viernes, 24 de mayo de 2013

Memorial de Castilla (Manuel González Herrero)


Memorial de Castilla

Manuel González Herrero

2ª edición aumentada. Segovia 1983

 

CASTILLA COMO IDENTIDAD

 

Castilla es una personalidad colectiva, una identidad histórica y cultural. El pueblo castellano aparece en la historia a partir del siglo IX como un ente nuevo y di­ferenciado, como una nación original, crisol de cánta­bros, vascos y celtíberos, radicada en el cuadrante no­reste de la Península. Este pueblo desarrolla una cul­tura de rasgos peculiares que trae el sello de su espíritu progresivo y renovador: la lengua castellana y un con­junto de instituciones económicas, sociales, jurídicas y políticas de signo popular y democrático, asentadas en la concepción fundamental castellana de que «nadie es más que nadie».

 

Cuando este pueblo consigue realizarse conforme a su propio temperamento y condiciones de vida, durante varios siglos, a nivel incluso de un propio Estado cas­tellano, Castilla da nacimiento a la primera democracia que hay en Europa. Con la absorción de Castilla por la corona llamada castellano-leonesa, germen del Estado español, Castilla pasa a ser sólo una de las partes suje­tas a una estructura global de poder. Este poder no res­ponde a los tradicionales esquemas populares y demo­cráticos castellanos, sino que acusa una vocación impe­rial y señorializante.

 

Paulatina pero sistemáticamente se produce la can­celación de las instituciones castellanas y el vaciamien­to de las formas culturales genuinas de este pueblo, aunque el Estado realice paradójicamente este proceso en el nombre de Castilla -falsa Castilla- por haberle secuestrado hasta su propio nombre. Naturalmente, de este proceso no es responsable el pueblo leonés, pri­mera víctima de las estructuras señoriales que le ha­bían sido impuestas y que se corrieron a Castilla y su­cesivamente a los demás pueblos que se fueron incor­porando al Estado español.

 

Por supuesto que la historia posterior a la absorción del reino castellano, hasta la más reciente, es también historia de Castilla; pero con la diferencia de que el pueblo castellano no ha sido ya protagonista sino súb­dito.

 

La autonomía, es decir la implantación en nuestra tierra de instituciones administrativas y políticas pro­pias, descentralizadas del aparato del Estado, es un objetivo que los castellanos podemos, debemos y nece­sitamos alcanzar. Ahora se nos ofrece la oportunidad histórica de rescatar a Castilla, la Castilla auténtica -pueblo oprimido por el centralismo y que no ha sojuzgado a nadie-, devolverle su verdadero rostro y asegurar a su pueblo la utilización de todos sus recur­sos, el desarrollo de su cultura y de sus tradiciones, el resurgimiento económico y vital, y el disfrute efectivo de las libertades individuales y colectivas, acercando el poder al hombre, a los cuerpos sociales, a los municipios, a las comarcas y a la Región.

 

Pero, para alcanzar esa meta, es preciso recorrer un cierto camino. No parece válido que, por prisa, im­paciencia o mimetismo, nos dediquemos de entrada a postular estatutos de autonomía o nos afanemos por esa invención llamada preautonomía, espejuelo carente sin duda de seriedad y contenido real. Aunque estos es­fuerzos sean respetables y hechos de buena fe, dado el estado de la región en la que no existe todavía un grado de conciencia mínimamente suficiente, pueden ser en realidad artificiosos y prematuros y a la larga perju­diciales por la desilusión popular que el previsible fra­caso de una autonomía inauténtica ha de conllevar.

 

Por ello más bien parece que lo que ante todo se necesita es trabajar para que el pueblo castellano re­cupere la conciencia de su personalidad colectiva; para que ese sentimiento soterrado que tiene de que es cas­tellano, aflore al plano lúcido de la conciencia y sepa y sienta que nosotros somos también un pueblo, una personalidad histórica y cultural, una comunidad hu­mana definida. En seguida vendrá, por la propia natu­raleza de las cosas, la afirmación y el consenso mayori­tario de este pueblo para reinvindicar su autonomía y asumir las capacidades políticas necesarias para ejercer el protagonismo y responsabilidad de sus propios asun­tos, en constante y fraterna relación con todos los pue­blos de España. La autonomía, o será el resultado de la conciencia de identidad del pueblo o no será sino un artificio político para distraer su atención de los verda­deros problemas que le afligen.

¿Cuál es la tarea y cuáles son los objetivos que tene­mos pendientes?.

 

 

Trabajo constante orientado a la renovación cultu­ral del pueblo castellano de cara al reencuentro con su propia identidad colectiva; profundización en la cul­tura castellana; defensa y promoción de todos los va­lores e intereses de la Región y, particularmente, por su injusta marginación, los de la población campe­sina; democratización efectiva de la vida local; descen­tralización autonómica de los municipios; instituciona­lización de las comarcas por integración libre de pobla­ciones de mayor afinidad, y equipamiento moderno y completo de las cabeceras comarcales rurales. En una palabra, sacar a la Región del subdesarrollo en que está sumida. He aquí la tarea, larga, difícil y a desarro­llar de abajo a arriba, que nos conducirá al renacimiento de Castilla.

 

En este gran quehacer de restablecer nuestra comu­nidad regional, se debe hacer lo posible para que no incidan, haciendo inviable la empresa, los' problemas ajenos a la Región en cuanto tal, es decir las cues­tiones o tensiones de la política a nivel del Estado español. Quiere decirse que, ante la extrema gravedad de nuestra decadencia presente, para restaurar la Región --«área de vida en común»- deberemos esforzarnos para preservar y desarrollar el sentido solidario y co­munitario del pueblo en su conjunto, relegando todo planteamiento de facción. Porque, en una palabra, ne­cesitamos un ideal común: el resurgimiento cultural, cívico y económico de nuestra tierra. Este ideal común debe ser asumido por todas las clases y grupos sociales de Castilla, en un pacto regional para la recuperación y progreso de nuestra colectividad.

 

La región es una realidad compleja, hecha de fac­tores geográficos, históricos, antropológicos y cultura­les, y también económicos. Pero no es un hecho eco­nómico. El planteamiento técnico-económico, o tecno­crático, de la región, contemplada como un mero marco más eficiente para la organización de los servicios pú­bicos y de las relaciones de producción, no es sino una variante del centralismo político y administrativo y nada tiene que ver con una concepción humanista y progresista del hecho regional, entendido como ámbito de vida humana comunitaria, como entorno ecológico y cultural del hombre y vía más efectiva para su libe­ración.

 

La región es básicamente un hecho cultural: una comunidad entrañada por la tierra, la historia, los ante­pasados, las tradiciones, las costumbres, las formas de vida, el entorno biocultural y social, el medio en que se nace (o, como dice Santamaría Ansa, el medio que nos nace). Es la «nación primaria», en el sentido -humano y cultural, no ideológico, no politizado- con que esta expresión ha sido acuñada por Lafont. Es lo que nos­otros llamamos un pueblo: una comunidad de hom­bres que viven juntos y que, por la conjunción de una serie de factores comunes, se reconocen como una identidad.

 

Por eso las regiones no pueden ser inventadas o fa­bricadas. He aquí una corrupción y falsificación del re­gionalismo. La región no es un simple espacio terri­torial; es un espacio geográfico, cultural y popular. La región tiene que ser concebida a nivel de pueblo; es la casa, geográfica e institucional, de un pueblo. En otro caso se trataría simplemente de una nueva división administrativa del Estado, tan artificiosa como los de­partamentos o las provincias.

 

En España la necesidad de articular un auténtico regionalismo popular -para todos y cada uno de los pueblos que integran la superior comunidad nacional española, a medida que vayan adquiriendo la concien­cia de su identidad- es particularmente grave. Nada tan distorsionante para el futuro de España como la concurrencia de tres nacionalidades --Cataluña, País Vasco y Galicia-, fundadas en la 'realidad de sus res­pectivos pueblos, con otra serie de regiones -por ejem­plo, Castilla-León, Castilla-Mancha- trazadas artificial­mente con criterios políticos o económicos y que, por tanto, giran en órbita heterogénea e inarmónica respecto de las otras. Todos los pueblos españoles deben recibir el mismo tratamiento regional y autonómico; mejor dicho, se les debe reconocer idéntico derecho y oportu­nidad; sólo dependiente, en cuanto a su realización, del grado de conciencia, voluntad y madurez colectiva que vayan afirmando.

 

En lo que a nuestra tierra se refiere, creemos que la pretendida región castellano-leonesa es evidentemente falsa. No guarda ecuación con las realidades populares. Sus partidarios la definen como «las nueve provincias de la cuenca del Duero». Pero, sin duda, la «cuenca del Duero» (Valladolid) es un artificio tan arbitrario y centralista como  laregión Centro« (Madrid).

 

Estimamos que hay una región leonesa y una región castellana, que son dos entidades históricas y culturales, dos comunidades regionales diferenciadas. Su concreta delimitación y la ordenación de sus relaciones son cues­tiones que competen al pueblo leonés y al pueblo caste­llano y que ellos mismos deben solventar, sin que puedan darse por resueltas «a priori» en virtud de opiniones de grupos o de imposiciones del aparato del Estado.

 

En este sentido, los castellanos hemos de saludar fraternalmente a los movimientos regionalistas leoneses, que justamente reivindican la personalidad del pueblo de León, y ofrecerles toda nuestra solidaridad y la vo­luntad de colaborar, cada uno en su sitio y en pie de igualdad, en la defensa de los intereses y en la recupe­ración de la identidad y autonomía de las !dos regiona­lidades.

 

En cuanto a Castilla, entendemos que se trata de Castilla la Vieja -norte de la cordillera carpetana--, por supuesto con la Montaña de Santander y la Rioja, cunas indiscutibles del pueblo castellano y componentes fundamentales de su personalidad colectiva; junto con las tierras castellanas del sur -de las actuales provin­cias de Madrid, Guadalajara y Cuenta-, que son tan castellanas como las del norte. También aquí, por lo que se ,.refiere a la delimitación de estas tierras caste­llanas comprendidas administrativamente en Castilla la Nueva, con las de la Mancha, que integra otra región con personalidad propia, la decisión corresponde a los pueblos interesados, a través de un proceso serio de in­formación y autoreconocimiento.

 

León, Castilla y la Mancha, es decir los países' en­globados en las áreas administrativas de León, Castilla la Vieja y Castilla la Nueva, tienen en efecto serios pro­blemas de identidad y límites. El proceso de restaura­ción de estas regiones, corno identidades populares, no puede sustanciarse con fórmulas precipitadas y arbi­trarias, que, duna vez más, no serían sino manifestacio­nes del espíritu centralista y del desconocimiento y menosprecio de las realidades culturales' y populares que integran España.

 

Pertenece a los mismos pueblos, leonés, castellano y manchego -que ahora empiezan a despertar y a pre­ocuparse por ala búsqueda de su identidad- resolver libremente sobre sí mismos y sobre la organización que hayan de darse. En esa tarea, de información, concien­ciación e institucionalización, es necesario obviamente que estos pueblos con dificultades colaboren y se ayuden mutuamente en un marco particularmente flexible de comprensión, respeto y solidaridad, hasta que logren profundizar y aflorar las verdaderas entidades popula­res que subyacen bajo las superestructuras ,adminis­trativas.

 

pp. 13-22

 

LA PERSONALIDAD DE CASTILLA

 

Como es sabido, los pueblos castellanos se separaron en el siglo x de la monarquía leonesa para afirmar su personalidad nacional y crear su propio Estado, expre­sión política de una nueva, original y renovadora comu­nidad histórica: Castilla.

 

León y Castilla -por sus orígenes, constitución e historia- son dos identidades, dos etnias diferenciadas, de gran significación e importancia en el conjunto espa­ñol, y que, a través de los tiempos y a pesar de su inte­gración en una sola estructura política estatal -la Coro­na de León y Castilla o de Castilla y León, germen del Estado español-, han mantenido hasta el presente su propia individualidad.

 

León y Castilla son dos pueblos, dos reinos, dos re­giones históricas diferenciadas. Puede :defenderse racio­nalmente que esas dos regiones convenga o no que se junten o integren en una sola circunscripción u organi­zación administrativa, por razones políticas o por cual­quier otro tipo de argumentos. Pero nunca se podrá ne­gar, razonablemente, que León y Castilla son dos enti­dades históricas diferentes.

 

Desde su aparición en la escena histórica -como vie­ne predicando, con rara y admirable constancia, Ansel­mo Carretero y Jiménez- Castilla y León son dos na­cionalidades, no sólo distintas sino procedentes de tron­cos enteramente diferentes. El reino de León nace cuan­do los reyes de Asturias, en el siglo x, dejan Oviedo y trasladan la capital a León, al lugar, donde estuvo el cam­pamento romano de la Legio Séptima Gemina, a la en­trada de la llanura de Campos, los Campos Góticos de sus antepasados. Tiene, pues, sus orígenes en la Recon­quista iniciada en Covadonga, de carácter predominan­temente visigótico. Castilla nace en el «pequeño rincón» donde los montañeses cántabros, aliados con sus veci­nos los vascos, defienden su independencia frente a los, moros y a los reyes -de León, como sus padres la habían defendido frente a los de Toledo y sus abuelos frente a las legiones de Roma. Sus raíces y sus orígenes socia­les son, por lo tanto, predominantemente autóctonos. León y Castilla, desde sus comienzos altomedievales, representan en la historia ' , de España estirpes y tradi­ciones, estructuras sociales y económicas, instituciones políticas y concepciones e ideas diferentes, y en muchos aspectos antagónicos. Al aparecer los castellanos en la es­cena peninsular -foramontanos cántabros que comien­zan a balbucir un nuevo romance, a llamar a su país Castilla y a considerarse castellanos, la monarquía astur-leonesa seguía su original designio de restaurar para las oligarquías hispano-godas el imperio de Toledo.

 

La Castilla originaria, que rompe con la tradición neogótica, clasista y jerarquízame de las estructuras del reino leonés, se caracteriza esencialmente por su condi­ción más popular y libre. Castilla es, como se ha dicho con frase brillante, un islote de hombres libres en una sociedad feudal. Es lo que permitió a Salvador de Ma­dariaga definir así el acceso español al europeismo: «En­trar en Europa quiere decir adoptar las instituciones europeas, y en particular, las liberales y democráticas que ya eran naturales y espontáneas en Castilla en la Edad Media» (España. Ensayo de historia contemporá­nea; Madrid, 1978, edición doce, página 577).

 

Castilla se diferencia de León por la lengua,,por el derecho y por la organización institucional. La lengua: el castellano, asombrosamente innovador, frente a la ar­caizante lengua, leonesa, progresivamente empujada ha­cia occidente. Todavía en el siglo xIII, en Valladolid y Tierra de Campos hablaban leonés, cuando ya en Cuen­ca se hablaba en castellano.,El derecho: los castellanos rechazan el Fuero Juzgo, el romanizado código visigodo, y se rigen por su derecho consuetudinario local, aplicado por jueces de elección: popular. Las instituciones: de sig­no y tendencia democrática, comunera y foral; con vo­cación hacia formas sociales igualitarias, horizontales y abiertas.

 

Veamos lo que dicen al respecto los más reputados historiadores españoles:

 

a)         «Castilla fue un pueblo de hombres libres, media­nos y pequeños propietarios, agrupados en pequeñas co­munidades rurales también libres, y fueron en ella ex­cepción las clases serviles. La presencia en tierras leone­sas de una aristocracia laica y clerical importante, ex­plica su diferencia con Castilla.»

 

«La existencia en Castilla de una larga serie registra­da de aldeas libres habitadas por libres propietarios, en función del talante castellano y de las circunstancias his­tóricas en que vivió el país, produjo la singular sociedad castellana de la que muchas veces me he ocupado. Como los pequeños propietarios de tierra galaico-portugueses y del reino de León strictu sensu, sufrieron los de la Cas­tilla condal el gran tirón de la ventosa clerical y no­biliaria. Pudieron, sin embargo, defenderse de ella mu­cho mejor que los primeros y mejor también que quie­nes moraban en la zona leonesa. Los condes de Castilla, necesitaron de ellos para mantenerse libres frente a los reyes de León y frente a los califas de Córdoba. La cle­recía y la aristocracia no habían triunfado en tierras castellanas como en las galaico-portuguesas y ni siquiera habían medrado como en las legionenses. Y muy pron­to cristalizaron en Castilla instituciones que ayudaron a los pequeños propietarios libres a mantener su primi­tivo status jurídico.»

 

«La lejanía de la corte y el peligro de la lucha apar­taron de Castilla el mayor caudal de la corriente inmigra­toria mozárabe y alejaron -de ella a los grandes magna­tes de las dos aristocracias. No sufrió así intensamente el contagio de la decadente mozarabía ni la prepotencia de los grandes señores, de la iglesia o de la aristocracia. Continuó siendo tierra de hombres libres agrupados en pequeñas comunidades rurales'.»

 

«Fue, por tanto, en tierras castellanas donde se ini­ció una sensibilidad política de signo popular frente a la ya cargada de esencias señoriales de León. Los con­des de Castilla necesitaron de la asistencia entusiasta de los moradores en su condado para mantenerse frente a los reyes leoneses y para defenderse de los duros ata­ques musulmanes, y no mermaron sino que aumentaron las libertades de los campesinos castellanos. Los infan­zones o nobles de sangre del país no se trocaron en

grandes señores, sino que siguieron siendo a modo de caballeros rurales. De entre los pequeños propietarios no nobles se decantó una nueva clase social: la de los caballeros villanos». (Claudio Sánchez Albornoz.)

 

b)         «Castilla llevaba muy a mal el tener que peregri­nar en alzada a León, porque propugnaba en general la legislación del Fuero Juzgo, prefiriendo regirse por sus costumbres locales. Castilla se rebeló contra León y re­chazó el Fuero Juzgo, para aplicar su derecho consuetu­dinario local, y al romper con una norma común a toda España, surge como un pueblo innovador y de excep­ción.» (Ramón Menéndez Pidal. )

 

c) «En lugar del aristocratismo romano-visigótico de las castas dominante, en Castilla nos sorprende una democracia igualitaria; en lugar de la propiedad seño­rial de nobles y prelados, una repartición del suelo en propiedades familiares, con comunidades de bosques y aguas; en lugar de la legislación romano-visigótica o Fue­ro Juzgo, los fueros de la repoblación, y a falta de ellos, los usos y costumbres tradicionales; en lugar del cen­tralismo unitario, la federación de pequeñas comunida­des libres.» (Fray Justo Pérez de Urbel.)

 

d)         «El pueblo castellano,; de sangre vasca y cánta­bra, se conforma en una sociedad abierta, dinámica, arriesgada, como lo es toda estructura social en una frontera que avanza. País revolucionaria, sin clases so­ciales cerradas, en que el villano puede elevarse fácil­mente a caballero y llegar a la riqueza si  le ;favorece la suerte del botín.» (Jaime Vicens Vives.)

 

e) «Etnicamente había en Castilla elementos bár­dulos y vascones que no existían en León, y en su repo­blación habían intervenido poco los elementos mozá­rabes,, que acudieron al territorio leonés, menos expues­to. Socialmente en Castilla no hubo los grandes magna­tes que ' en León, y su secuela de servidumbre, sino pe­queños infanzones y hombres libres, agrupados en pe­queñas comunidades, que no tardaron en gozar de auto­nomía. Jurídicamente los leoneses eran aferrados a la tradición visigótica y a la ley escrita del Fuero Juzgo; mientras los castellanos concedían la primacía a las costumbres', al fuero llamado de albedrío, que permitía sentenciar por fazañas o jurisprudencia de, jueces vene­rados, que transmitiéndose por tradición oral, podía aplicarse en casos análogos. Les irritaba, además, tener que acudir a León para dirimir sus pleitos.» (Ferrán Sol­devilla. )

 

Registremos también, por último, la lúcida reflexión que hace Fernando Sánchez Dragó sobre lo más esen­cial y hondo de la entidad castellana, en las conversacio­nes publicadas en Más allá de la memoria (Bel y Moline­ro; Burgos, 1981,;,pág. 160):

 

«En Castilla existe un tribalismo, un tribalismo que se traduce en esa atomización de la que a su vez se deri­va un,pluralismo que no existe en otras partes. De hecho, Castilla es el gran reducto de lo foral. Los condes cas­tellanos son los que esgrimen este foralismo frente a los reyes' de León,~que es la primera forma de democracia, la primera forma de manifestación política popular que se conoce en Europa. Existen también, por supuesto, en el País Vasco, en Aragón..., pero yo creo que la esen­cia, el cogollo del foralismo es castellano. Aquí subsis­ten, conservados como en ninguna otra parte, los usos y costumbres. En ningún sitio están tan vivos ni tan sen­tidos. Y el folklore y las, fiestas tradicionales se mantienen con un arcaísmo que sólo se encuentra en Casti­lla. Pues bien, frente a la tendencia centrípeta represen­tada,,por el imperialismo de lo astur-leonés, Castilla sig­nifica lo comunitario. Esto es un rasgo fundamental para la definición de lo castellano. Hay en Castilla un sentido esencial de comunidad en los pastos, en las mi­nas, en los bosques, en las aguas..., lo que da lugar a una estructura jurídica, organizativa y legal diferente de las otras partes de España a lo largo de la historia. Y luego, también, junto a ese nomadismo y este foralis­mo, yo diría que hay otro elemento imprescindible para entender qué es Castilla, y ese elemento es lo autóctono, ese sentido, como decía antes, de pervivencia de los pue­blos primitivos hispánicos frente a las superposiciones romanas, godas y europeas.»

 

Castilla, en efecto, por su propia naturaleza históri­ca y cultural, no ha sido nunca un todo uniforme y ho­mogéneo, sino más bien un rico y variado mosaico de pueblos, países, comarcas, territorios, con personalidad, tradiciones sociales y populares e instituciones propias, unidos por lazos de tipo que hoy llamaríamos confe­deral.

 

Desde ese primer cimiento que fue Castilla Vieja -como canta el Poema de Fernán González-, Castilla fue creciendo por la incorporación de nuevas entidades territoriales que en todo caso, y dentro de esa espléndi­da diversidad, siguieron manteniendo una sustancial identidad institucional y cultural. Por eso, sin duda, el poema habla una y otra vez, en plural, de los pueblos castellanos.

 

(Memorial de Castilla, Manuel González Herrero, Segovia 1983.pp 25-31)

 

EL ENGENDRO DE “CASTILLA Y LEÓN”

 

 

El conglomerado que llaman «Castilla y León» es, obviamente, una mera invención tecnocrática, que no responde más que a motivaciones e intereses políticos.

 

«Castilla y León» es un híbrido extraño en el que «Castilla» es lo que cuenta y León queda reducido a un papel subalterno y residual. Se entiende la falsa Casti­lla, la «grande e imperial, que subyace en esta concep­ción -teorizada en la elucubración totalitaria de Oné­simo Redondo-, y que implica la anulación de la iden­tidad leonesa. Hecho lamentable, atendida la relevancia de la personalidad histórica y cultural del reino de León o País leonés y su muy destacada significación en el conjunto de los pueblos de España.

 

Los partidarios de este artificio, para nombrar a la pretendida región hablan indistintamente de Castilla y León o de Castilla, nunca de León. Para ellos se trata de una hipóstasis «castellana»; usan, increíblemente, la dualidad «Castilla y León» como sujeto singular, y han llegado a inventar la entelequia de «lo castellano-leonés»: el pueblo castellano-leonés, la cultura castellano-leonesa. Para ellos ya no hay castellanos o leoneses, netos y cla­ros, cada uno en su propia identidad, sino sólo esa mis­celánea de «castellano-leoneses». Nos preguntamos: ¿es posible, para un hombre de León o Zamora, de Burgos o Soria, ser y sentirse castellano-leonés?

 

Su argumento consiste en que, desde el siglo xIII, Castilla, y León están unidos, mezclados y confundidos en una sola entidad histórica, ya homogénea, y que no hay dos regiones diferentes, sino una sola, que coincide con la cuenca del Duero. (No tienen empacho alguno en excluir de Castilla, sin contemplaciones, a tierras o pro­vincias tan esencialmente castellanas como las de San­tander y Logroño.)

 

Parece claro que no es así. Tradicionalmente, a efec­tos culturales, administrativos, oficiales, etc., se ha re­conocido siempre como un hecho natural la existencia de las dos regiones, hasta que arbitrariamente, en nues­tros días, las han fusionado los partidarios de esta «due­rolandia», centrada en Valladolid. (Territorio, por otra parte, desde el punto de vista práctico o político, dema­siado extenso y heterogéneo para permitir una adminis­tración autónoma eficaz.)

 

León y Castilla no pueden confundirse o identificar­se con la Corona o Estado de ese nombre. Solamente son partes, regiones, países o reinos de esa Corona; juntamente con otros: Galicia, Asturias, Extremadura, Toledo-Mancha, Andalucía, Murcia, etc. Todavía en los siglos xIv y xv -reconoce Valdeón--, el reino de Casti­lla «estaba integrado por un mosaico heterogéneo de regiones, cada una de las cuales presentaba sus propios rasgos no sólo desde el punto de vista físico, sino tam­bién en cuanto a los aspectos económicos, sociales y cul­turales. En la meseta norte había profundos contrastes entre León y Castilla la Vieja, sin olvidar las peculiaridades del territorio comprendido entre el Duero y el Sistema Central, zona caracterizada por la repoblación concejil y el peso decisivo de la orientación ganadera».

 

Además, León y Castilla, no son tampoco identifica­bles entre sí, sino que, aun formando parte integrante y destacada de una misma Corona y Estado, conserva­ron su propia y respectiva individualidad.

 

Como señalan certeramente Carretero Jiménez y el inolvidable maestro Bosch-Gimpera, la unión definitiva de las coronas de León y Castilla, producida en 1230 bajo Fernando III, no implicó la fusión de sus diversos pueblos ni la uniformación de sus leyes e instituciones. El Fuero Juzgo, profundamente romanizado, continuó siendo la legislación fundamental en los países de la co­rona de León, mientras que Castilla -en tanto pudo mantener sus identidades peculiares frente al crecien­te unitarismo regio- conservó sus derechos forales, usos y costumbres, es decir la tradición jurídica de la tierra, de honda raíz germánica. Las Cortes de ambos reinos se reunieron y legislaron de modo separado para cada uno de ellos; en todo caso hasta comienzos del siglo xIv, y frecuentemente después. Entonces, cuando se convocaron Cortes generales, éstas no eran ya espe­cíficamente las de los prístinos reinos de León y Casti­lla, sino conjuntamente las de todos los territorios per­tenecientes a la Corona.

 

Notable, a este respecto de la diferenciación institu­cional de León y Castilla después de su unión política, es el hecho de las Hermandades. En 1282, para apoyar la rebelión del infante don Sancho contra Alfonso X y propugnar la derogación de la nueva legislación alfonsi­na, reivindicando los fueros, privilegios, cartas, usos y costumbres que tenían los pueblos en tiempos de Alfonso VIII y Fernando III, se formó la «Hermandad de los concejos de los reinos de León y Galicia» y, separada­mente, la «Hermandad de los concejos del reino de Cas­tilla». A la muerte de Sancho IV, en 1295, para protestar de los agravios que habían recibido de los monarcas y reclamar sus fueros, nuevamente se formó una Herman­dad de los concejos del reino de Castilla, que redactó sus capítulos en Burgos el 6 de junio de este año, y el 12 del mismo mes, reunidos en Valladolid los procura­dores de los concejos leoneses, asturianos y gallegos, se­llaron la carta de Hermandad de los reinos de León y de Galicia. La Hermandad de Castilla reconoce como cabeza a la ciudad de Burgos, donde quedaron deposita­dos el sello y el original de la carta y donde se celebraría la reunión anual de los personeros, y, del mismo modo, la Hermandad de León reconoce como su cabeza. y sede al concejo de León. El mismo sistema rige en los orde­namientos de las Hermandades del siglo xIv (Cortes de Burgos 1315, Carrión 1317, etc.).

 

En varias reuniones de Cortes, por ejemplo las de Burgos, 7 de febrero de 1367, reinando Enrique II, se pide y acuerda que los alcaldes que se pusiesen en tie­rras de Castilla fuesen del reino de Castilla, y en tierras de León que fuesen del reino de León, y para mejor guardar y mantener los fueros de las ciudades, villas y lugares, se instituye el Consejo Real, constituido por doce hombres buenos: dos del reino de Castilla, otros dos del de León, otros dos de Galicia, otros dos del reino de Toledo, otros dos de las Extremaduras y otros dos de Andalucía.

 

El reconocimiento oficial de la existencia de las dos regiones de León y de Castilla -,ésta subdividida en Castilla la Vieja y Castilla la Nueva-- es una constantede la tradición legal española, hasta la caprichosa in­vención del «ente castellano-leonés» en nuestros días.

 

Por citar un ejemplo significativo, recordemos la composición del Tribunal de Garantías Constitucionales de la segunda República española. Como es sabido, los artículos 121, 122, 123 y 124 de la Constitución de 1931 establecieron ese Tribunal con jurisdicción en todo el territorio de la República, para conocer, entre otras ma­terias de su competencia, del recursos de inconstitucio­nalidad de las leyes, y del que formaría parte «un repre­sentante por cada una de las regiones españolas, elegi­do en la forma que determine la ley».

 

La Ley de 14 de junio de 1933, que regula la estruc­tura y funcionamiento del Tribunal, determina en su artículo 10 que cada región autónoma, una vez aproba­do su estatuto, tendrá derecho a nombrar un vocal que la represente en el Tribunal de Garantías, y en su artícu­lo 11 establece que para la representación de las regio­nes no autónomas se considerarán como regiones las' si­guientes: Andalucía, Aragón, Asturias, Canarias, Casti­lla la Nueva, Castilla la Vieja, Extremadura, Galicia, León, Murcia, Navarra, Vascongadas y Valencia. Cada una de estas regiones designará un representante que será elegido por los concejales de todos los Ayunta­mientos.

 

Como se advierte, para los legisladores de la segun­da República española, a nivel de la organización cons­titucional de España, León y Castilla sí que eran dos regiones diferentes, cada una de ellas con su propia per­sonalidad político-administrativa.

 

(Memorial de Castilla, Manuel González Herrero, Segovia 1983.pp 35-39)

 

LA CONCEPCIÓN “CASTELLANA” DE ESPAÑA

 

 

En 1921 Ortega y Gasset escribía en su España in­vertebrada una frase terrible: «Castilla ha hecho a Es­paña y Castilla la ha deshecho.»

 

Difícilmente ,hubiera podido acuñarse una senten­cia más errónea, más injusta y más perjudicial. En esa frase, dictada desde un frívolo esteticismo literario, desde la soberbia de la cultura centralista -la que el profesor Aranguren ha llamado la cultura establecida en Madrid-, que ignora olímpicamente las realidades culturales de las provincias y regiones de España, se condensa toda la falsa mitología de Castilla: la histo­ria castellana de España, la concepción castellana del país, la España castellana, en una palabra la identifi­cación y confusión de Castilla con el Estado español. España es hechura de Castilla y tanto las glorias como los excesos y responsabilidades del Estado han de atri­buirse a Castilla.

 

Por consiguiente, la Castilla hegemónica, de voca­ción universal e imperial, es responsable del unitaris­mo, del centralismo, del imperialismo, de la opresión y sojuzgamiento de los otros pueblos españoles y, en definitiva, del fracaso de la historia española, al no haberse logrado una fecunda articulación de España.

 

Este es el pensamiento de Ortega y, en general, de los escritores de la generación del 98, sobre una Cas­tilla literaria, inventada y falsa. Así, Unamuno escri­birá que Castilla fue la que en España llevó a cabo la unificación; Castilla ocupaba el centro y el espíritu castellano era el más centralizador, a la par que el más expansivo, el que para imponer su ideal de unidad, se salió de sí mismo; Castilla se puso a la cabeza de la monarquía española y dio tono y espíritu a toda ella; paralizó los centros reguladores de los demás pueblos hispánicos, inhibiéndoles la conciencia histórica en gran parte; les echó en ella su idea, la idea, del unitarismo conquistador, y esta idea se desarrolló y siguió su his­toria.

 

Es obvio que se trata solamente de literatura. Pero es lamentable su ligereza, la falta de rigor y funda­mento que la caracteriza. Esos juicios nada tienen que ver con la realidad histórica, con la función que Cas­tilla ha desempeñado verdaderamente en la historia de España. Porque Castilla, el pueblo y el estado caste­llano -cuando éste ha existido- ni ha ejercido nin­guna dominación ni ha oprimido a los otros pueblos españoles. Castilla ha sido la primera víctima, y una de las más sacrificadas, del Estado español.

 

Ortega desarrolla la mitificación de Castilla como creadora de España hasta extremos increíbles, por lo disparatados. «Porque no se le dé vueltas: España es una cosa hecha por Castilla y hay razones para ir sos­pechando que en general sólo cabezas castellanas tienen órganos adecuados para percibir el gran problema de la España integral. Desde un principio se advierte que Castilla sabe mandar. No hay más que ver la energía con que acierta a mandarse a sí misma. Ser emperador de sí mismo es la primera condición para imperar a los demás. Castilla se afana por superar en su propio co­razón la tendencia al hermetismo aldeano, a la visión angosta de los intereses inmediatos, que, reina en los demás pueblos ibéricos. Castilla acertó á superar sus propios particularismos e invitó a los demás pueblos para que colaboraran en un gigantesco proyecto de vida común. Inventa Castilla grandes empresas inci­tantes, que pone al servicio de grandes ideas jurídicas, morales, religiosas, y dibuja un plan sugestivo de or­den social.»

 

Esta pretendida sublimación de Castilla es perfec­tamente falsa. Como lo es el papel subalterno, estrecho y mezquino que Ortega adjudica, de modo tan gratuito como poco, integrador, a los otros pueblos españoles. Los castellanos no estamos más ni menos calificados que los otros españoles para entender a España y para con­cebir una patria entera y solidaria, ni nuestra visión histórica ha sido más universal y lúcida que la de los' demás.

 

Castilla es un pueblo sencillo, modesto y llano; que a lo largo de su historia lo que ha manifestado es una acusada tendencia a la igualdad social; a la considera­ción y respeto de la dignidad y libertades de las perso­nas; a los usos democráticos, vividos realmente en la convivencia cotidiana de sus comunidades; a la regula­ción foral, es decir autonómica, de los diferentes orga­nismos sociales que han integrado el país. Precisamen­te por su instinto igualitario y democrático, los caste­llanos no se han planteado nunca la aspiración de man­dar a los demás; y, entiéndase bien, no les han mandado.

Cuando Ortega insiste en el absolutismo castellano, en que el imperio español es un imperio castellano y en que España es lo que Castilla quiso que fuera -.«la misión de Castilla fue reducir a unidad las variedades peninsulares»- está confundiendo lamentablemente a Castilla, al pueblo castellano, con , el Estado español. Castilla protagonizó su propia historia -pueblo y reino castellano- hasta el siglo xIIIi, cuando se produce la unión definitiva; de las coronas de León y Castilla. En­tonces Castilla es absorbida por el nuevo Estado global, que realmente es la monarquía leonesa, con su política señorial e imperial, diametralmente opuesta a las tra­diciones castellanas. En esa monarquía, núcleo de la que habría de ser el Estado español, Castilla es sólo uno de los pueblos sujetos a sus estructuras de poder, como lo están igualmente los vascos, leoneses, asturia­nos, gallegos, extremeños, manchegos, andaluces, mur­cianos o canarios; y, andando el tiempo, los pueblos de América.

 

Decir que ese imperio absolutista es «castellano» nos parece demasiado; o, más claro, imperdonable. Por­que la verdad es muy distinta. Dicho con palabras de Bosch-Gimpera, el ilustre historiador catalán, la verdad es que «Castilla, la auténtica, fue también víctima de la misma superestructura estatal que los demás pueblos españoles. No fue Castilla la que realizó la unidad, sino un Estado, herencia del imperialismo de los reyes leo­neses, que con su ambición de dominio dificultaron el acuerdo y que en realidad se superpuso a los pueblos españoles y a la misma Castilla, que fue la que primero perdió sus libertades democráticas». Y en otro lugar, saliendo al paso de la fantasía castellanista, de la Es­paña castellana de Ortega, añade: «No creemos que la aventura religiosa de Europa y las guerras de Flandes fuesen nunca una idea del pueblo de Castilla: eran sólo delirios de Felipe II. En cuanto a las demás empkre­sas incitantes, como las de matar y expulsar judíos y moriscos, difícilmente las creeríamos inventadas por Castilla.»

 

Lo curioso, y lo contradictorio, de Ortega es que, después de alabar la superioridad de las concepciones castellanas respecto de los otros pueblos peninsulares -según su particular retórica-, llegan otros momen­tos en que cuelga a los castellanos sambenitos tan odio­sos como injustos. «Frente al yerro, la hoguera; contra el disidente, el acero, y para el hereje, la castellanisima fórmula de la Inquisición.» ¿Dónde quedaron las gran­des empresas incitantes y los grandes ideales que se dicen promovidos por Castilla? ¿Qué culpa tienen los castellanos de la Inquisición? Acaso convenga recordar aquí que el Santo Oficio no tuvo existencia en el reino de Castilla, a diferencia de otros países españoles, hasta que a finales del siglo xv se fundó la moderna Inquisi­ción de España.

 

También yerra Ortega cuando pontifica sobre la supuesta vocación universal de Castilla. «Universalismo o nada, tal es el lema de Castilla», dice. Pero cabe pre­guntar, ¿de qué Castilla habla Ortega? ¿Se refiere a los pueblos castellanos o a las ambiciones de la corona llamada de León y Castilla, es decir del Estado español? No veo por ninguna parte la «vocación universal» de los castellanos ni su interés por los horizontes imperiales. Por el contrario, me parece más bien que los castella­nos --como los vascos, nuestros primos hermano - somos un pueblo limitado, quizá excesivamente localista, que centramos nuestro interés fundamental en el entorno humano de que formamos parte. Tal vez sea un efecto del sentido de la dignidad y del propio valer que tienen los hombres de esta tierra. La comu­nidad humana en que vivimos es nuestro pequeño mun­do, prácticamente completo, en el que nos sentimos realizados y a gusto; y es difícil para los castellanos re­montar ese horizonte. Su pueblo y su comarca son su verdadera casa, donde ese agota todo su interés. Más allá de este ámbito naturalmente abarcable, necesitamos un esfuerzo de reflexión, y de ahí, entre otras razones, las dificultades con que tropezamos en Castilla, sin ir más lejos, para un despertar de la conciencia regional.

 

Debemos dar nuestro parecer de que Ortega no ha en­tendido a Castilla: ni a su tierra ni a su pueblo. Una y otra vez identifica a Castilla con la meseta, con la llanu­ra horizontal e inacabable; que, por cierto, no es caste­llana sino leonesa o manchega. Ortega ignora la Castilla montañesa y serrana, la de las altas tierras, páramos, macizos y sierras que forman la base geográfica del país castellano. «Castilla es ancha y plana, como el pecho de un varón; otras tierras, en cambio, están hechas con va­lles angostos y rendondos collados, como el pecho de una mujer», dice en El Espectador. Pero la realidad es que esta región, la auténtica Castilla, no es ancha ni plana, sino que conforma un país predominantemente monta­ñoso, movido y diverso, integrado por la cordillera can­tábrica, los densos macizos de las sierras celtibérícas y los accidentados escarpes, surcados de valles y serrezue­las, que descienden hacia las mesetas de León y La Man­cha.

 

El desconocimiento de Castilla, la confusión de este país con otras regiones -Tierra de Campos o La Man­cha- le lleva a calificar a Castilla como campo de so­ledades. «Hay comarcas que despiden al hombre del cam­po y lo recluyen en la ciudad. Esto acontece en Castilla; se habita en la villa y se va al campo a trabajar bajo el sol, bajo el hielo, para arrancar a la gleba áspera un poco de pan. Hecha la dura faena, el hombre huye del campo y se recoge en la ciudad. De esta manera se en­gendran las soledades' castellanas, donde el campo se ha quedado solo, sin una habitación o humano perfil du­rante leguas y leguas».

 

¿Qué Castilla es ésta, qué Castilla está viendo el es­critor? Desde cualquier lugar de la verdadera Castilla es fácil divisar tres o cuatro pueblos, aldeas o caseríos. Cer­canos están los unos a los otros, bien visibles las torres y, a veces, como dándose la mano. Labriegos, pastores, guar­das, cazadores o trajinantes pueblan este campo y sus caminos. La soledad no puede aquí medirse por leguas. Sólo ahora, en la postración en que ha sido sumida esta tierra, decrece la vieja animación campesina y se apa­gan los cantos de arada que resonaban de besana en be­sana; o los de escardo o de siega o de acarreo.

 

Ortega se recrea en el tópico del campo castellano desolado. «En Castilla el campo es mudo; campo sin can­ciones en la imperial lontananza de la meseta.» Pala­bras huecas, retórica vacía. Pero el escritor cree -como el ofuscado poeta de la primera época machadiana­que se trata de un pueblo de «atónitos palurdos sin dan­zas ni canciones». La realidad es otra. Ni la tierra es triste ni el pueblo está pasmado. Es un pueblo despierto y creador. Su folklore musical es de los más ricos y va­liosos de España.

 

La idea de la Castilla mesetaria es buena para elu­cubraciones literarias en torno a un supuesto hombre castellano que poco tiene que ver con la realidad. «El aire de la meseta, seco y esencial -escribe la vacua, pero brillante fantasía de Ortega-, toca una y otra vez con sus dedos sutiles de hipnotizador las pobres fibras de nuestros nervios y las va poniendo tensas, tirantes, vi­brantes como cuerdas de arpa, como trenzas de ballesta, como jarcias de nave atormentada. Cualquier cosa, la más leve, nos hace retemblar de los pies a la cabeza. El castellano queda de esta suerte convertido en un apara­to peligroso: para él vivir es dispararse. Acaso sea injus­to pedirnos otra cosa que obras excesivas y actos de exal­tación para la mayor gloria de Dios, el dios terrible de Castilla, se entiende, que pasa en agosto a horcajadas sobre el sol, recorriendo sus dominios. Dicen algunos que merced a eso tenernos los castellanos cierta gloriosa pro­pensión al heroísmo.»

 

Este hombre imperial, heroico, nervioso, agitado, des­mesurado y violento me parece que no es el verdadero hombre que puebla y trabaja la tierra de Castilla. Nada es aquí terrible ni atroz ni desmedido. Los castellanos son un pueblo sosegado y discreto.

 

Por su parte, Unamuno conecta su pensamiento, con­tradicciones y paradojas con Ortega. Don Miguel ve en Castilla un paisaje monoteístico, un campo infinito en que, sin perderse, se achica el hombre y en que se siente en medio de la sequía de los campos sequedades del alma.

«Recórrense a las veces leguas y más leguas desiertas sin divisar apenas más que la llanura inacabable donde verdea el trigo o amarillea el rastrojo» (En torno al cas­ticismo). Pero en otros momentos Unamuno se corrige y cantará a una tierra de Castilla que es nervuda y se levanta en la rugosa palma de su mano; y, con más asien­to, reconoce el genuino paisaje castellano; «La idea ge­neral corriente se figura a Castilla como un vasto pára­mo donde amarillea el rastrojo, monótono, tendido, ári­do; apenas se tiene en cuenta que Castilla está llena de sierras bravas y que su espina central, entre las cuencas del Duero y del Tajo, esa cordillera que ensarta las sierras de Guadarrama, Gredos, Béjar, Francia y Gata, es lo más hermoso que puede verse.»

 

La concepción de la España «castellana», la, idea pseu­docastellana de España, ha permanecido generalizada y como un lugar común en los medios de la cultura espa­ñola instalada en Madrid. El mismo Menéndez Pidal su­cumbe al tópico y en La España del Cid escribe que «sin duda, la idea tan repetida de que Castilla creó a España tiene mucho de cierto, como lo tienen casi todas las ideas corrientes. Castilla, sobre todo desde el siglo XIII, sobre­salió entre las, otras comarcas hermanas por ver las co­sas que atañen a la vida total de España con una vehe­mencia y generosidad superiores, y es cierto que, desde el siglo xv, logró y dirigió la unificación política moder­na. Por eso se cree que la idea de España es una invención castellana, y hasta entre los doctos en historia está arrai­gada la opinión de que durante la edad media no había ni asomos de un concepto unitario en la Península.»

 

Don Ramón olvida que, precisamente desde el si­glo xIII, con la unión definitiva de ambas coronas, Casti­lla ha perdido su personalidad política al ser absorbida, por la monarquía de León, cuyos esquemas políticos y sociales eran opuestos a las tradiciones democráticas de la sociedad castellana, y que en adelante el Estado, aun­que usurpe el nombre de Castilla, no es castellano. Y se contradice cuando, unas líneas más adelante, cae en la cuenta de que «la idea nacional española tenía, durante la alta edad media, una permanente expresión política en el carácter de emperador que se atribuía al rey leonés, como superior jerárquico de los demás soberanos de Es­paña. No fue, pues, Castilla sino León el primer foco de la idea unitaria después de la ruina de la España goda».

 

 El tópico de la «España castellana» ha sido particu­larmente asumido, como idea picuda, que diría Ganivet, en los pueblos periféricos, particularmente Cataluña. Esa falsa idea ha servido para el sufrimiento de estos pue­blos, para dar lugar a un sentimiento de marginación y frustración respecto de España, y por lógica vía de re­torsión, para utilizarla como arma arrojadiza contra Cas­tilla y para fomentar una insolidaridad española.

 

Los catalanes se han sentido históricamente oprimi­dos por Castilla, precisamente por esa su incierta iden­tificación con el Estado español. He aquí que los caste­llanos, siendo realmente las primeras víctimas del cen­tralismo del Estado, que primero les ha vaciado de sus instituciones y cultura propias, y últimamente les ha puesto en situación de dependencia y coloniaje, al servi­cio del crecimiento económico de las áreas más desarro­lladas del país, expoliando a Castilla de todos sus recur­sos humanos y económicos, aparecen como los opresores de Cataluña. Difícilmente podrá darse una mayor injus­ticia.

 

Pero es natural que los catalanes se sientan dolidos con el planteamiento castellanista de España. Porque, como ha escrito recientemente, refutando a Ortega, un distinguido catalán, el profesor Trías Fargas, «¿me quie­ren decir ustedes qué misión se reserva en esa España supuestamente de todos a esos catalanes tan aldeanos, de visión tan angosta e interesada, tan herméticos y ce­rrados?»

El prejuicio de Cataluña contra Castilla -no contra la genuina, que han ignorado, sino contra esa ficticia Castilla forjadora de España, elaborada por el 98 y la cultura de Madrid- es una constante del pensamiento y la actitud catalanista y ha mantenido una atmósfera de incomprensión y recelo que ha dificultado gravemen­te la integración cordial y fecunda de los pueblos de Es­paña.

 

Pi y Margall escribe en Las nacionalidades que «Cas­tilla fue, entre las naciones de España, la primera que perdió sus libertades. Esclava, sirvió de instrumento para destruir las de los otros pueblos; acabó con las de Ara­gón y las de Cataluña bajo el primero de los Borbones».

 

Antonio Rovira y Virgili, en El nacionalismo catalán, afirmaba que «es pueril negar el carácter de dominación castellana que tiene el actual régimen centralista de España»; se trata de la España castellana y los senti­mientos hostiles de los catalanes, en épocas determina­das, «se han dirigido contra España, o contra Castilla, por sentirse heridos o vejados por ella». Rovira estima que cuando «los unitaristas castellanos» han concebido un plan de unidad española, no han tenido en cuenta las variedades peninsulares, sino que se han limitado a unificar la Península, sometiéndola a la manera de ser de Castilla. «Al hablar del alma española no piensan más que en el alma castellana. Su España, en realidad, no es más que Castilla.»

 

Rovira y Virgili padece la consabida confusión entre Castilla y las estructuras de poder del Estado español; bien opuestas, por cierto, al genio castellano. Rovira cen­tra su atención en el programa de Gobierno que el conde-­duque de Olivares exponía a Felipe IV: «Hay que reducir todos los reinos de la Corona al estilo y leyes de Castilla.» Pero Rovira no cae en la cuenta de que estas llamadas «leyes de Castilla» son las de la monarquía española, no las del pueblo castellano. El derecho foral de Castilla, ha­bía sido liquidado en un proceso que se inicia con las dis­posiciones anticomuneras de Fernando III y Alfonso X, se continúa con la recepción del derecho romano a través de las Partidas y la imposición del Fuero Real y se consuma con el Ordenamiento de Alcalá y las leyes de Toro, que consagran absolutamente la aplicación del de­recho real y excluyen los fueros y costumbres de la tierra.

Don Manuel Azaña, -en el famoso discurso de las Cons­tituyentes, que pronuncia en la discusión del Estatuto de Cataluña en 1931, reivindica la Castilla auténtica y po­pular, que no ha intentado nunca esclavizar a los otros pueblos españoles ni ha ejercido sobre ellos esa preten­dida hegemonía.

En el mismo debate parlamentario Sánchez Albornoz sale al paso del terrible apóstrofe orteguiano -Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho- y corrige: Castilla hizo a España y España deshizo a Castilla. Esta frase es sólo parcialmente exacta. Como venimos dicien­do, Castilla, no ha creado a España, que, para bien o para mal, es obra de todos. Pero es desgraciadamente cierto que España, mejor dicho el Estado español, a través de sus formulaciones históricas, ha deshecho a Castilla, y, ;para rematar, en la última versión padecida, ha expoliado al pueblo castellano dejándole en trance de muerte colectiva.

 

En los últimos años Julián Marías viene predicando una tercera proposición: Castilla se hizo España. Dice que la empresa de «hacer España» consistió muy prin­cipalmente en que Castilla se hizo España descastella­nizándose como forma particular: Castilla se transfor­ma, pierde su castellanla exclusiva, se españoliza y al hacerse España, «fundó la primera nación moderna e inventó las Españas». Por eso entiende Marías que Cas­tilla no puede ser castellanista --«porque dejaría de ser castellana»- y no puede haber un nacionalismo caste llano. La misión que atribuye a Castilla es la de afir­marse como potencia de españolización.

 

En este momento histórico en que los pueblos es­pañoles se esfuerzan afanosamente por encontrar su propia identidad -desfigurada por siglos de opresio­nes-, para articular entre todos una España solidaria, Marías reserva a Castilla, el extraño papel de prescindir de sí misma y dedicarse a proyectar la hispanización de los demás. Es decir, en una palabra, a continuar ejer­ciendo el supuesto protagonismo --poco grato a los pue­blos hermanos- de la «Castilla española».

 

Otra vez vuelve a ignorarse que Castilla no es el poder central, ni las estructuras de Madrid, ni el reino de Castilla y León. Castilla es un pueblo, o si se quiere una región -así lo reconoce Marías, por lo que su pen­samiento en este tema se mueve en un marco de contra­dicciones--, y carece de sentido atribuirle en exclusiva tanto las glorias como los errores y abusos del poder es­pañol.

 

La moderna historiografía catalana ha revisado en profundidad los viejos prejuicios anticastellanos y ha venido a encontrarse con la realidad histórica, popular y cultural de la auténtica Castilla: un pueblo renova­dor y progresivo, imbuido de un sentido igualitario y democrático de la vida, que cuando consigue emanci­parse de la monarquía de León y fundar su propio es­tado, da lugar a la primera democracia europea. Con la anexión de Castilla a la corona llamada castellano-leo­nesa, germen del Estado español, Castilla pasa a ser sólo una de las partes sujetas a una estructura global de poder. El pueblo castellano no ha oprimido a nadie.

 

El mismo Rovira y Virgili rectifica su concepto de Castilla. En 1938 pronuncia en el Ateneo de Barcelona, estas nobles palabras: «Yo no he acusado nunca a Cas­tilla de la caída de Cataluña. Yo he acusado a la mo­narquía. No fue Castilla la que oprimió a Cataluña, sino la Casa de Austria. Yo siempre he creído que Castilla es un gran pueblo, propicio a las más nobles gestas. Cataluña y Castilla son dos pueblos de un gran espíri­tu, excelentemente dotados para acometer y llevar a término grandes empresas.»

 

En definitiva, estas empresas, y en primer lugar la de una articulación fraterna y fecunda de la comunidad española, son las que se ofrecen, y de las que sin duda son capaces, a todos los pueblos que la integran, y que habrán de llevarla a cabo en pie de igualdad.

La clave radica en el interrogante que se hacía Bosch­Gimpera: ¿Dónde está la verdadera España y su verda­dera tradición, en la que pueden hermanarse todos, leo­neses, asturianos, gallegos, vascos, castellanos, extre­meños, manchegos, andaluces, murcianos, canarios, ca­talanes, aragoneses y valencianos? En España hay que buscarla debajo de las estructuras que la han ahogado secularmente.

 

(Memorial de Castilla, Manuel González Herrero, Segovia 1983.pp 119-131)

 

LA “COMUNIDAD CASTELLANA”

 

 

En la villa, de Covarrubias (Burgos), delante de las tumbas del buen -conde Fernán González -primer con­de independiente de Castilla- y de su mujer, doña San­cha, un grupo de castellanos de todas las tierras de la región =desde la Montaña de Santander y la Rioja hasta las Sierras celtibéricas- han constituido, el 27 de febrero de 1977, la «Comunidad Castellana».

 

En el coro de la iglesia colegiata, ante los huesos sagrados y venerables del conde castellano, se ha redac­tado el documento por el que se proclama la Comunidad y se llama a todos los castellanos a trabajar por la recu­peración de Castilla: el "Manifiesto de Covarrubias». ¡Que Castilla despierte! «En medio de tanto desconcierto sobre todo 'lo que a Castilla se refiere, es sobremanera prometedor -ha escrito Anselmo Carretero y Jiménez­que hombres y mujeres de todas las tierras castellanas, con clara conciencia de lo que Castilla en el pasado fue y hoy es, y decididos propósitos sobre su futuro, se agrupen en torno a un llamamiento tan clarividente como el que en Covarrubias ha convocado a un renacer castellano.»

 

El objetivo esencial de la Comunidad -como pro­clama el Manifiesto de Covarrubias- es la restauración cultural, cívica y material del pueblo castellano; el re­conocimiento, afirmación y desarrollo de la personalidad de Castilla como entidad colectiva en el conjunto de los pueblos y países españoles; y la promoción de los intereses y valores de Castilla y de todos los pueblos, comarcas y tierras que la integran.

 

La Comunidad Castellana es un movimiento cultural y ciudadano, que, par definición de sus estatutos, se de­clara independiente de toda organización política. La integración de sus miembros se realiza por el ánimo co­mún de afección a la tierra castellana y la conciencia de que para levantar a Castilla, de su postración es precisa la colaboración solidaria de todos los castellanos.

 

Ante la dramática gravedad de la decadencia en que se encuentra sumida Castilla, la Comunidad estima que necesitamos, en esta crítica coyuntura histórica., no un regionalismo partidista o de facción, sino una moviliza­ción del conjunto del pueblo. Su concepción del regio­nalismo castellano -justamente en la fase histórica que estamos viviendo, y en función de esa muy grave situación en que se encuentra la región- es la de una empresa popular, ciudadana y comunitaria (la recu­peración del pueblo castellano) a la que son llamados todos los que sientan el espíritu castellano y aspiren a la renovación y resurgimiento cultural, económico y vital de nuestro pueblo. De esta tarea común -cual­quiera que sea la opción política concreta que cada uno acepte-- nadie puede ser excluido en principio, ni debe ser tratado -en forma peyorativa por motivaciones ideo­lógicas, de derechas o izquierdas, que no guardan rela­ción alguna con el sentido de la Comunidad. Sólo los hechos podrán señalar y excluir a aquéllos que con sus actos demuestren que únicamente representan a las explotadores, y también a los manipuladores, del pueblo de Castilla. Pero, como punto de partida, necesitamos un compromiso regional castellano, un lugar de encuen­tro y trabajo comunitario al servicio de la restauración de Castilla.

 

La Comunidad, que viene a trabajar por el renacer de la personalidad colectiva de Castilla y por las inte­reses, de todas clases, del pueblo castellano, para ase­gurarle unas condiciones ;dignas de vida, en pie de igual­dad con los demás de España, se declara también y por eso mismo- enraizarla en la genuina tradición his­tórica de Castilla.

 

Y así, establece que la enseña, colores y emblema de la Comunidad serán los tradicionales del reino castellano -castillo de oro en campo de guíes y pendón rojo car­mesí--, y reconoce el valor histórico y cultural de San Millán de la Cogolla, patrón de los castellanos. La Co­munidad considera como 'una evidencia histórica que racionalmente no se puede negar, que la enseña de Castilla, como pueblo, como nacionalidad. que desarrolló una lengua, una cultura y unas instituciones sociales, ,económicas, jurídicas y políticas peculiares, incluso a nivel de realización -cívica en un Estado castellano, es el pendón rojocarmesí con el castillo dorado, signo na­cional de Castilla,

 

Comunidad Castellana -entiende que para el desper­tar de la conciencia colectiva de los castellanos y el reencuentro con nuestra identidad de pueblo, es, fun­damental que sepamos enraizar en la tradición caste­llana, en la auténtica, y utilizar todos sus elementos. vá­lidos, como sustancia del progreso, que diría Unamuno. Afortunadamente, nuestra tradición genuina es popular,

democrática, comunera y foral: en una palabra, progre­sista. Toda ruptura con una tradición de esta clase cons­tituiría un imperdonable error.

 

Es, precisamente, el error y torpeza que amplios sec­tores de la izquierda española cometieron en el pasado al ignorar el potencial renovador de la tradición nacio­nal y abandonarlo en manos de las fuerzas reaccionarias. Se lo señaló Menéndez Pida-l: «A pesar de Costa, Gani­vet o Unamuno, las izquierdas siempre se mostraron muy poco inclinadas á estudiar y afirmar en las tradi­ciones históricas aspectos coincidentes con la propia ideología. Tal pesimismo histórico constituía una ma­nifiesta inferioridad de las izquierdas en el antagonismo de las dos Españas. Con extremismo partidista abando­nan íntegra a los contrarios la fuerza de la tradición.»

 

Esto es 1o que no debe hacerse. Puesto que tratamos de encontrarnos como pueblo, es preciso que volvamos a nuestras fuentes y que, en todo lo que sea posible, po­sitivo y valedero, permanezcamos unidos a la tradición del propio pueblo.

 

Nosotros

que entre los recuerdos de ayer

 buscamos cada mañana

renacer,

 

canta la Comunidad en la voz limpia de Amparo Gar­cía Otero.

 

Comunidad Castellana reivindica una Castilla libre de la confusión, una Castilla auténtica e íntegra, sin amalgamas ni mutilaciones. La región es Castilla la Vieja, con las comarcas castellanas comprendidas en el territorio de las actuales provincias de Valladolid y Palencia, y las tierras comuneras de la llamada Castilla la Nueva, en sus provincias de Madrid, Guadalajara y Cuen­ca. Frente a la gravedad de la decadencia castellana, la Comunidad estima que la única opción operativa y vá­lida, por larga y dificil que sea la tarea, es la afirmación radical y diamantina de la Castilla auténtica.

 

Especialmente la Comunidad sostiene la castellanía indiscutible de la Montaña de Santander y de la Rioja, donde nació Castilla y se forjaran muchos de los ele­mentos esenciales del temperamento castellano. Para la Comunidad es absolutamente inadmisible todo intento de desgajar las ramas cántabra y riojana del tronco co­mún castellano. La Comunidad entiende que Cantabria y la Rioja pueden realizarse plenamente con el respeto a su personalidad y autonomía, dentro de una Castilla, verdadera, concebida no como un ente uniforme, sino como lo que Castilla,es en realidad: una unión o con­federación de tierras y comarcas diversas, con rasgos de identidad propios y que por ello deben ser autónomas. En Castilla es preciso representarse el autogobierno no sólo como un sistema hacia afuera, sino también, con­forme a la propia contextura de la región, hacia dentro.

 

De modo singular también -conforme resulta cons­tantemente de los documentos emitidos por la entidad-, la Comunidad es contraria a la amalgama "castellano­leonesa», que considera errónea y sumamente perjudi­cial para ambos pueblos. Ahora es el momento de ir estableciendo las identidades y, por supuesto, parece in­dudable que no existe una colectividad, un pueblo «cas­tellano-leonés». Ante la regionalización del país Castilla no puede ser confundida con León, ni León con Castilla, sino que ambas regiones, León y Castilla, deben afir­marse separadamente, cada una con su propia entidad, y -desde luego, sin perjuicio de la solidaridad fraternalentre leoneses y castellanos y de su mutua colaboración en todas las empresas que sean comunes.

 

Los promotores de la confusión «castellano-leonesa» no tienen reparo en hablar unas veces de Castilla la Vieja y, a renglón seguido, de "Castilla-León», apoyando la justificación de este híbrido castellano-leonés en argu­mentos economicistas, en definitiva de corte tecnocrá­tico, y en invocaciones geográficas --cuenca del Duero, las nueve provincias (Santander y Logroño no les inte­resan), meseta, etc.-; es decir, responden a los mismos esquemas mentales que los inventores de los departa­mentos franceses, de nuestras provincias, de los conse­jos económicos sindicales o de la «región Centro». En suma, contemplamos un nuevo efecto del espíritu cen­tralista. Que, ahora, para configurar las nuevas regio­nes -sin dejar de invocar, falsamente, los hechos his­tóricos, culturales y populares- apelan a motivaciones económicas o, incluso, simplemente comerciales.

 

Por otra parte, es palmario el papel subalterno, re­sidual y a extinguir que se adjudica a León en ese com­puesto castellano-leonés. Es como si se tratara, de modo más o menos discreto y paternalista, de mencionar a León para salvar las formas, pero tendiendo a la liquida­ción de su entidad regional en una abrumadora prepo­tencia del factor supuestamente castellano. Esta actitud hegemónica ~es radicalmente contraria al verdadero es­,píritu castellano. Por ello es rechazada ~de plano por la Comunidad, que reconoce y afirma la gran personalidad del pueblo leonés, uno de los más viejos e importantes de España, y no puede colaboraren ninguna invención que tienda a desconocerla o que -de hecho la desconozca y menoscabe.

 

Por estas raes, y en suma porque hay leoneses y hay castellanos conscientes de su respectiva identidad,la Comunidad Castellana y el Grupo Autonómico Leonés (G. A. L.) han establecido el Acuerdo de Benavente sus­crito el 30 de octubre de 1977, en el que se sientan afir­maciones tan claras y concluyentes como las que siguen:

 

«1. Proclaman que León y Castilla son dos entida­des históricas y culturales, dos regionalidades diferen­ciadas y cada una de ellas con personalidad propia.

 

2. En consecuencia, rechazan todo intento de con­figurar una supuesta región "castellano-leonesa», por estimar que se trataría de una región inventada y falsa, contradictoria :de las realidades populares y culturales de León y de Castilla y perjudicial para los intereses de ambas regionalidades.

 

3. Consideran que la región es y ha de reconocerse como una comunidad humana, definida por un conjunto de factores geográficos, históricos, culturales y económi­cos, y no puede delimitarse artificialmente por decisio­nes de grupos o imposiciones del Estadio, y menos par­tiendo como base de las actuales provincias, es decir de una división administrativa artificial y que desconoce y oprime las realidades populares de las comarcas de León y de Castilla. Por consiguiente, estiman que corresponde a los pueblos castellano y leonés, y solamente a ellos, decidir sobre su identidad y sobre las mutuas relaciones de cooperación que deseen establecer, en un marco de libertad y determinación autónoma que ha de fundarse en el reconocimiento y respeto de la diferente persona­lidad colectiva de León y de Castilla, sin perjuicio de la solidaridad entre sus pueblos.»

 

Por otra parte Comunidad Castellana acude a la des­mitificación de Castilla y de su supuesta historia: cons­ciente de que es absolutamente necesario «recomponer la certera memoria de sus días primigenios» y dejar a Castilla «desnuda de artificio», como rezan los versos de Ignacio Samz.

 

Así, también con los autonomistas leoneses y con mo­tivo de la conmemoración de la derrota de Villalar, la Comunidad de Segovia ha establecido la llamada "Decla­ración de Arévalo», de 1 de abril de 1978, en la que se formulan las siguientes precisiones desmitificadoras:

 

«Primera.-Para contribuir a clarificar la confusión reinante en torno al significado del alzamiento llamado de los Comuneros de Castilla -confusión que proviene de una falsa identificación de todas las regiones y pueblos comprendidos en la corona titulada de Castilla y León, con el nombre de Castilla- es preciso señalar que el movi­miento comunero no es exclusivo de estas dos regiones, sino que en el mismo participaron en mayor o menor me­dida todos los países de los reinos de León y Castilla (Ga­licia, Asturias, León, Extremadura, Castilla, País Vasco, Madrid, Toledo -o Castilla. la Nueva-, Andalucía y Murcia).

 

Segunda.-Este movimiento no tuvo el mismo carácter en los diferentes lugares en que se produjo, pero valorado en su conjunto puede considerarse básicamente como una rebelión popular y patriótica contra el cesarismo del em­perador Carlos V, los agravios de los ministros extranje­ros, y la dominación de las clases sociales más podero­sas, así como un intento de limitación del poder real y recuperación de ciertas libertades democráticas.

 

Tercera.-En, este sentido, reafirmamos nuestra plena y profunda identificación con el alzamiento comunero, que forma parte indisoluble de la historia de nuestros pueblos en su lucha por las libertades, y proclamamosnuestra solidaridad con la conmemoración de la derrota de Villalar y con el perenne recuerdo de los líderes comu­neros, Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldo­nado, y demás víctimas sacrificadas por la represión im­perial.

 

Cuarta.-Pero Villalar no puede reducirse a un exclu­sivo símbolo de los pueblos de León y de Castilla --ni de su actual regionalismos---, ni debe atribuirse sólo y parti­cularmente a Castilla la gloria de la revolución comunera; sino que pertenece a todas las regiones y países de los antiguos reinos que se alzaron contra el cesarismo im­perial.

 

Quinta.-En especial, rechazamos el propósito que por algunos se persigue de secuestrar el significado, de Villa­lar y vincularlo a la afirmación de la supuesta región «castellano-leonesa», de un pretendido e inexistente «pue­blo castellano.leonés» y de una preautonomía de «Casti­lla-León», que no es !auténtica, carece de contenido real y no tiene otro valor que el de la simple configuración de una nueva división administrativa, centralista, arbi­traria y falsa.

 

Contrariamente, y en base a. la realidad de nuestros dos pueblos, sostenemos que hay dos regiones, la leonesa y la castellana, cuya amalgama implica la disolución de la identidad de ambas.

Para esto no puede utilizarse el nombre de Villalar; y por ello instamos a los pueblos de León y de Castilla a reivindicar su verdadera significación.»

 

La Comunidad se representa la realidad actual, deso­ladora, de la colectividad castellana. Sin conciencia de pueblo, reducidos a la condición de gentes amorfas, sin historia conocida y querida, sin personalidad cultural, y es más, confundidos por unos y otros con lo que no son, los castellanos se han visto impotentes para resistir las agresiones sistemáticas del centralismo político y cultural y :del desarrollismo económico.

 

El resultado está a la vista de todos. El pueblo cas­tellano, campesino en su mayor parte, ha sido expoliado, forzado a emigrar de una tierra empobrecida de la que las estructuras dominantes se han ocupado sólo para succionarle todos sus recursos. Varias provincias caste­llanas han perdido en veinte años la mitad de su po­blación; comarcas enteras se están desertizando, con den­sidades residuales de diez o doce habitantes por kiló­metro cuadrado, y sobre -centenares de pueblos pesa la amenaza de convertirse a corto plazo en montones de escombros.

 

Así Castilla, ha devenido dramáticamente una tierra subdesarrollada, casi destruida por un inicuo proceso provocado de degradación vital. Sólo si los castellanos acertamos a sentirnos pueblo, entidad colectiva definida por ;la historia, la cultura y la realidad misma, podre­mos asegurar nuestra supervivencia como comunidad humana.

 

El reencuentro de Castilla con su propia. identidad, la recuperación de la conciencia de su personalidad his­tórica y cultural, son las cuestiones en que radica el ser o no ser del pueblo castellano. Si resurge la concien­cia de «pueblo», y con ella, consecuentemente, por la misma naturaleza -de las cosas, la voluntad colectiva de continuar existiendo como tal, y de reclamar para ello los medios necesarios, Castilla se habrá salvado.

 

Esta es la tarea del regionalismo castellano y, natu­ralmente -y con esa vocación ha nacido-, de la Co­munidad Castellana.

 

Este regionalismo de Castilla -a pesar del supuesto y falso centralismo castellano- no es cosa de hoy ni pertenece al género, ahora cotidiano, de los oportunis­mos. Es justo recordar aquí, con reconocimiento a la lucidez y trascendencia de su labor, al padre del regio­nálismo castellano, al hombre que con una constancia y fidelidad admirables consagró toda su vida al estudio y defensa de los ideales castellanos: el segoviano Luis Carretero y Nieva, de quien hemos hablado ampliamen­te en páginas anteriores.

 

El regionalismo castellano ha de proponerse como misión esencial la recuperación de la Castilla auténtica, la vuelta a las raíces genuinas del pueblo castellano que dieron savia a la cultura, instituciones y vida fe­cunda de este pueblo.

 

La Castilla original, siglos ix al XIII, fue popular, de­mocrática y foral. Pueblo penetrado de un profundo sen­tido igualitario del que es expresión su aforismo esencial de que "nadie es más que nadie». Fuerza histórica reno­vadora frente al conservadurismo de la monarquía de León, este pueblo es el creador de la lengua castellana y de instituciones como las sentencias de los jueces po­pulares, el aprovechamiento colectivo de las grandes propiedades territoriales, la caballería democrática y el concejo: asamblea de todos los vecinos, hombres y mu­jeres, ricos y pobres, altos y bajos, que gobiernan libre­mente los asuntos de la comunidad.

 

Como ya hemos dicho, esa Castilla original y autén­tica fue desnaturalizada. Identificada y confundida fal­samente con el Estado español, se ha hecho responsable a -Castilla de todos los errores y excesos del Estado: del centralismo, del absolutismo, del imperialismo, de la opresión de los pueblos españoles; de todo cuanto han hecho, con desconocimiento de la rica variedad de los pueblos y países hispanos, la monarquía de los Austrias, la de los Borbones o el jacobinismo unitarista del si­glo XIX.

 

La realidad es que Castilla no ha oprimido a ningún pueblo, sino que ha sido la primera víctima del centra­lismo del Estado español, y -como declara el Manifiesto de Covarrubias,-- no sólo del centralismo político, sino de un centralismo cultural: el centralismo -de la cultura establecida en Madrid que ha desfigurado en todos sus aspectos --geográfico, histórico, político y cultural- el verdadero rostro de Castilla.

 

Los castellanos hemos de denunciar y rechazar la mitología falsificadora de Castilla. Una literatura cen­tralista, ignorante de las realidades de nuestro pueblo, ha sembrado la confusión y nos ha enfrentado, injusta y gratuitamente, con los otros pueblos españoles. Castilla no puede identificarse con el Estado español. Castilla no es la que ha hecho a España (que ¡es obra de todos). No es verdad --contra lo que dijera tantas veces y con tan dañoso error Ortega y Gasset- que sólo cabezas castellanas tengan órganos adecuados para !percibir el gran problema de la España integral, ni que Castilla sepa mandar y haya tenido voluntad de imperio.

 

A los castellanos -sigue el Manifiesto de Covarru­bias- no nos ha interesado nunca ni el mando ni el imperio. No es lo nuestro. La vocación castellana es hu­manista y el sentido de la vida de este pueblo, profunda­mente igualitario y ajeno a todo -propósito de imposición de unos sobre otros.

 

Castilla ha sido y es un pueblo modesto, recogido en sí mismo, sin ninguna pretensión hegemónica, que se ha visto absorbido y vaciado de su cultura y de sus ins­tituciones tradicionales, por un Estado global que le ha secuestrado hasta su propio nombre. El regionalismo de la Comunidad Castellana quiere rescatar la Castilla auténtica -popular, democrática, comunera y foral­ para que ocupe sencillamente un puesto igual y digno en el conjunto fraterno de los pueblos españoles: en una palabra, en la España de todos.

 

(Memorial de Castilla, Manuel González Herrero, Segovia 1983.pp 191-203)