Memorial
de Castilla
Manuel
González Herrero
2ª
edición aumentada. Segovia 1983
CASTILLA
COMO IDENTIDAD
Castilla
es una personalidad colectiva, una identidad histórica y
cultural. El pueblo castellano aparece en la historia a partir del
siglo IX como un ente nuevo y diferenciado,
como una nación original, crisol de cántabros, vascos y celtíberos, radicada
en el cuadrante noreste de la Península. Este pueblo desarrolla una cultura de
rasgos peculiares que trae el sello de su espíritu progresivo y renovador: la
lengua castellana y un conjunto de instituciones económicas, sociales,
jurídicas y políticas de signo popular y democrático, asentadas en la
concepción fundamental castellana de que «nadie es más que nadie».
Cuando este pueblo consigue realizarse
conforme a su propio temperamento y condiciones de vida, durante varios siglos,
a nivel incluso de un propio Estado castellano, Castilla da nacimiento a la
primera democracia que hay en Europa. Con la absorción de Castilla por la
corona llamada castellano-leonesa, germen del Estado español, Castilla pasa a
ser sólo una de las partes sujetas a una estructura global de poder. Este
poder no responde a los tradicionales esquemas populares y democráticos
castellanos, sino que acusa una vocación imperial y señorializante.
Paulatina
pero sistemáticamente se produce la cancelación de las instituciones
castellanas y el vaciamiento de las formas culturales genuinas de este pueblo,
aunque el Estado realice paradójicamente este proceso en el nombre de Castilla
-falsa Castilla- por haberle
secuestrado hasta su propio nombre. Naturalmente, de este proceso no es
responsable el pueblo leonés, primera víctima de las estructuras señoriales
que le habían sido impuestas y que se corrieron a Castilla y sucesivamente a
los demás pueblos que se fueron incorporando al Estado español.
Por
supuesto que la historia posterior a la absorción del reino castellano, hasta
la más reciente, es también historia de Castilla; pero con la diferencia de que
el pueblo castellano no ha sido ya protagonista sino súbdito.
La
autonomía, es decir la implantación en nuestra tierra de instituciones
administrativas y políticas propias, descentralizadas del aparato del Estado,
es un objetivo que los castellanos podemos, debemos y necesitamos alcanzar.
Ahora se nos ofrece la oportunidad histórica de rescatar a Castilla, la Castilla auténtica
-pueblo oprimido por el centralismo y que no ha sojuzgado a nadie-, devolverle
su verdadero rostro y asegurar a su pueblo la utilización de todos sus recursos,
el desarrollo de su cultura y de sus tradiciones, el resurgimiento económico y
vital, y el disfrute efectivo de las libertades individuales y colectivas,
acercando el poder al hombre, a los cuerpos sociales, a los municipios, a las
comarcas y a la Región.
Pero,
para alcanzar esa meta, es preciso recorrer un cierto camino. No parece válido
que, por prisa, impaciencia o mimetismo,
nos dediquemos de entrada a postular estatutos de autonomía o nos afanemos por
esa invención llamada preautonomía, espejuelo carente sin duda de seriedad y
contenido real. Aunque estos esfuerzos sean respetables y hechos de buena fe,
dado el estado de la región en la que no existe todavía un grado de conciencia
mínimamente suficiente, pueden ser en realidad artificiosos y prematuros y a la
larga perjudiciales por la desilusión popular que el previsible fracaso de
una autonomía inauténtica ha de conllevar.
Por
ello más bien parece que lo que ante todo se necesita es trabajar para que el
pueblo castellano recupere la conciencia de su personalidad colectiva; para
que ese sentimiento soterrado que tiene de que es castellano, aflore al plano
lúcido de la conciencia y sepa y sienta que nosotros somos también un pueblo,
una personalidad histórica y cultural, una comunidad humana definida. En
seguida vendrá, por la propia naturaleza de las cosas, la afirmación y el
consenso mayoritario de este pueblo para reinvindicar su autonomía y asumir
las capacidades políticas necesarias para ejercer el protagonismo y
responsabilidad de sus propios asuntos, en constante y fraterna relación con
todos los pueblos de España. La autonomía, o será el resultado de la
conciencia de identidad del pueblo o no será sino un artificio
político para distraer su atención de los verdaderos problemas que le afligen.
¿Cuál es la tarea y cuáles son los
objetivos que tenemos pendientes?.
Trabajo
constante orientado a la renovación cultural
del pueblo castellano de cara al reencuentro con su propia identidad colectiva; profundización en la cultura castellana;
defensa y promoción de todos los valores e intereses de la Región y, particularmente,
por su injusta marginación, los de la población campesina; democratización
efectiva de la vida local; descentralización autonómica de los municipios;
institucionalización de las comarcas por integración libre de poblaciones de
mayor afinidad, y equipamiento moderno y completo de las cabeceras comarcales
rurales. En una palabra, sacar a la
Región del subdesarrollo en que está sumida. He aquí la
tarea, larga, difícil y a desarrollar de abajo a arriba, que nos conducirá al
renacimiento de Castilla.
En
este gran quehacer de restablecer nuestra comunidad regional, se debe hacer lo
posible para que no incidan, haciendo inviable la empresa, los' problemas
ajenos a la Región
en cuanto tal, es decir las cuestiones o tensiones de la política a nivel del
Estado español. Quiere decirse que, ante la extrema gravedad de nuestra
decadencia presente, para restaurar la Región --«área de vida en común»- deberemos
esforzarnos para preservar y desarrollar el sentido solidario y comunitario
del pueblo en su conjunto, relegando todo planteamiento
de facción. Porque, en una palabra, necesitamos
un ideal común: el resurgimiento cultural, cívico y económico de nuestra
tierra. Este ideal común debe ser asumido por todas las clases y grupos
sociales de Castilla, en un pacto regional para la recuperación y progreso de
nuestra colectividad.
La
región es una realidad compleja, hecha de factores geográficos, históricos,
antropológicos y culturales, y también económicos. Pero no es un hecho económico.
El planteamiento técnico-económico, o tecnocrático, de la región, contemplada
como un mero marco más eficiente para la organización de los servicios púbicos
y de las relaciones de producción, no es sino una
variante del centralismo político y administrativo
y nada tiene que ver con una concepción humanista y progresista del hecho
regional, entendido como ámbito de vida humana comunitaria, como entorno
ecológico y cultural del hombre y vía más efectiva para su liberación.
La
región es básicamente un hecho cultural:
una comunidad entrañada por la tierra, la historia, los antepasados,
las tradiciones, las costumbres, las formas de vida, el entorno biocultural y
social, el medio en que se nace (o, como dice Santamaría Ansa, el medio que nos nace). Es la «nación
primaria», en el sentido -humano y cultural, no ideológico, no politizado- con
que esta expresión ha sido acuñada por Lafont. Es lo que nosotros llamamos un pueblo: una comunidad de hombres que viven
juntos y que, por la conjunción de una serie de factores comunes, se reconocen
como una identidad.
Por
eso las regiones no pueden ser inventadas o fabricadas. He aquí una corrupción
y falsificación del regionalismo. La región no es un simple espacio territorial;
es un espacio geográfico, cultural y popular. La región tiene que ser concebida
a nivel de pueblo; es la casa, geográfica e institucional, de un pueblo. En
otro caso se trataría simplemente de una nueva división
administrativa del Estado, tan artificiosa como los departamentos o las
provincias.
En
España la necesidad de articular un auténtico regionalismo popular -para todos
y cada uno de los pueblos que integran la superior comunidad nacional española,
a medida que vayan adquiriendo la conciencia de su identidad- es particularmente grave. Nada tan
distorsionante para el futuro de España como la concurrencia de tres
nacionalidades --Cataluña, País Vasco y Galicia-, fundadas en la 'realidad de
sus respectivos pueblos, con otra serie de regiones -por ejemplo,
Castilla-León, Castilla-Mancha- trazadas artificialmente con criterios
políticos o económicos y que, por tanto, giran en órbita heterogénea e
inarmónica respecto de las otras. Todos los pueblos españoles deben recibir el
mismo tratamiento regional y autonómico; mejor dicho, se les debe reconocer
idéntico derecho y oportunidad; sólo dependiente, en cuanto a su realización,
del grado de conciencia, voluntad y madurez colectiva que vayan afirmando.
En
lo que a nuestra tierra se refiere, creemos que la pretendida región
castellano-leonesa es evidentemente falsa. No guarda ecuación con las
realidades populares. Sus partidarios la definen como «las nueve provincias de
la cuenca del Duero». Pero, sin duda, la «cuenca del Duero»
(Valladolid) es un artificio tan arbitrario y centralista como la ,«región Centro« (Madrid).
Estimamos
que hay una región leonesa y una región castellana, que son dos entidades
históricas y culturales, dos comunidades regionales diferenciadas. Su concreta
delimitación y la ordenación de sus relaciones son cuestiones que competen al
pueblo leonés y al pueblo castellano y que ellos mismos deben solventar, sin
que puedan darse por resueltas «a priori» en virtud de opiniones de
grupos o de imposiciones del aparato del Estado.
En
este sentido, los castellanos hemos de saludar fraternalmente a los movimientos
regionalistas leoneses, que justamente reivindican la personalidad del pueblo
de León, y ofrecerles toda nuestra solidaridad y la voluntad de colaborar,
cada uno en su sitio y en pie de igualdad, en la defensa de los intereses y en
la recuperación de la identidad
y autonomía de las !dos regionalidades.
En
cuanto a Castilla, entendemos que se trata de Castilla la Vieja -norte de la
cordillera carpetana--, por supuesto con la Montaña de Santander y la Rioja , cunas indiscutibles
del pueblo castellano y componentes fundamentales de su personalidad colectiva;
junto con las tierras castellanas del sur -de las actuales provincias de
Madrid, Guadalajara y Cuenta-, que son tan castellanas como las del norte.
También aquí, por lo que se ,.refiere a la delimitación de estas tierras castellanas
comprendidas administrativamente en Castilla la Nueva , con las de la Mancha , que integra otra
región con personalidad propia, la decisión corresponde a los pueblos
interesados, a través de un proceso serio de información y autoreconocimiento.
León,
Castilla y la Mancha ,
es decir los países' englobados en las áreas administrativas de León, Castilla
la Vieja y
Castilla la Nueva ,
tienen en efecto serios problemas de identidad y límites. El proceso de
restauración de estas regiones, corno identidades populares, no puede
sustanciarse con fórmulas precipitadas y arbitrarias, que, duna vez más, no
serían sino manifestaciones del espíritu centralista y del desconocimiento y
menosprecio de las realidades culturales' y populares que integran España.
Pertenece
a los mismos pueblos, leonés, castellano y manchego -que ahora empiezan a
despertar y a preocuparse por ala búsqueda de su identidad- resolver libremente sobre sí mismos y
sobre la organización que hayan de darse. En esa tarea, de información, concienciación
e institucionalización, es necesario obviamente que estos pueblos con
dificultades colaboren y se ayuden mutuamente en un marco particularmente
flexible de comprensión, respeto y solidaridad, hasta que logren profundizar y
aflorar las verdaderas entidades populares que subyacen bajo las
superestructuras ,administrativas.
pp.
13-22
Como es sabido, los pueblos castellanos se separaron en el siglo x de la
monarquía leonesa para afirmar su personalidad nacional y crear su
propio Estado, expresión política de una nueva, original y renovadora comunidad
histórica: Castilla.
León y Castilla -por sus orígenes, constitución e historia-
son dos identidades, dos etnias diferenciadas, de gran significación e
importancia en el conjunto español, y que, a través de los tiempos y a pesar
de su integración en una sola estructura política estatal -la Coro na de León y Castilla o
de Castilla y León, germen del Estado español-, han mantenido hasta el presente
su propia individualidad.
León y Castilla son dos pueblos, dos reinos, dos regiones
históricas diferenciadas. Puede :defenderse racionalmente que esas dos
regiones convenga o no que se junten o integren en una sola circunscripción u
organización administrativa, por razones políticas o por cualquier otro tipo
de argumentos. Pero nunca se podrá negar, razonablemente, que León y Castilla
son dos entidades históricas diferentes.
Desde su aparición en la escena histórica -como viene
predicando, con rara y admirable constancia, Anselmo Carretero y Jiménez-
Castilla y León son dos nacionalidades, no sólo distintas sino procedentes de
troncos enteramente diferentes. El reino de León nace cuando los reyes de
Asturias, en el siglo x, dejan Oviedo y trasladan la capital a León, al lugar,
donde estuvo el campamento romano de la Legio Séptima
Gemina, a la entrada de la llanura de Campos, los Campos Góticos de sus
antepasados. Tiene, pues, sus orígenes en la Recon quista iniciada en Covadonga, de carácter
predominantemente visigótico. Castilla nace en el «pequeño rincón» donde los
montañeses cántabros, aliados con sus vecinos los vascos, defienden su
independencia frente a los, moros y a los reyes -de León, como sus padres la
habían defendido frente a los de Toledo y sus abuelos frente a las legiones de
Roma. Sus raíces y sus orígenes sociales son, por lo tanto, predominantemente
autóctonos. León y Castilla, desde sus comienzos altomedievales, representan en
la historia ' , de España estirpes y tradiciones, estructuras sociales y
económicas, instituciones políticas y concepciones e ideas diferentes, y en
muchos aspectos antagónicos. Al aparecer los castellanos en la escena
peninsular -foramontanos cántabros que comienzan a balbucir un nuevo romance,
a llamar a su país Castilla y a considerarse castellanos, la monarquía
astur-leonesa seguía su original designio de restaurar para las oligarquías
hispano-godas el imperio de Toledo.
Castilla se diferencia de León por la lengua,,por el derecho
y por la organización institucional. La lengua: el castellano, asombrosamente
innovador, frente a la arcaizante lengua, leonesa, progresivamente empujada hacia
occidente. Todavía en el siglo xIII, en Valladolid y Tierra de
Campos hablaban leonés, cuando ya en Cuenca se hablaba en
castellano.,El derecho: los castellanos rechazan el Fuero Juzgo, el romanizado
código visigodo, y se rigen por su derecho consuetudinario local, aplicado por
jueces de elección: popular. Las instituciones: de signo y tendencia
democrática, comunera y foral; con vocación hacia formas sociales
igualitarias, horizontales y abiertas.
Veamos lo que dicen al respecto los más reputados
historiadores españoles:
a) «Castilla
fue un pueblo de hombres libres, medianos y pequeños propietarios, agrupados
en pequeñas comunidades rurales también libres, y fueron en ella excepción
las clases serviles. La presencia en tierras leonesas de una aristocracia
laica y clerical importante, explica su diferencia con Castilla.»
«La existencia en Castilla de una larga serie registrada de
aldeas libres habitadas por libres propietarios, en función del talante
castellano y de las circunstancias históricas en que vivió el país, produjo la
singular sociedad castellana de la que muchas veces me he ocupado. Como los
pequeños propietarios de tierra galaico-portugueses y del reino de León strictu
sensu, sufrieron los de la Cas tilla
condal el gran tirón de la ventosa clerical y nobiliaria. Pudieron, sin
embargo, defenderse de ella mucho mejor que los primeros y mejor también que
quienes moraban en la zona leonesa. Los condes de Castilla, necesitaron de
ellos para mantenerse libres frente a los reyes de León y frente a los califas
de Córdoba. La clerecía y la aristocracia no habían triunfado en tierras
castellanas como en las galaico-portuguesas y ni siquiera habían medrado como
en las legionenses. Y muy pronto cristalizaron en Castilla instituciones que
ayudaron a los pequeños propietarios libres a mantener su primitivo status
jurídico.»
«La lejanía de la corte y el peligro de la lucha apartaron
de Castilla el mayor caudal de la corriente inmigratoria mozárabe y alejaron
-de ella a los grandes magnates de las dos aristocracias. No sufrió así
intensamente el contagio de la decadente mozarabía ni la prepotencia de los
grandes señores, de la iglesia o de la aristocracia. Continuó siendo tierra de
hombres libres agrupados en pequeñas comunidades rurales'.»
«Fue, por tanto, en tierras castellanas donde se inició una
sensibilidad política de signo popular frente a la ya cargada de esencias
señoriales de León. Los condes de Castilla necesitaron de la asistencia
entusiasta de los moradores en su condado para mantenerse frente a los reyes
leoneses y para defenderse de los duros ataques musulmanes, y no mermaron sino
que aumentaron las libertades de los campesinos castellanos. Los infanzones o
nobles de sangre del país no se trocaron en
grandes señores, sino que siguieron siendo a modo de
caballeros rurales. De entre los pequeños propietarios no nobles se decantó una
nueva clase social: la de los caballeros villanos». (Claudio Sánchez Albornoz.)
b) «Castilla
llevaba muy a mal el tener que peregrinar en alzada a León, porque propugnaba
en general la legislación del Fuero Juzgo, prefiriendo regirse por sus
costumbres locales. Castilla se rebeló contra León y rechazó el Fuero Juzgo,
para aplicar su derecho consuetudinario local, y al romper con una norma común
a toda España, surge como un pueblo innovador y de excepción.» (Ramón Menéndez
Pidal. )
c) «En lugar del aristocratismo romano-visigótico de las
castas dominante, en Castilla nos sorprende una democracia igualitaria; en
lugar de la propiedad señorial de nobles y prelados, una repartición del suelo
en propiedades familiares, con comunidades de bosques y aguas; en lugar de la
legislación romano-visigótica o Fuero Juzgo, los fueros de la repoblación, y a
falta de ellos, los usos y costumbres tradicionales; en lugar del centralismo
unitario, la federación de pequeñas comunidades libres.»
(Fray Justo Pérez de Urbel.)
d) «El pueblo
castellano,; de sangre vasca y cántabra, se conforma en una sociedad abierta,
dinámica, arriesgada, como lo es toda estructura social en una frontera que
avanza. País revolucionaria, sin clases sociales cerradas, en que el villano
puede elevarse fácilmente a caballero y llegar a la riqueza si le ;favorece la suerte del botín.» (Jaime
Vicens Vives.)
e) «Etnicamente había en Castilla elementos bárdulos y
vascones que no existían en León, y en su repoblación habían intervenido poco
los elementos mozárabes,, que acudieron al territorio leonés, menos expuesto.
Socialmente en Castilla no hubo los grandes magnates que ' en León, y su
secuela de servidumbre, sino pequeños infanzones y hombres libres, agrupados
en pequeñas comunidades, que no tardaron en gozar de autonomía. Jurídicamente
los leoneses eran aferrados a la tradición visigótica y a la ley escrita del
Fuero Juzgo; mientras los castellanos concedían la primacía a las costumbres',
al fuero llamado de albedrío, que permitía sentenciar por fazañas o
jurisprudencia de, jueces venerados, que transmitiéndose por tradición oral,
podía aplicarse en casos análogos. Les irritaba, además, tener que acudir a
León para dirimir sus pleitos.» (Ferrán Soldevilla. )
Registremos también, por último, la lúcida reflexión que
hace Fernando Sánchez Dragó sobre lo más esencial y hondo de la entidad
castellana, en las conversaciones publicadas en Más allá de la memoria (Bel y Molinero; Burgos, 1981,;,pág. 160):
«En Castilla existe un tribalismo, un tribalismo que se
traduce en esa atomización de la que a su vez se deriva un,pluralismo que no
existe en otras partes. De hecho, Castilla es el gran reducto
de lo foral. Los condes castellanos son los que esgrimen este
foralismo frente a los reyes' de León,~que es la primera forma de democracia,
la primera forma de manifestación política popular que se conoce en Europa.
Existen también, por supuesto, en el País Vasco, en Aragón..., pero yo creo que
la esencia, el cogollo del foralismo es castellano. Aquí subsisten,
conservados como en ninguna otra parte, los usos y costumbres. En ningún sitio
están tan vivos ni tan sentidos. Y el folklore y las, fiestas tradicionales se
mantienen con un arcaísmo que sólo se encuentra en Castilla. Pues bien, frente
a la tendencia centrípeta representada,,por el imperialismo de lo
astur-leonés, Castilla significa lo comunitario. Esto es un rasgo fundamental
para la definición de lo castellano. Hay en Castilla un sentido esencial de
comunidad en los pastos, en las minas, en los bosques, en las aguas..., lo que
da lugar a una estructura jurídica, organizativa y legal diferente de las otras
partes de España a lo largo de la historia. Y luego, también, junto a ese
nomadismo y este foralismo, yo diría que hay otro elemento imprescindible para
entender qué es Castilla, y ese elemento es lo
autóctono, ese sentido, como decía antes, de pervivencia de los pueblos
primitivos hispánicos frente a las superposiciones romanas, godas y europeas.»
Castilla, en efecto, por su propia naturaleza histórica y
cultural, no ha sido nunca
un todo uniforme y homogéneo, sino más bien un rico y variado mosaico
de pueblos, países, comarcas, territorios, con personalidad, tradiciones
sociales y populares e instituciones propias, unidos por lazos de tipo que hoy
llamaríamos confederal.
Desde ese primer cimiento que fue Castilla Vieja -como canta
el Poema de Fernán González-, Castilla fue creciendo por la incorporación de
nuevas entidades territoriales que en todo caso, y dentro de esa espléndida
diversidad, siguieron manteniendo una sustancial identidad institucional y
cultural. Por eso, sin duda, el poema habla una y otra vez, en plural, de los
pueblos castellanos.
(Memorial de Castilla, Manuel González Herrero, Segovia 1983.pp
25-31)
EL ENGENDRO DE “CASTILLA Y LEÓN”
El conglomerado que llaman «Castilla y León» es, obviamente,
una mera invención tecnocrática, que no responde más que a motivaciones e
intereses políticos.
«Castilla y León» es un híbrido extraño en el que «Castilla»
es lo que cuenta y León queda reducido a un papel subalterno y residual. Se
entiende la falsa Castilla, la «grande e imperial, que subyace en esta concepción
-teorizada en la elucubración totalitaria de Onésimo
Redondo-, y que implica la anulación de la identidad leonesa.
Hecho lamentable, atendida la relevancia de la personalidad histórica y
cultural del reino de León o País leonés y su muy destacada significación en el
conjunto de los pueblos de España.
Los partidarios de este artificio, para nombrar a la
pretendida región hablan indistintamente de Castilla y León o de Castilla,
nunca de León. Para ellos se trata de una hipóstasis «castellana»; usan,
increíblemente, la dualidad «Castilla y León» como sujeto singular, y han
llegado a inventar la entelequia de «lo castellano-leonés»: el pueblo
castellano-leonés, la cultura castellano-leonesa. Para ellos ya no hay
castellanos o leoneses, netos y claros, cada uno en su propia identidad, sino
sólo esa miscelánea de «castellano-leoneses». Nos preguntamos: ¿es posible,
para un hombre de León o Zamora, de Burgos o Soria, ser y sentirse
castellano-leonés?
Su argumento consiste en que, desde el siglo xIII, Castilla,
y León están unidos, mezclados y confundidos en una sola entidad histórica, ya
homogénea, y que no hay dos regiones diferentes, sino una sola, que coincide
con la cuenca del Duero. (No tienen empacho alguno en excluir de Castilla, sin
contemplaciones, a tierras o provincias tan esencialmente castellanas como las
de Santander y Logroño.)
Parece claro que no es así. Tradicionalmente, a efectos
culturales, administrativos, oficiales, etc., se ha reconocido siempre como un
hecho natural la existencia de las dos regiones, hasta que arbitrariamente, en
nuestros días, las han fusionado los partidarios de esta «duerolandia», centrada en Valladolid. (Territorio,
por otra parte, desde el punto de vista práctico o político, demasiado extenso
y heterogéneo para permitir una administración autónoma eficaz.)
León y Castilla no pueden confundirse o identificarse con la Corona o Estado de ese
nombre. Solamente son partes, regiones, países o reinos de esa Corona;
juntamente con otros: Galicia, Asturias, Extremadura, Toledo-Mancha, Andalucía,
Murcia, etc. Todavía en los siglos xIv y xv -reconoce Valdeón--, el reino de
Castilla «estaba integrado por un mosaico heterogéneo de regiones, cada una de
las cuales presentaba sus propios rasgos no sólo desde el punto de vista
físico, sino también en cuanto a los aspectos económicos, sociales y culturales.
En la meseta norte había profundos contrastes entre León y Castilla la Vieja , sin olvidar las
peculiaridades del territorio comprendido entre el Duero y el Sistema Central,
zona caracterizada por la repoblación concejil y el peso decisivo de la
orientación ganadera».
Además, León y Castilla, no son tampoco identificables
entre sí, sino que, aun formando parte integrante y destacada de una misma
Corona y Estado, conservaron su propia y respectiva individualidad.
Como señalan certeramente Carretero Jiménez y el inolvidable
maestro Bosch-Gimpera, la unión definitiva de las coronas de León y Castilla,
producida en 1230 bajo Fernando III, no implicó la fusión de sus diversos pueblos ni la uniformación de sus
leyes e instituciones. El Fuero Juzgo, profundamente romanizado,
continuó siendo la legislación fundamental en los países de la corona de León,
mientras que Castilla -en tanto pudo mantener sus identidades peculiares frente
al creciente unitarismo regio- conservó sus derechos forales, usos y costumbres,
es decir la tradición jurídica de la tierra, de honda raíz germánica. Las Cortes de ambos reinos se reunieron y legislaron de modo
separado para cada uno de ellos; en todo caso hasta comienzos del siglo
xIv, y frecuentemente después. Entonces, cuando se convocaron Cortes generales,
éstas no eran ya específicamente las de los prístinos reinos de León y Castilla,
sino conjuntamente las de todos los territorios pertenecientes a la Corona.
Notable, a este respecto de la diferenciación institucional
de León y Castilla después de su unión política, es el hecho de las
Hermandades. En 1282, para apoyar la rebelión del infante don Sancho contra
Alfonso X y propugnar la derogación de la nueva legislación alfonsina,
reivindicando los fueros, privilegios, cartas, usos y costumbres que tenían los
pueblos en tiempos de Alfonso VIII y Fernando III, se formó la «Hermandad de
los concejos de los reinos de León y Galicia» y,
separadamente, la «Hermandad de los concejos del reino de Castilla». A
la muerte de Sancho IV, en 1295, para protestar de los agravios que habían
recibido de los monarcas y reclamar sus fueros, nuevamente se formó una Hermandad
de los concejos del reino de Castilla, que redactó sus capítulos en Burgos el 6
de junio de este año, y el 12 del mismo mes, reunidos en Valladolid los procuradores
de los concejos leoneses, asturianos y gallegos, sellaron la carta de
Hermandad de los reinos de León y de Galicia. La Hermandad de Castilla
reconoce como cabeza a la ciudad de Burgos, donde quedaron depositados el
sello y el original de la carta y donde se celebraría la reunión anual de los
personeros, y, del mismo modo, la
Hermandad de León reconoce como su cabeza. y sede al concejo
de León. El mismo sistema rige en los ordenamientos de las Hermandades del
siglo xIv (Cortes de Burgos 1315, Carrión 1317, etc.).
En varias reuniones de Cortes, por ejemplo las de Burgos, 7
de febrero de 1367, reinando Enrique II, se pide y acuerda que los alcaldes que
se pusiesen en tierras de Castilla fuesen del reino de Castilla, y en tierras
de León que fuesen del reino de León, y para mejor guardar y mantener los
fueros de las ciudades, villas y lugares, se instituye el Consejo Real,
constituido por doce hombres buenos: dos del reino de Castilla, otros dos del
de León, otros dos de Galicia, otros dos del reino de Toledo,
otros dos de las Extremaduras y otros dos de Andalucía.
El reconocimiento oficial de la existencia de las dos
regiones de León y de Castilla -,ésta subdividida en Castilla la Vieja y Castilla la Nueva-- es una constantede
la tradición legal española, hasta la caprichosa invención del «ente
castellano-leonés» en nuestros días.
Por citar un ejemplo significativo, recordemos la
composición del Tribunal de Garantías
Constitucionales de la segunda República española.
Como es sabido, los artículos 121, 122, 123 y 124 de la Constitución de 1931
establecieron ese Tribunal con jurisdicción en todo el territorio de la República , para conocer,
entre otras materias de su competencia, del recursos de inconstitucionalidad
de las leyes, y del que formaría parte «un representante por cada una de las
regiones españolas, elegido en la forma que determine la ley».
Como se advierte, para los legisladores de la segunda
República española, a nivel de la organización constitucional de España, León
y Castilla sí que eran dos regiones diferentes, cada una de ellas con su propia
personalidad político-administrativa.
(Memorial de Castilla, Manuel González Herrero, Segovia
1983.pp 35-39)
En 1921 Ortega y Gasset escribía en su España invertebrada
una frase terrible: «Castilla ha hecho a España y Castilla la ha deshecho.»
Difícilmente ,hubiera podido acuñarse una sentencia
más errónea, más injusta y más perjudicial. En esa frase, dictada desde un
frívolo esteticismo literario, desde la soberbia de la cultura centralista -la
que el profesor Aranguren ha llamado la cultura establecida en Madrid-, que
ignora olímpicamente las realidades culturales de las provincias y regiones de
España, se condensa toda la falsa mitología de Castilla: la historia
castellana de España, la concepción castellana del país, la España castellana, en una
palabra la identificación y confusión de Castilla con el Estado español.
España es hechura de Castilla y tanto las glorias como los excesos y
responsabilidades del Estado han de atribuirse a Castilla.
Por consiguiente, la Castilla hegemónica, de vocación universal e
imperial, es responsable del unitarismo, del centralismo, del imperialismo, de
la opresión y sojuzgamiento de los otros pueblos españoles y, en definitiva,
del fracaso de la historia española, al no haberse logrado una fecunda
articulación de España.
Este es el pensamiento de Ortega y, en general, de los
escritores de la generación del 98, sobre una Castilla literaria, inventada y
falsa. Así, Unamuno escribirá que Castilla fue la que en España llevó a cabo
la unificación; Castilla ocupaba el centro y el espíritu castellano era el más
centralizador, a la par que el más expansivo, el que para imponer su ideal de
unidad, se salió de sí mismo; Castilla se puso a la cabeza de la monarquía
española y dio tono y espíritu a toda ella; paralizó los centros reguladores de
los demás pueblos hispánicos, inhibiéndoles la conciencia histórica en gran
parte; les echó en ella su idea, la idea, del unitarismo conquistador, y esta
idea se desarrolló y siguió su historia.
Es obvio que se trata solamente de literatura. Pero es
lamentable su ligereza, la falta de rigor y fundamento que la caracteriza.
Esos juicios nada tienen que ver con la realidad histórica, con la función que
Castilla ha desempeñado verdaderamente en la historia de España. Porque
Castilla, el pueblo y el estado castellano -cuando éste ha existido- ni ha
ejercido ninguna dominación ni ha oprimido a los otros pueblos españoles. Castilla ha sido la primera víctima, y una de las más sacrificadas,
del Estado español.
Ortega desarrolla la mitificación de Castilla como creadora
de España hasta extremos increíbles, por lo disparatados. «Porque no se le dé
vueltas: España es una cosa hecha por Castilla y hay razones para ir sospechando
que en general sólo cabezas castellanas tienen órganos adecuados para percibir
el gran problema de la España
integral. Desde un principio se advierte que Castilla sabe mandar. No hay más
que ver la energía con que acierta a mandarse a sí misma. Ser emperador de sí
mismo es la primera condición para imperar a los demás. Castilla se afana por
superar en su propio corazón la tendencia al hermetismo aldeano, a la visión
angosta de los intereses inmediatos, que, reina en los demás pueblos ibéricos.
Castilla acertó á superar sus propios particularismos e invitó a los demás
pueblos para que colaboraran en un gigantesco proyecto de vida común. Inventa
Castilla grandes empresas incitantes, que pone al servicio de grandes ideas
jurídicas, morales, religiosas, y dibuja un plan sugestivo de orden social.»
Esta pretendida sublimación de Castilla es perfectamente falsa. Como lo es el papel subalterno,
estrecho y mezquino que Ortega adjudica, de modo tan gratuito como poco,
integrador, a los otros pueblos españoles. Los castellanos no estamos más ni
menos calificados que los otros españoles para entender a España y para concebir
una patria entera y solidaria, ni nuestra visión histórica ha sido más
universal y lúcida que la de los' demás.
Castilla es un pueblo sencillo, modesto y llano; que a lo
largo de su historia lo que ha manifestado es una acusada tendencia a la
igualdad social; a la consideración y respeto de la dignidad y libertades de
las personas; a los usos democráticos, vividos realmente en la convivencia
cotidiana de sus comunidades; a la regulación foral, es
decir autonómica, de los diferentes organismos
sociales que han integrado el país. Precisamente por su instinto igualitario y
democrático, los castellanos no se han planteado nunca la aspiración de mandar
a los demás; y, entiéndase bien, no les han mandado.
Cuando Ortega insiste en el absolutismo castellano, en que
el imperio español es un imperio castellano y en que España es lo que Castilla
quiso que fuera -.«la misión de Castilla fue reducir a unidad las variedades
peninsulares»- está confundiendo lamentablemente a Castilla, al pueblo
castellano, con , el Estado español. Castilla protagonizó su propia historia
-pueblo y reino castellano- hasta el siglo xIIIi, cuando se produce la unión
definitiva; de las coronas de León y Castilla. Entonces Castilla es absorbida
por el nuevo Estado global, que realmente es la monarquía
leonesa, con su política señorial e imperial, diametralmente
opuesta a las tradiciones castellanas. En esa monarquía, núcleo de la que
habría de ser el Estado español, Castilla es sólo uno de los pueblos sujetos a
sus estructuras de poder, como lo están igualmente los vascos, leoneses,
asturianos, gallegos, extremeños, manchegos, andaluces, murcianos o canarios;
y, andando el tiempo, los pueblos de América.
Decir que ese imperio absolutista es «castellano» nos parece
demasiado; o, más claro, imperdonable. Porque la verdad es muy distinta. Dicho
con palabras de Bosch-Gimpera, el ilustre historiador catalán, la verdad es que
«Castilla, la auténtica, fue también víctima de la misma superestructura
estatal que los demás pueblos españoles. No fue Castilla la que realizó la
unidad, sino un Estado, herencia del imperialismo de
los reyes leoneses, que con su ambición de dominio
dificultaron el acuerdo y que en realidad se superpuso a los pueblos españoles
y a la misma Castilla, que fue la que primero perdió
sus libertades democráticas». Y en otro lugar, saliendo al paso de
la fantasía castellanista, de la Es paña
castellana de Ortega, añade: «No creemos que la aventura religiosa de Europa y
las guerras de Flandes fuesen nunca una idea del pueblo de Castilla: eran sólo
delirios de Felipe II. En cuanto a las demás empkresas incitantes, como las de
matar y expulsar judíos y moriscos, difícilmente las creeríamos inventadas por
Castilla.»
Lo curioso, y lo contradictorio, de Ortega es que, después
de alabar la superioridad de las concepciones castellanas respecto de los otros
pueblos peninsulares -según su particular retórica-, llegan otros momentos en
que cuelga a los castellanos sambenitos tan odiosos como injustos. «Frente al
yerro, la hoguera; contra el disidente, el acero, y para el hereje, la
castellanisima fórmula de la
Inquisición.» ¿Dónde quedaron las grandes empresas
incitantes y los grandes ideales que se dicen promovidos por Castilla? ¿Qué
culpa tienen los castellanos de la Inquisición ? Acaso convenga recordar aquí que el Santo Oficio no tuvo existencia en el reino de Castilla, a
diferencia de otros países españoles, hasta que a finales del siglo xv se fundó
la moderna Inquisición de España.
También yerra Ortega cuando pontifica sobre la supuesta
vocación universal de Castilla. «Universalismo o nada, tal es el lema de
Castilla», dice. Pero cabe preguntar, ¿de qué Castilla habla Ortega? ¿Se
refiere a los pueblos castellanos o a las ambiciones de la corona llamada de
León y Castilla, es decir del Estado español? No veo por ninguna parte la
«vocación universal» de los castellanos ni su interés por los horizontes
imperiales. Por el contrario, me parece más bien que los castellanos --como
los vascos, nuestros primos hermano - somos un pueblo limitado, quizá excesivamente localista,
que centramos nuestro interés fundamental en el entorno humano de que formamos
parte. Tal vez sea un efecto del sentido de la dignidad y del propio valer que
tienen los hombres de esta tierra. La comunidad humana en que vivimos es
nuestro pequeño mundo, prácticamente completo, en el que nos sentimos
realizados y a gusto; y es difícil para los
castellanos remontar ese horizonte. Su pueblo y su comarca son su
verdadera casa, donde ese agota todo su interés. Más allá de este ámbito
naturalmente abarcable, necesitamos un esfuerzo de reflexión, y de ahí, entre
otras razones, las dificultades con que tropezamos en Castilla,
sin ir más lejos, para un despertar de la conciencia regional.
Debemos dar nuestro parecer de que Ortega no ha entendido a
Castilla: ni a su tierra ni a su pueblo. Una y otra vez identifica a Castilla
con la meseta, con la llanura horizontal e inacabable; que, por cierto, no es
castellana sino leonesa o manchega. Ortega ignora la Castilla montañesa y
serrana, la de las altas tierras, páramos, macizos y sierras que forman la base
geográfica del país castellano. «Castilla es ancha y plana, como el pecho de un
varón; otras tierras, en cambio, están hechas con valles angostos y rendondos
collados, como el pecho de una mujer», dice en El Espectador. Pero la realidad
es que esta región, la auténtica Castilla, no es ancha ni plana, sino que
conforma un país predominantemente montañoso, movido y diverso, integrado por
la cordillera cantábrica, los densos macizos de las sierras celtibérícas y los
accidentados escarpes, surcados de valles y serrezuelas, que descienden hacia
las mesetas de León y La Man cha.
El desconocimiento de Castilla, la confusión de este país
con otras regiones -Tierra de Campos o La Man cha- le lleva a calificar a Castilla como
campo de soledades. «Hay comarcas que despiden al hombre del campo y lo
recluyen en la ciudad. Esto acontece en Castilla; se habita en la villa y se va
al campo a trabajar bajo el sol, bajo el hielo, para arrancar a la gleba áspera
un poco de pan. Hecha la dura faena, el hombre huye del campo y se recoge en la
ciudad. De esta manera se engendran las soledades' castellanas, donde el campo
se ha quedado solo, sin una habitación o humano perfil durante leguas y
leguas».
¿Qué Castilla es ésta, qué Castilla está viendo el escritor?
Desde cualquier lugar de la verdadera Castilla es fácil divisar tres o cuatro
pueblos, aldeas o caseríos. Cercanos están los unos a los otros, bien visibles
las torres y, a veces, como dándose la mano. Labriegos, pastores, guardas,
cazadores o trajinantes pueblan este campo y sus caminos. La soledad no puede
aquí medirse por leguas. Sólo ahora, en la postración en que ha sido sumida
esta tierra, decrece la vieja animación campesina y se apagan los cantos de
arada que resonaban de besana en besana; o los de escardo o de siega o de
acarreo.
Ortega se recrea en el tópico del campo castellano desolado.
«En Castilla el campo es mudo; campo sin canciones en la imperial lontananza
de la meseta.» Palabras huecas, retórica vacía. Pero el escritor cree -como el
ofuscado poeta de la primera época machadianaque se trata de un pueblo de
«atónitos palurdos sin danzas ni canciones». La realidad es otra. Ni la tierra
es triste ni el pueblo está pasmado. Es un pueblo despierto y creador. Su
folklore musical es de los más ricos y valiosos de España.
La idea de la
Castilla mesetaria es buena para elucubraciones literarias
en torno a un supuesto hombre castellano que poco tiene que ver con la
realidad. «El aire de la meseta, seco y esencial -escribe la vacua, pero
brillante fantasía de Ortega-, toca una y otra vez con sus dedos sutiles de
hipnotizador las pobres fibras de nuestros nervios y las va poniendo tensas,
tirantes, vibrantes como cuerdas de arpa, como trenzas de ballesta, como
jarcias de nave atormentada. Cualquier cosa, la más leve, nos hace retemblar de
los pies a la cabeza. El castellano queda de esta suerte convertido en un aparato
peligroso: para él vivir es dispararse. Acaso sea injusto pedirnos otra cosa
que obras excesivas y actos de exaltación para la mayor gloria de Dios, el
dios terrible de Castilla, se entiende, que pasa en agosto a horcajadas sobre
el sol, recorriendo sus dominios. Dicen algunos que merced a eso tenernos los
castellanos cierta gloriosa propensión al heroísmo.»
Este hombre imperial, heroico, nervioso, agitado, desmesurado
y violento me parece que no es el verdadero hombre que puebla y trabaja la
tierra de Castilla. Nada es aquí terrible ni atroz ni desmedido. Los
castellanos son un pueblo sosegado y discreto.
Por su parte, Unamuno conecta su pensamiento, contradicciones
y paradojas con Ortega. Don Miguel ve en Castilla un paisaje monoteístico, un
campo infinito en que, sin perderse, se achica el hombre y en que se siente en
medio de la sequía de los campos sequedades del alma.
«Recórrense a las veces leguas y más leguas desiertas sin
divisar apenas más que la llanura inacabable donde verdea el trigo o amarillea
el rastrojo» (En torno al casticismo). Pero en otros momentos Unamuno se
corrige y cantará a una tierra de Castilla que es nervuda y se levanta en la
rugosa palma de su mano; y, con más asiento, reconoce el genuino paisaje
castellano; «La idea general corriente se figura a Castilla como un vasto páramo
donde amarillea el rastrojo, monótono, tendido, árido; apenas se tiene en
cuenta que Castilla está llena de sierras bravas y que su espina central, entre
las cuencas del Duero y del Tajo, esa cordillera que ensarta las sierras de
Guadarrama, Gredos, Béjar, Francia y Gata, es lo más hermoso que puede verse.»
La concepción de la España «castellana», la, idea pseudocastellana
de España, ha permanecido generalizada y como un lugar común
en los medios de la cultura española instalada en Madrid.
El mismo Menéndez Pidal sucumbe al tópico y en La España del Cid escribe que
«sin duda, la idea tan repetida de que Castilla creó a España tiene mucho de
cierto, como lo tienen casi todas las ideas corrientes. Castilla, sobre todo
desde el siglo XIII, sobresalió entre las, otras comarcas hermanas por ver las
cosas que atañen a la vida total de España con una vehemencia y generosidad
superiores, y es cierto que, desde el siglo xv, logró y dirigió la unificación
política moderna. Por eso se cree que la idea de España es una invención
castellana, y hasta entre los doctos en historia está arraigada la opinión de
que durante la edad media no había ni asomos de un concepto unitario en la Península.»
Don Ramón olvida que, precisamente desde el siglo xIII, con
la unión definitiva de ambas coronas, Castilla ha perdido su personalidad
política al ser absorbida, por la monarquía de León, cuyos esquemas políticos y sociales eran opuestos a las tradiciones
democráticas de la sociedad castellana, y que en adelante el Estado, aunque
usurpe el nombre de Castilla, no es castellano.
Y se contradice cuando, unas líneas más adelante, cae en la cuenta de que «la
idea nacional española tenía, durante la alta edad media, una permanente expresión política en el carácter de emperador que
se atribuía al rey leonés, como superior jerárquico de los demás
soberanos de España. No fue, pues, Castilla sino León el primer foco de la
idea unitaria después de la ruina de la España goda».
El tópico de la
«España castellana» ha sido particularmente asumido, como idea picuda, que
diría Ganivet, en los pueblos periféricos, particularmente Cataluña. Esa falsa
idea ha servido para el sufrimiento de estos pueblos, para dar lugar a un
sentimiento de marginación y frustración respecto de España, y por lógica vía
de retorsión, para utilizarla como arma arrojadiza contra Castilla y para
fomentar una insolidaridad española.
Los catalanes se han sentido históricamente oprimidos por
Castilla, precisamente por esa su incierta identificación con el Estado
español. He aquí que los castellanos, siendo realmente las primeras víctimas
del centralismo del Estado, que primero les ha vaciado de sus instituciones y
cultura propias, y últimamente les ha puesto en situación de dependencia y
coloniaje, al servicio del crecimiento económico de las áreas más desarrolladas
del país, expoliando a Castilla de todos sus recursos humanos y económicos,
aparecen como los opresores de Cataluña. Difícilmente podrá darse una mayor
injusticia.
Pero es natural que los catalanes se sientan dolidos con el
planteamiento castellanista de España. Porque, como ha escrito recientemente,
refutando a Ortega, un distinguido catalán, el profesor Trías Fargas, «¿me quieren
decir ustedes qué misión se reserva en esa España supuestamente de todos a esos
catalanes tan aldeanos, de visión tan angosta e interesada, tan herméticos y cerrados?»
El prejuicio de Cataluña contra Castilla -no contra la genuina,
que han ignorado, sino contra esa ficticia Castilla forjadora de España,
elaborada por el 98 y la cultura de Madrid- es una constante del pensamiento y
la actitud catalanista y ha mantenido una atmósfera de incomprensión y recelo
que ha dificultado gravemente la integración cordial y fecunda de los pueblos
de España.
Pi y Margall escribe en Las nacionalidades que «Castilla
fue, entre las naciones de España, la primera que perdió sus libertades.
Esclava, sirvió de instrumento para destruir las de los otros pueblos; acabó
con las de Aragón y las de Cataluña bajo el primero de los Borbones».
Antonio Rovira y Virgili, en El nacionalismo catalán,
afirmaba que «es pueril negar el carácter de dominación castellana que tiene el
actual régimen centralista de España»; se trata de la España castellana y los
sentimientos hostiles de los catalanes, en épocas determinadas, «se han
dirigido contra España, o contra Castilla, por sentirse heridos o vejados por
ella». Rovira estima que cuando «los unitaristas castellanos» han concebido un
plan de unidad española, no han tenido en cuenta las variedades peninsulares,
sino que se han limitado a unificar la Península , sometiéndola a la manera de ser de
Castilla. «Al hablar del alma española no piensan más que en el alma
castellana. Su España, en realidad, no es más que Castilla.»
Rovira y Virgili padece la consabida confusión entre
Castilla y las estructuras de poder del Estado español; bien opuestas, por
cierto, al genio castellano. Rovira centra su atención en el programa de
Gobierno que el conde-duque de Olivares exponía a Felipe IV: «Hay que reducir
todos los reinos de la Corona
al estilo y leyes de Castilla.» Pero Rovira no cae en la cuenta de que estas
llamadas «leyes de Castilla» son las de la monarquía española, no las del
pueblo castellano. El derecho foral de Castilla,
había sido liquidado en un proceso que se inicia con las disposiciones
anticomuneras de Fernando III y Alfonso X, se continúa con la recepción del
derecho romano a través de las Partidas y la imposición del Fuero Real y se
consuma con el Ordenamiento de Alcalá y las leyes de Toro, que consagran
absolutamente la aplicación del derecho real y excluyen los fueros y
costumbres de la tierra.
Don Manuel Azaña, -en el famoso discurso de las Constituyentes,
que pronuncia en la discusión del Estatuto de Cataluña en 1931, reivindica la Castilla auténtica y popular,
que no ha intentado nunca esclavizar a los otros pueblos españoles ni ha
ejercido sobre ellos esa pretendida hegemonía.
En el mismo debate parlamentario Sánchez Albornoz sale al
paso del terrible apóstrofe orteguiano -Castilla ha hecho a España y Castilla
la ha deshecho- y corrige: Castilla hizo a España y España deshizo a Castilla.
Esta frase es sólo parcialmente exacta. Como venimos diciendo, Castilla, no ha creado a España, que, para bien o para mal, es obra
de todos. Pero es desgraciadamente cierto que España, mejor dicho el
Estado español, a través de sus formulaciones históricas, ha deshecho a
Castilla, y, ;para rematar, en la última versión padecida, ha expoliado al
pueblo castellano dejándole en trance de muerte colectiva.
En los últimos años Julián Marías viene predicando una
tercera proposición: Castilla se hizo España. Dice que la empresa de «hacer
España» consistió muy principalmente en que Castilla se hizo España
descastellanizándose como forma particular: Castilla se transforma, pierde su
castellanla exclusiva, se españoliza y al hacerse España, «fundó la primera
nación moderna e inventó las Españas». Por eso entiende Marías que Castilla no
puede ser castellanista --«porque dejaría de ser castellana»- y no puede haber
un nacionalismo caste llano. La misión que atribuye a Castilla es la de afirmarse
como potencia de españolización.
En este momento histórico en que los pueblos españoles se
esfuerzan afanosamente por encontrar su propia identidad -desfigurada por
siglos de opresiones-, para articular entre todos una España solidaria, Marías
reserva a Castilla, el extraño papel de prescindir de sí misma y
dedicarse a proyectar la hispanización de los demás. Es decir, en una palabra,
a continuar ejerciendo el supuesto protagonismo --poco grato a los pueblos
hermanos- de la «Castilla española».
Otra vez vuelve a ignorarse que Castilla no es el poder
central, ni las estructuras de Madrid, ni el reino de Castilla y León. Castilla
es un pueblo, o si se quiere una región -así lo reconoce Marías, por lo que su
pensamiento en este tema se mueve en un marco de contradicciones--, y carece
de sentido atribuirle en exclusiva tanto las glorias como los errores y abusos
del poder español.
La moderna historiografía catalana ha revisado en
profundidad los viejos prejuicios anticastellanos y ha venido a encontrarse con
la realidad histórica, popular y cultural de la auténtica Castilla: un pueblo
renovador y progresivo, imbuido de un sentido igualitario y democrático de la
vida, que cuando consigue emanciparse de la monarquía
de León y fundar su propio estado, da lugar a la primera democracia europea.
Con la anexión de Castilla a la corona llamada castellano-leonesa, germen del
Estado español, Castilla pasa a ser sólo una de las partes sujetas a una
estructura global de poder. El pueblo castellano no ha oprimido a nadie.
El mismo Rovira y Virgili rectifica su concepto de Castilla.
En 1938 pronuncia en el Ateneo de Barcelona, estas nobles palabras: «Yo no he
acusado nunca a Castilla de la caída de Cataluña. Yo he acusado a la monarquía.
No fue Castilla la que oprimió a Cataluña, sino la Casa de Austria. Yo siempre
he creído que Castilla es un gran pueblo, propicio a las más nobles gestas.
Cataluña y Castilla son dos pueblos de un gran espíritu, excelentemente
dotados para acometer y llevar a término grandes empresas.»
En definitiva, estas empresas, y en primer lugar la de una
articulación fraterna y fecunda de la comunidad española, son las que se
ofrecen, y de las que sin duda son capaces, a todos los pueblos que la
integran, y que habrán de llevarla a cabo en pie de igualdad.
La clave radica en el interrogante que se hacía BoschGimpera:
¿Dónde está la verdadera España y su verdadera tradición, en la que pueden
hermanarse todos, leoneses, asturianos, gallegos, vascos, castellanos, extremeños,
manchegos, andaluces, murcianos, canarios, catalanes, aragoneses y
valencianos? En España hay que buscarla debajo de las estructuras que la han
ahogado secularmente.
(Memorial de Castilla, Manuel González Herrero, Segovia
1983.pp 119-131)
LA “COMUNIDAD CASTELLANA”
En la villa, de Covarrubias (Burgos), delante de las tumbas
del buen -conde Fernán González -primer conde independiente de Castilla- y de
su mujer, doña Sancha, un grupo de castellanos de todas las tierras de la
región =desde la Montaña
de Santander y la Rioja
hasta las Sierras celtibéricas- han constituido, el 27 de febrero de 1977, la «Comunidad Castellana».
En el coro de la iglesia colegiata, ante los huesos sagrados
y venerables del conde castellano, se ha redactado el documento por el que se
proclama la Comunidad
y se llama a todos los castellanos a trabajar por la recuperación de Castilla:
el "Manifiesto de Covarrubias».
¡Que Castilla despierte! «En medio de tanto desconcierto sobre todo 'lo que a
Castilla se refiere, es sobremanera prometedor -ha escrito Anselmo Carretero y
Jiménezque hombres y mujeres de todas las tierras castellanas, con clara
conciencia de lo que Castilla en el pasado fue y hoy es, y decididos propósitos
sobre su futuro, se agrupen en torno a un llamamiento tan clarividente como el
que en Covarrubias ha convocado a un renacer castellano.»
El objetivo esencial de la Comunidad -como proclama
el Manifiesto de Covarrubias- es la restauración cultural, cívica y material
del pueblo castellano; el reconocimiento, afirmación y desarrollo de la
personalidad de Castilla como entidad colectiva en el conjunto de los pueblos y
países españoles; y la promoción de los intereses y valores de Castilla y de
todos los pueblos, comarcas y tierras que la integran.
Ante la dramática gravedad de la decadencia en que se
encuentra sumida Castilla, la
Comunidad estima que necesitamos, en esta crítica coyuntura
histórica., no un
regionalismo partidista o de facción, sino una movilización del
conjunto del pueblo. Su concepción del regionalismo castellano -justamente en
la fase histórica que estamos viviendo, y en función de esa muy grave situación
en que se encuentra la región- es la de una empresa popular, ciudadana y
comunitaria (la recuperación del pueblo castellano) a la que son llamados
todos los que sientan el espíritu castellano y aspiren a la renovación y
resurgimiento cultural, económico y vital de nuestro pueblo. De esta tarea
común -cualquiera que sea la opción política concreta que cada uno acepte--
nadie puede ser excluido en principio, ni debe ser tratado -en forma peyorativa
por motivaciones ideológicas, de derechas o izquierdas, que no guardan relación
alguna con el sentido de la
Comunidad. Sólo los hechos podrán señalar y excluir a aquéllos
que con sus actos demuestren que únicamente representan a las explotadores, y
también a los manipuladores, del pueblo de Castilla. Pero, como punto de
partida, necesitamos un compromiso regional castellano, un lugar de encuentro
y trabajo comunitario al servicio de la restauración de Castilla.
Y así, establece que la enseña, colores y emblema de la Comunidad serán los
tradicionales del reino castellano -castillo de oro en campo de guíes y pendón
rojo carmesí--, y reconoce el valor histórico y cultural de San Millán de la Cogolla , patrón de los
castellanos. La Co munidad
considera como 'una evidencia histórica que racionalmente no se puede negar,
que la enseña de Castilla, como pueblo, como nacionalidad. que desarrolló una
lengua, una cultura y unas instituciones sociales, ,económicas, jurídicas y
políticas peculiares, incluso a nivel de realización -cívica en un Estado
castellano, es el pendón rojocarmesí con el castillo dorado, signo nacional de
Castilla,
Comunidad Castellana -entiende que para el despertar de la
conciencia colectiva de los castellanos y el reencuentro con nuestra identidad
de pueblo, es, fundamental que sepamos enraizar en la tradición castellana,
en la auténtica, y utilizar todos sus elementos. válidos, como sustancia del
progreso, que diría Unamuno. Afortunadamente, nuestra tradición genuina es
popular,
democrática, comunera y foral: en una palabra, progresista.
Toda ruptura con una tradición de esta clase constituiría un imperdonable
error.
Es, precisamente, el error y torpeza que amplios sectores
de la izquierda española cometieron en el pasado al ignorar el potencial
renovador de la tradición nacional y abandonarlo en manos de las fuerzas
reaccionarias. Se lo señaló Menéndez Pida-l: «A pesar de Costa, Ganivet o
Unamuno, las izquierdas siempre se mostraron muy poco
inclinadas á estudiar y afirmar en las tradiciones históricas aspectos
coincidentes con la propia ideología. Tal pesimismo histórico constituía
una manifiesta inferioridad de las izquierdas en el antagonismo de las dos
Españas. Con extremismo partidista abandonan íntegra a los contrarios la
fuerza de la tradición.»
Esto es 1o que no debe hacerse. Puesto que tratamos de
encontrarnos como pueblo, es preciso que volvamos a nuestras fuentes y que, en
todo lo que sea posible, positivo y valedero, permanezcamos unidos a la
tradición del propio pueblo.
Nosotros
que
entre los recuerdos de ayer
buscamos cada mañana
renacer,
canta la
Comunidad en la voz limpia de Amparo García Otero.
Comunidad Castellana reivindica una Castilla libre de la
confusión, una Castilla auténtica e íntegra, sin amalgamas ni mutilaciones. La
región es Castilla la Vieja ,
con las comarcas castellanas comprendidas en el territorio de las actuales
provincias de Valladolid y Palencia, y las tierras comuneras de la llamada
Castilla la Nueva ,
en sus provincias de Madrid, Guadalajara y Cuenca. Frente a la gravedad de la
decadencia castellana, la
Comunidad estima que la única opción operativa y válida, por
larga y dificil que sea la tarea, es la afirmación radical y diamantina de la Castilla auténtica.
Especialmente la Comunidad sostiene la castellanía indiscutible de
la Montaña de
Santander y de la Rioja ,
donde nació Castilla y se forjaran muchos de los elementos esenciales del
temperamento castellano. Para la
Comunidad es absolutamente inadmisible todo intento de
desgajar las ramas cántabra y riojana del tronco común castellano. La Comunidad entiende que
Cantabria y la Rioja
pueden realizarse plenamente con el respeto a su personalidad y autonomía,
dentro de una Castilla, verdadera, concebida no como
un ente uniforme, sino como lo que Castilla,es en
realidad: una unión o confederación
de tierras y comarcas diversas, con rasgos de identidad propios y que
por ello deben ser autónomas. En Castilla es preciso representarse el
autogobierno no sólo como un sistema hacia afuera, sino
también, conforme a la propia contextura de la región, hacia dentro.
De modo singular también -conforme resulta constantemente
de los documentos emitidos por la entidad-, la Comunidad es contraria a
la amalgama "castellanoleonesa», que considera errónea y sumamente
perjudicial para ambos pueblos. Ahora es el momento de ir estableciendo las
identidades y, por supuesto, parece indudable que no existe una colectividad,
un pueblo «castellano-leonés». Ante la regionalización del país Castilla no
puede ser confundida con León, ni León con Castilla, sino que ambas regiones,
León y Castilla, deben afirmarse separadamente, cada una con su propia
entidad, y -desde luego, sin perjuicio de la solidaridad fraternalentre
leoneses y castellanos y de su mutua colaboración en todas las empresas que
sean comunes.
Los promotores de la confusión
«castellano-leonesa» no tienen reparo en hablar unas veces
de Castilla la Vieja
y, a renglón seguido, de "Castilla-León», apoyando la justificación de
este híbrido castellano-leonés en argumentos economicistas, en definitiva de
corte tecnocrático, y en invocaciones geográficas --cuenca del Duero, las
nueve provincias (Santander y Logroño no les interesan), meseta, etc.-; es
decir, responden a los mismos esquemas mentales que los inventores de los
departamentos franceses, de nuestras provincias, de los consejos económicos
sindicales o de la «región Centro». En suma, contemplamos un nuevo efecto del
espíritu centralista. Que, ahora, para configurar las nuevas regiones -sin
dejar de invocar, falsamente,
los hechos históricos, culturales y populares- apelan a motivaciones
económicas o, incluso, simplemente comerciales.
Por otra parte, es palmario el papel subalterno, residual y
a extinguir que se adjudica a León en ese compuesto castellano-leonés. Es como
si se tratara, de modo más o menos discreto y paternalista, de mencionar a León
para salvar las formas, pero tendiendo a la liquidación de su entidad regional
en una abrumadora prepotencia del factor supuestamente castellano. Esta
actitud hegemónica ~es radicalmente contraria al verdadero es,píritu
castellano. Por ello es rechazada ~de plano por la Comunidad , que reconoce
y afirma la gran personalidad del pueblo leonés, uno de los más viejos e
importantes de España, y no puede colaboraren ninguna invención que tienda a
desconocerla o que -de hecho la desconozca y menoscabe.
Por estas raes, y en suma porque hay leoneses y hay
castellanos conscientes de su respectiva identidad,la Comunidad Castellana
y el Grupo Autonómico Leonés (G. A. L.) han establecido el Acuerdo de Benavente
suscrito el 30 de octubre de 1977, en el que se sientan afirmaciones tan
claras y concluyentes como las que siguen:
«1. Proclaman que León y Castilla son dos entidades
históricas y culturales, dos regionalidades diferenciadas y cada una de ellas
con personalidad propia.
2. En consecuencia, rechazan todo intento de configurar una
supuesta región "castellano-leonesa», por estimar que se trataría de una
región inventada y falsa, contradictoria :de las realidades populares y
culturales de León y de Castilla y perjudicial para los intereses de ambas
regionalidades.
3. Consideran que la región es y ha de reconocerse como una
comunidad humana, definida por un conjunto de factores geográficos, históricos,
culturales y económicos, y no puede delimitarse artificialmente por decisiones
de grupos o imposiciones del Estadio, y menos partiendo como base de las
actuales provincias, es decir de una división administrativa artificial y que
desconoce y oprime las realidades populares de las comarcas de León y de
Castilla. Por consiguiente, estiman que corresponde a los pueblos castellano y
leonés, y solamente a ellos, decidir sobre su identidad y sobre las mutuas
relaciones de cooperación que deseen establecer, en un marco de libertad y
determinación autónoma que ha de fundarse en el reconocimiento y respeto de la
diferente personalidad colectiva de León y de Castilla, sin perjuicio de la
solidaridad entre sus pueblos.»
Por otra parte Comunidad Castellana acude a la desmitificación
de Castilla y de su supuesta historia: consciente de que es absolutamente
necesario «recomponer la certera memoria de sus días primigenios» y dejar a
Castilla «desnuda de artificio», como rezan los versos de Ignacio Samz.
Así, también con los autonomistas leoneses y con motivo de
la conmemoración de la derrota de Villalar, la Comunidad de Segovia ha
establecido la llamada "Declaración de Arévalo», de 1 de abril de 1978,
en la que se formulan las siguientes precisiones desmitificadoras:
«Primera.-Para contribuir a clarificar la confusión reinante
en torno al significado del alzamiento llamado de los Comuneros de Castilla
-confusión que proviene de una falsa identificación de todas las regiones y
pueblos comprendidos en la corona titulada de Castilla y León, con el nombre de
Castilla- es preciso señalar que el movimiento comunero no es exclusivo de
estas dos regiones, sino que en el mismo participaron en mayor o menor medida
todos los países de los reinos de León y Castilla (Galicia, Asturias, León,
Extremadura, Castilla, País Vasco, Madrid, Toledo -o Castilla. la Nueva-, Andalucía
y Murcia).
Segunda.-Este movimiento no tuvo el mismo carácter en los
diferentes lugares en que se produjo, pero valorado en su conjunto puede
considerarse básicamente como una rebelión popular y patriótica contra el
cesarismo del emperador Carlos V, los agravios de los ministros extranjeros,
y la dominación de las clases sociales más poderosas, así como un intento de
limitación del poder real y recuperación de ciertas libertades democráticas.
Tercera.-En, este sentido, reafirmamos nuestra plena y
profunda identificación con el alzamiento comunero, que forma parte indisoluble
de la historia de nuestros pueblos en su lucha por las libertades, y
proclamamosnuestra solidaridad con la conmemoración de la derrota de Villalar y
con el perenne recuerdo de los líderes comuneros, Juan de Padilla, Juan Bravo
y Francisco Maldonado, y demás víctimas sacrificadas por la represión imperial.
Cuarta.-Pero Villalar no puede reducirse a un exclusivo
símbolo de los pueblos de León y de Castilla --ni de su actual
regionalismos---, ni debe atribuirse sólo y particularmente a Castilla la
gloria de la revolución comunera; sino que pertenece a todas las regiones y
países de los antiguos reinos que se alzaron contra el cesarismo imperial.
Quinta.-En especial, rechazamos el propósito que por algunos
se persigue de secuestrar el significado, de Villalar y vincularlo a la
afirmación de la supuesta región «castellano-leonesa», de un pretendido e
inexistente «pueblo castellano.leonés» y de una preautonomía de «Castilla-León»,
que no es !auténtica, carece de contenido real y no tiene otro valor que el de
la simple configuración de una nueva división administrativa, centralista, arbitraria
y falsa.
Contrariamente, y en base a. la realidad de nuestros dos
pueblos, sostenemos que hay dos regiones, la leonesa y la castellana, cuya
amalgama implica la disolución de la identidad de ambas.
Para esto no puede utilizarse el nombre de Villalar; y por
ello instamos a los pueblos de León y de Castilla a reivindicar su verdadera
significación.»
El resultado está a la vista de todos. El pueblo castellano,
campesino en su mayor parte, ha sido expoliado, forzado a emigrar de una tierra
empobrecida de la que las estructuras dominantes se han ocupado sólo para
succionarle todos sus recursos. Varias provincias castellanas han perdido en
veinte años la mitad de su población; comarcas enteras se están desertizando,
con densidades residuales de diez o doce habitantes por kilómetro cuadrado, y
sobre -centenares de pueblos pesa la amenaza de convertirse a corto plazo en
montones de escombros.
Así Castilla, ha devenido dramáticamente una tierra
subdesarrollada, casi destruida por un inicuo proceso provocado de degradación
vital. Sólo si los castellanos acertamos a sentirnos pueblo, entidad colectiva
definida por ;la historia, la cultura y la realidad misma, podremos asegurar
nuestra supervivencia como comunidad humana.
El reencuentro de Castilla con su propia. identidad, la
recuperación de la conciencia de su personalidad histórica y cultural, son las
cuestiones en que radica el ser o no ser del pueblo castellano. Si resurge la
conciencia de «pueblo», y con ella, consecuentemente, por la misma naturaleza
-de las cosas, la voluntad colectiva de continuar existiendo como tal, y de
reclamar para ello los medios necesarios, Castilla se habrá salvado.
Esta es la tarea del regionalismo castellano y, naturalmente
-y con esa vocación ha nacido-, de la
Co munidad Castellana.
Este regionalismo de Castilla -a pesar del supuesto y falso
centralismo castellano- no es cosa de hoy ni pertenece al género, ahora
cotidiano, de los oportunismos. Es justo recordar aquí, con reconocimiento a
la lucidez y trascendencia de su labor, al padre del regionálismo castellano,
al hombre que con una constancia y fidelidad admirables consagró toda su vida
al estudio y defensa de los ideales castellanos: el segoviano Luis Carretero y
Nieva, de quien hemos hablado ampliamente en páginas anteriores.
El regionalismo castellano ha de proponerse como misión
esencial la recuperación de la
Castilla auténtica, la vuelta a las raíces genuinas del
pueblo castellano que dieron savia a la cultura, instituciones y vida fecunda
de este pueblo.
Como ya hemos dicho, esa Castilla original y auténtica fue
desnaturalizada. Identificada y confundida falsamente con el Estado español,
se ha hecho responsable a -Castilla de todos los errores y excesos del Estado:
del centralismo, del absolutismo, del imperialismo, de la opresión de los
pueblos españoles; de todo cuanto han hecho, con desconocimiento de la rica
variedad de los pueblos y países hispanos, la monarquía de los Austrias, la de
los Borbones o el jacobinismo unitarista del siglo XIX.
La realidad es que Castilla no ha oprimido a ningún pueblo,
sino que ha sido la primera víctima del centralismo del Estado español, y
-como declara el Manifiesto de Covarrubias,-- no sólo del centralismo político,
sino de un centralismo cultural: el centralismo -de la cultura establecida en
Madrid que ha desfigurado en todos sus aspectos
--geográfico, histórico, político y cultural- el verdadero rostro de Castilla.
Los castellanos hemos de denunciar y rechazar la mitología
falsificadora de Castilla. Una literatura centralista, ignorante de las
realidades de nuestro pueblo, ha sembrado la confusión y nos ha enfrentado,
injusta y gratuitamente, con los otros pueblos españoles. Castilla no puede
identificarse con el Estado español. Castilla no es la que ha hecho a España
(que ¡es obra de todos). No es verdad --contra lo que dijera tantas veces y con
tan dañoso error Ortega y Gasset- que sólo cabezas castellanas tengan órganos
adecuados para !percibir el gran problema de la España integral, ni que
Castilla sepa mandar y haya tenido voluntad de imperio.
A los castellanos -sigue el Manifiesto de Covarrubias- no
nos ha interesado nunca ni el mando ni el imperio. No es lo nuestro. La
vocación castellana es humanista y el sentido de la vida de este pueblo,
profundamente igualitario y ajeno a todo -propósito de imposición de unos
sobre otros.
Castilla ha sido y es un pueblo modesto, recogido en sí mismo, sin ninguna pretensión hegemónica,
que se ha visto absorbido y vaciado de su cultura y de sus instituciones
tradicionales, por un Estado global que le ha secuestrado hasta su propio
nombre. El regionalismo de la Comunidad Castellana quiere rescatar la Castilla auténtica
-popular, democrática, comunera y foral para que ocupe sencillamente un puesto
igual y digno en el conjunto fraterno de los pueblos españoles: en una palabra,
en la España
de todos.
(Memorial de Castilla, Manuel González Herrero, Segovia
1983.pp 191-203)