Cruda realidad/ Macron y la guerra
que no acabó con todas las guerras
La Gran Guerra, en fin, no la provocó el nacionalismo. El nacionalismo fue la
'brillante' idea con la que Wilson pretendió organizar el mapa europeo de posguerra.
Conviene recordar que la IGM dio nacimiento al comunismo, que a punto estuvo de abocarnos a la definitiva guerra mundial.
“El patriotismo es el exacto contrario al nacionalismo”, ha dicho el presidente francés, Emmanuel Macron,
en los actos de conmemoración del centenario del fin de la Primera Guerra Mundial en París.
“El nacionalismo es su traición”.
Todos sabemos cuál es el mensaje de Macron, ya hable con motivo del Día del Armisticio o de la
inauguración de una fábrica de alpargatas: más ‘Europa’, menos Estados. Bueno, de hecho le ‘inventaron’,
sacándole casi de la nada política, exactamente para repetir hasta la saciedad ese mensaje.
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Sin embargo, cualquier historiador mínimamente informado se dará cuenta de lo poco afortunado
del caso. La que entonces se llamó -a falta todavía de sucesora- la Gran Guerra puede ponerse de ejemplo
de muchas cosas terribles, pero no de los efectos perversos del nacionalismo. Lejos de ser el nacionalismo
su causa, podemos asegurar desde la perspectiva de nuestros días que fue su consecuencia.
Al público americano -y Estados Unidos habría de inaugurar su ‘siglo’ precisamente con su limitada
participación en la contienda- se la vendió el presidente Wilson como “la guerra para acabar con todas
las guerras”, lo que no deja de resultar irónico para un conflicto cuya torpísima paz garantizó una
renaudación a no mucho tardar de las hostilidades. No, no acabó con las guerras, y lo curioso es que
variaciones de esa excusa sigan empleándose -y funcionando- para vender un sinfín de guerritas imperiales
hasta nuestros días.
En la vieja Europa las etnias, los pueblos, las religiones y las lenguas están tan mezcladas que resulta imposible trazar fronteras sin caer en injusticias
No acabó con las guerras, pero sí con varios imperios: el ruso, que además se sumió en una horrible
revolución que habría de mantener enfrentado al mundo en dos bloques durante medio siglo y esparcir
un virus ideológico aún muy vivo en Occidente, el alemán, el austrohúngaro, el turco. Todos ellos, y
especialmente los dos últimos, eran exactamente lo contrario de regímenes nacionalistas y tan
multiculturales y plurinacionales como la alabadísima Unión Europea.
La Gran Guerra, en fin, no la provocó el nacionalismo. El nacionalismo fue la ‘brillante’ idea con la
que Wilson pretendió organizar el mapa europeo de posguerra, entrando en el Viejo Continente como
un toro en una cacharrería, bajo la peregrina idea de que cada comunidad étnica tenía que tener su propio
Estado. Pero hace falta ser un utopista americano para pensar que algo así es posible y, de hecho, una vez
iniciada la remodelación se dio cuenta de que en la vieja Europa las etnias, los pueblos, las religiones y
las lenguas están tan mezcladas que resulta imposible trazar fronteras sin caer en injusticias. Así que acabó
favoreciendo a unos y poniéndolo imposible para otros, que esta vez, sentado el principio nacionalista,
tenían ya razones para alimentar irredentismos.
El cadáver del Imperio Otomano lo dividieron de forma aún más absurda en el tratado de Sykes-Picot,
más atentos a los intereses de las potencias occidentales que a crear fronteras mínimamente coherentes.
A los kurdos les dejaron sin país, pese a las promesas, y con el resto prepararon el polvorín en que
se ha convertido Oriente Medio.
Por lo demás, si imperios como el austrohúngaro -en el que convivían alemanes, italianos, eslavos,
magiares, judíos…- guardan cierta similitud, en su carácter supranacional, con esos organismos como
la Unión Europea que tanto gustan a nuestros globalistas, se diferencian de ellos en un aspecto
absolutamente esencial: no pretendían abolir las raíces y la identidad de los pueblos, sino
preservarlas. Austria-Hungría era un Estado básicamente europeo, lejano heredero del Sacro Imperio,
y su identidad no se basaba en unos vagos ‘valores europeos’ que nadie se atreve a concretar hoy sino
en términos negativos y palabras abiertas.
Los grandes Estados que provocaron la contienda no basaban -salvo en el caso francés- su identidad en
una raíz étnica o nacional común, pero tenían perfectamente claro que Europa era un concepto
rebosante de significado histórico, que hundía sus raíces en la vieja Cristiandad medieval y que
no admitía una sustitución demográfica sin perder su esencia y su destino.
La Primera Guerra Mundial fue una absolutamente catástrofe, especialmente lamentable porque n
respondía, como la segunda o la Guerra Fría, a concepciones del mundo incompatibles e irreconciliables.
Y, pese al discurso antinacionalista de Macron, conviene recordar que dio nacimiento a una forma de
internacionalismo, el comunista, que a punto estuvo de abocarnos a la definitiva guerra mundial y que,
de hecho, se tradujo en decenas de guerras menores.
Bien está que Macron y sus adláteres nos adviertan de los peligros del nacionalismo, que sin duda
los tiene, e incluso que pretandan vendernos su mercancía averiada de un megaestado europeo sin
indentidad ni raíces propiciado por un reemplazo demográfico. Pero que utilice otro ejemplo, porque
el de la Primera Guerra Mundial nos enseña un lección muy diferente.