatan, sin embargo, la sumisión al marco intelectual del adversario. Se nos dice, por ejemplo, que no se trata de una suspensión de la autonomía, sino de “la restauración del autogobierno catalán”. La utilización de eufemismos denota inseguridad y mala conciencia: por supuesto, la destitución de Puigdemont y todos los consejeros sí implica una (venturosa) suspensión de la autonomía. También se alude al Estatut como las Tablas de la Ley que habrían sido profanadas por los golpistas, al mismo nivel que la Constitución, o incluso por encima de ella. Rajoy pretende competir en catalanismo con Anna Gabriel.

Si de “salvar el autogobierno catalán” se trata, ¿por qué se destituye a una Generalitat libremente elegida por los catalanes?
Al usar ese lenguaje, el Gobierno juega la partida en el campo conceptual de los separatistas, donde su derrota es segura. En efecto, si de “salvar el autogobierno catalán” se trata, ¿por qué se destituye a una Generalitat libremente elegida por los catalanes? ¿Por qué se maniata a un Parlamento surgido de elecciones, en el que los separatistas resultan tener mayoría? En cuanto al Estatut, se trata de un texto descafeinado por los recortes que en su día impuso el Tribunal Constitucional, que violentó así el “autogobierno catalán”.

Se ha dejado a los nacionalistas imponer el marco durante cuarenta años. Un marco que viene a decir: Cataluña es una nación; posee, por tanto, un derecho natural e inalienable de autogobierno, que modula en función de las circunstancias históricas; en 1978 aceptó ejercer ese derecho desde el cauce autonómico ofrecido por el Estado español, pero éste se ha revelado frustrante tras la poda del Tribunal Constitucional al nuevo Estatuto de Autonomía. Hace ya casi treinta años que el Parlament aprobó el siguiente texto: “El Parlamento de Cataluña declara solemnemente que Cataluña forma parte de una realidad nacional diferenciada en el conjunto del Estado (…). Manifiesta que el acatamiento del marco institucional vigente, resultado del proceso de transición desde la dictadura a la democracia, no significa la renuncia del pueblo catalán al derecho a la autodeterminación”. Fue el 12 de diciembre de 1989. El Estado español, como siempre, no reaccionó: escondió la cabeza bajo el ala, diciéndose que todo eso no son más que palabras que se lleva el viento. Pero las ideas tienen consecuencias.
El autogobierno del régimen de 1978 nos ha traído la intoxicación ideológica de media Cataluña
Habría que jugar en otro tablero, con otras reglas. Un tablero en el que la nación no es Cataluña, sino España (y no, ambas no pueden serlo a la vez); en el que, por tanto, el autogobierno catalán ya no es un derecho originario, sagrado, venerable como las Doce Tablas, sino una modalidad contingente y revisable de organización territorial del Estado, más bien excepcional en la España moderna-constitucional, si tomamos 1812 como su acta de nacimiento. Una fórmula cuyos resultados han sido poco halagüeños: el autogobierno catalán en la Segunda República condujo al putsch de Companys en 1934 y a la Barcelona de chekas, iglesias quemadas y guerra civil (anarquista-comunista) dentro de la Guerra Civil de 1936-38; el autogobierno del régimen de 1978 nos ha traído la intoxicación ideológica de media Cataluña, escenas de alienación fanática dignas de los documentales de Leni Riefenstahl y un peligro de ruptura civil inconcebible en una sociedad desarrollada e ilustrada.
Diada de Cataluña
Manifestantes con banderas independentistas de Cataluña celebran en Barcelona la Diada o Fiesta Nacional catalana. (Fotografía: Alberto Estévez / EFE)
Necesitamos un nuevo paradigma y un cambio de ciclo. El pacto PP-C’s-PSOE no apunta bastante alto: se interviene la autonomía como pidiendo perdón y asegurando que todo es provisional y que solo se busca “la vuelta a la normalidad institucional”. ¿Hemos olvidado de qué “normalidad” se trata? Es la normalidad de TV3, de la inmersión lingüística, del adoctrinamiento en las escuelas, del acoso al disidente. Se apuesta por las elecciones autonómicas como la varita mágica que nos permitirá escapar del marasmo. Pero de esas elecciones también saldrá más de lo mismo: probable nueva victoria del bloque separatista, a juzgar por los últimos sondeos; o, con suerte, victoria raspada de un ingobernable bloque “no separatista” cuya viga maestra será un fuerte grupo parlamentario del avatar catalán de Podemos. La dramática intervención correctiva del Estado habría servido al final para dejar a Ada Colau como árbitro de la nueva situación.

Un Gobierno con visión histórica de largo plazo aprovecharía la circunstancia excepcional para cambiar de tablero. Dispone para ello de su mayoría absoluta en el Senado y del apoyo del Rey y el pueblo español, que ha llenado los balcones de rojigualdas. Las elecciones -un día de la marmota que nos llevará a un nuevo Parlament separatista y un nuevo órdago rupturista- no son la solución. Son necesarias medidas más ambiciosas como la recuperación de las competencias educativas y de orden público por el Estado, la supresión de los medios de comunicación autonómicos, la eliminación de la inmersión lingüística… No puede hacerse en tres meses: habría que prolongar la suspensión autonómica unos años (previa legitimación mediante elecciones generales, que ganaría de calle un PP con ese programa de máximos). Los separatistas protestarían, pero no más de lo que ya están haciendo: el precio en tensión social y desórdenes está ya descontado. Mejor comprar con él algo que merezca la pena. Y la sangre no llegará al río, porque Trapero no es Patrick Pearse.


Francisco J. Contreras Peláez (Sevilla, 1964) es catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla. Autor de los libros: Derechos sociales: teoría e ideología (1994), Defensa del Estado social (1996), La filosofía de la historia de Johann G. Herder (2004), Savigny y el historicismo jurídico (2004), Tribunal de la razón: El pensamiento jurídico de Kant (2004), Kant y la guerra (2007), Nueva izquierda y cristianismo (2011, con Diego Poole), Liberalismo, catolicismo y ley natural (2013) y La filosofía del Derecho en la historia (2014). Editor de siete libros colectivos; entre ellos, The Threads of Natural Law (2013), Debate sobre el concepto de familia (2013) y ¿Democracia sin religión? (2014, con Martin Kugler). Ha recibido los premios Legaz Lacambra (1999), Diego de Covarrubias (2013) y Hazte Oír (2014).