domingo, 18 de noviembre de 2012

Unidad y diversidad


                   

                                       UNIDAD Y DIVERSIDAD

 

          La  naturaleza universal del hombre no puede ser aprehendida en virtud de características externas, sino en virtud de características internas, de manera que frente a la extensión , la dispersión y la multiplicidad lo verdaderamente universal es intensidad, concentración y unicidad; así la universalidad del Sacro Imperio romano germánico de occidente no estaba basada en lazos materiales, políticos o militares sino en un lazo inmaterial, ideal y espiritual que era la fidelidad; un entramado de fidelidad que era cimiento de unión de comunidades múltiples y diversas; situación que permitió la existencia de una civilización medieval tradicional relativamente estable donde pudo coexistir la unidad y la jerarquía  con una amplia medida de diversidad, de libertad y de independencia. Ausente en su fundamento la organización externa en materia política, militar o económica la soberanía del emperador estaba basada en una acción de presencia, no en una acción directa, en términos taoístas se llamaría wu-wei, obrar sin obrar, algo desde luego solo concebible un una civilización tradicional fuertemente impregnada de un sentido espiritual, y cuya eficacia fue mucho más a nivel  simbólico que a nivel real. 

 

          Se tiende a olvidar o a ocultar frecuentemente que desde el momento del nacimiento del Imperio de Occidente con Carlomagno, estuvo aquejado de una afección maligna que se podía denominar faústica, afección típicamente occidental como recuerda O. Spengler, una variante de una universal tendencia política a la codicia de poder y ventajas. Así  en el debe de este imperio, como en todos los habidos, figuró pronto la guerra de expansión y conquista frente a sajones, ávaros, wendos o magiares entre otros, que desde una concepción monista de la verdad podía tener una explicación como misión, aunque ciertamente  teñida de violencia; no así el caso de la guerra de invasión y conquista de territorios del imperio romano de oriente, cristiano mucho antes que existiera ningún imperio occidental.  Ya la propia fundación del Imperio de Occidente se realizó en buena medida frente al Imperio de Bizancio, se reclamó una nueva fuente de legitimidad religiosa dogmática y jurídica, frente a la Ortodoxia de Oriente, alentada políticamente por el emperador desde el concilio de Francfort hasta llegar con las novedades dogmáticas occidentales al Cisma, impropiamente llamado de Oriente, puesto que las novedades fueron introducidas por los occidentales y en sus primeros momentos con la oposición del entonces Obispo de Roma a las pretensiones heterodoxas imperiales. Humus adecuado para la incubación del espíritu faústico, la tradición fue siempre frágil en Occidente, incluso en la Edad Media.  

 

          Desaparecidos paulatinamente los fundamentos espirituales tradicionales o verticales, por así llamarlos, de la soberanía, y reducida ésta a una dimensión secular, laica, material  u horizontal, es decir la del estado moderno, surge inevitablemente debido a la inversión de las direcciones una intervención política directa que tiende a la uniformización, a la nivelación, al centralismo y al absolutismo con la consecuencia de la supresión de autonomías, de derechos, fueros, privilegios y la desnaturalización étnica. Perdido progresivamente el fundamento sagrado y celeste del orden humano y reducido a medidas puramente humanas, subjetivas, y conjeturables, avanza un progresivo desorden o entropía social que tiene curiosas manifestaciones, junto a una creciente metástasis de estados nacionales y micronacionales se produce una creciente laminación uniformizadora que elimina la diversidad de pensamiento, de mercados, de vestimentas, de alimentos, de razas, de plantas, de animales, en suma avance imparable hacia el desmadre y el caos. Se presentan así dos aspectos aparentemente opuestos de dispersión y uniformización , pero perfectamente coherentes en el fondo , no pretendiendo la globalización mundialista otra cosa que una pura reducción cuantitativa y economicista, para la que resulta un obstáculo hasta los últimos y endebles baluartes de justicia distributiva que mantenían hasta el momento los viejos estados nacionales.  La propia guerra que de acuerdo con las teorías evolucionistas y progresistas debería desaparecer, ha progresado por el contrario muchísimo, cualquier guerra de la que la humanidad conserva memoria empalidece ante las guerras del siglo XX, y la propia globalización que se pretende fin de la historia no parece sino que va a universalizar el fenómeno de la guerra en alguna de las variadas formas de guerras o guerrillas de secesión, de narcotráfico, de revolución o de terrorismo. Algún cándido, sin duda poco versado en la Biblia y el Apocalipsis,  suspira por un estado moderno, laico, secular y global o pseudouniversal como colofón final.

 

          Sumergidos una civilización reducida, en el mejor de los casos, al horizonte de la razón instrumental no se tiene perspectiva suficiente para contemplar otras dimensiones del ser y la política como tantas otras cosas se enfoca con una óptica distorsionada que fue certeramente expresado por Nicolás Berdaieff, y que de alguna manera serán el leit motiv de estas reflexiones:

 

          La política no es real en el sentido último, metafísico, de esta palabra, no llega hasta las raíces del ser; la política permanece en la superficie y no crea sino una apariencia de ser.

 

(N. Berdaieff. El sentido de la creción. Ed Carlos Lohlé. Buenos Aires1978, p335)

 

 

        No faltará naturalmente los rechazos contundentes de esas afirmaciones y se echará mano de ese coloso poder que es el estado, como prueba irrefutable de la pesada realidad que es la política. No solo se ponderará su realidad sino su bondad, ¡manes de Hegel!, el estado como realización del espíritu absoluto. Sin llegar a esos extremos sino con una especie de buen sentido se justifica a veces de una  manera un tanto neutral y abogadesca al estado como sustentador del bien común, cuyo calado no es tan profundo como a primera vista pudiera suponerse; de nuevo Berdaieff en sus agudas observaciones acerca del estado desde un punto de vista ético, da un contrapunto poco convencional:

 

     

El estado por su origen, su esencia y su fin no está más animado por el pathos de la libertad, que por el del bien, o por el de la persona humana, aunque tenga relación con ellos. Representa ante todo el organizador del caos natural, cuyo pathos es el orden, la fuerza, la expansión, la formación de grandes entidades históricas. Si mantiene de una manera coercitiva un mínimo de bien y justicia, no lo hace nunca porque sea naturalmente bueno o equitativo – estos sentimientos le son extraños –sino únicamente porque sin ese mínimo, se produciría una confusión general, que amenazaría con disociar las entidades históricas; porque peligraría de perder él mismo toda potencia y toda estabilidad. El principio del Estado es ante todo la fuerza y la prefiere al derecho, a la justicia y al bien. El acrecentamiento de su potencia es su destino, lo encadena a las conquistas, a la extensión, a la prosperidad, pero peligra también de llevarlo a su pérdida. En el conflicto de las fuerzas reales y del derecho ideal, el Estado opta siempre a favor de las primeras, y no es el mismo  más que la expresión de sus correlaciones. No puede revestir ninguna forma ideal,- todas las utopías que lo sugieren están viciadas en su base -, no es susceptible más que de mejoras relativas, y estas están ligadas a los límites que se le impone. El estado aspira siempre a transgredir sus límites y a llegar a ser absoluto, sea bajo la forma de monarquía, de democracia o de comunismo .

 

(N. Berdaieff. De la destination de l´homme.Essai d’ethique paradoxale. L’Age d’ Homme. Laussane 1979 pp 253-254)

 

 

De forma que el estado moderno, sea cual sea, en cuanto bien común, es sencillamente un mal necesario, algo convenientemente ocultado por políticos, funcionarios y  nacionalistas de vario pelaje, ese monstruo frío que muy en el fondo vislumbra certeramente el pueblo. Así que paradójicamente el bien común es un mal menor, el bien un mal, pero en nuestras latitudes saturadas de numerosos nacionalismos idolátricos se pretende, a manera del timo de la estampita,  vender la moto de que el estado, surgido en el parto de la violencia, es la culminación feliz de la nación o micronación que se quiere fieramente independiente y capaz de suministrar una especie de anticipo jubiloso del paraíso, lo que deja patidifusos a los irreverentes que no aman locamente naciones ni menos aún estados.

 

El origen de esa imparable tendencia está en la misma noción de pueblo, que desde un punto de vista tradicional es la prolongación en la tierra de un orden celeste de derechos y deberes fuera de los cuales ningún sentido tiene el pueblo ni el hombre; pero liquidado el sentido tradicional y emergiendo un sentido meramente profano que ningún resquicio deja al orden trascendente, el pueblo pasa a ser colectivo definible y cuantificable por caracteres de inclusión o exclusión, lo interno externo, lo universal particular, la herencia espiritual genes biológicos, la fidelidad y el respeto coerción legal, es decir el pueblo tradicional, o jana en sánscrito, se convierte en demos, en moderna nación o nacionalidad, pero es dudoso que ningún moderno entienda ya de que se habla. El punto de vista nacionalista íntrínsecamente ligado a la exclusión es un permanente foco de discordia actual o potencial, según el momento y la historia corrobora bien la ejecutoria violenta del nacionalismo como invento moderno:

 

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En todo caso los Estados disimulan tras ellos las naciones, con sus interese y sus fracasos, sus amores y sus odios respectivos. La nación representa incontestablemente un valor superior al Estado que no tiene más que una significación funcional, en relación con la formación, la protección y  el desarrollo de la primera. Pero el valor nacional, como todos los otros valores, puede desfigurarse y pretender una significación suprema y absoluta. Llega a ser entonces nacionalismo egocéntrico, enfermedad de la que todos los pueblos están más o menos aquejados y que execra a todas las naciones salvo la suya, tiende a apoderase de  la totalidad de los valores. Incluso reconociendo el valor de la nación, la ética debe pues condenar la aberración del nacionalismo, comparable a las del estatalismo, del clericalismo, del cientifismo, del moralismo, del esteticismo, que ofrecen todos formas de idolatría. En todo caso, si debe condenarlo, debe pronunciarse también contra la mentira que se le opone: el internacionalismo. Las naciones, en tanto que valores positivos, forman parte jerárquicamente de la unidad concreta de la humanidad que engloba su diversidad

 

(N. Berdaieff.Op Cit. Pp 261-262)

 

Nuestro país, destinado acaso a convertirse pronto en unos segundos Balkanes ,suministra una privilegiada atalaya para observar el imparable fenómeno de nacionalismos y micronacionalismos , estados y microestados, que a falta de una perspectiva tradicional y cíclica de la historia se convierte en un enigma que no aciertan a explicar ni la economía, ni los credos religiosos, ni la perspectiva evolucionista y progresista, ni la estatalista, ni la emoción aterrorizada del buen pueblo. Pero quizá el fenómeno más interesante no son precisamente los denominados nacionalismos periféricos, que la propaganda y los medios ponen cotidianamente en el punto de mira del ciudadano,  sino más bien lo otro. ¿ Y que es lo otro?, lo otro es lo que en lenguaje periodístico se ha denominado: lo que queda de España, ese conjunto de retales no muy bien definidos que son Castilla, León, Extremadura, Murcia y otras. Fijándose en Castilla como retal objeto de atención preferente, llama la atención su extraordinaria laminación y uniformización debida al moderno estado español, nada extraño si se tiene en cuenta que el 60%  o 70% de los castellanos viven en Madrid, capital del estado. Una primera impresión superficial, que a base de repetirse se ha convertido en tópico, se expresa en el sentido de que el castellano no es nacionalista, es bastante apolítico, es universalista y poco localista etc. Todos estos atributos son muy relativos y en la mayoría de los casos encierran una componente sofística poco acorde con la verdad.

 

La componente nacionalista del castellano medio poco tiene que ver con el ardor de neófito de los nacionalismos periféricos emergentes, se trata de una vaga admisión de su carácter de español, es decir perteneciente al fin y al cabo a un estado moderno llamado España del que se considera más sujeto paciente que otra cosa, por tanto político a su pesar que con  un cierto tono escéptico admitiría en la mayoría de los casos algunas sentencias de Berdaieff:

 

La política rodea la vida humana como una formación parasitaria que le succiona la sangre. La mayor parte de la vida política y social de la humanidad contemporánea no es una vida ontológica real, es una vida ficticia, ilusoria. La lucha de partidos, los parlamentos, los mítines, la propaganda y las manifestaciones, la lucha por el poder: todo esto no es la verdadera vida, no guarda relación con la esencia y los fines de la vida, es difícil penetrar a través de todo esto para llegar al núcleo ontológico

 

(N. Berdaieff. Una nueva Edad Media. Ed Carlos Lohlé. Buenos Aires 1979. p164 )

 

          Así el momento solemne en el que el pueblo castellano delega su representación en un partido con su papeleta, que no otra cosa es la democracia moderna, se cumple como quien rellena una quiniela, pero con bastante menos espectativas por un posible premio. Un partido de fútbol le presenta bastante más interés que un debate parlamentario de partidos, una serie televisiva medianamente pasable más que una campaña electoral y un concierto de rock más que un mitin. Y en el fondo de su corazón detesta pagar impuestos para el mantenimiento del estado español. La constitución, suponiendo que la conozca, le deja bastante frío, en el mejor de los casos le puede atribuir el mismo valor que al código de la circulación:

 

Ninguna legitimidad  tanto de las antiguas monarquías como de las jóvenes democracias, con su teoría del pueblo soberano, ha conservado su imperio sobre las almas. No se cree ya más en una forma jurídica o política, y nadie daría más de medio copec por una constitución

 

(N. Berdaieff. Ob Cit. P70)

 

          En lo que se refiere a universalismo, se trata en la mayoría de los casos de una confusión con la homogeneidad uniformizadora de la globalización, a la que propenden todas las naciones y  megápolis, la pseudouniversalidad de coca cola, Mc Donalds y Eurodisney. En ese sentido  se trata de evitar todo lo que suene a autóctono, mirado con un cierto complejo de inferioridad, resultando en efecto el castellano al revés que el andaluz un pueblo muy poco folclórico y típico; solo como ejemplo la Comunidad de Madrid acaba de rechazarun ofrecimiento de una notable agrupación musical para enseñar en las escuelas a los niños una sola canción y una sola danza del rico folclore madrileño; se incurre pues con facilidad en aquel dicho de Oscar Wilde de que nadie puede interesar a los demás si no es genuino. El castellano como otros tantos pueblo de Europa occidental fue perdiendo a lo largo de los siglos el sentido tradicional de la universalidad, con episodios de feroz exclusivismo como las cruzadas, la Inquisición, las guerras de religión, la secularización y el pragmatismo hedonista.

 

          El castellano medio, incluido el madrileño, es por el contrario empobrecedoramente localista en demasiadas ocasiones, debido en buena parte a su laminación y despojo por parte del estado moderno, que comenzó mucho antes que en otras regiones, y sufre así un extraño síndrome de Estocolmo con relación a su raptor; en lugar de considerarse como pueblo y como individuo parte de España, se considera directamente español, de lo que se deducen comportamientos y pensamientos no siempre simpáticos y amistosos; en su opinión todos deberían ser igual que él; así por ejemplo un catalán o un gallego debería ser lo que el considera ser español y no hablar más que español, que en su estrechez ignora que es básicamente castellano, en lugar de sus lenguas vernáculas.

 

          En medio de este fin de fiesta, no han dejado de presentarse voces de alarma que alertan acerca de la conveniencia de que Castilla esté presente y alerta en medio de la arrebatiña generalizada para llevarse su parte; lo que desde un punto de vista económico no deja de tener su lógica, probablemente mayor que la de aquellos que dan por supuesto e inevitable que en una lucha por la liquidación y finiquito, las regiones más fuertes económicamente hablando y más pobladas tienen todas las condiciones para llevarse lógica y fatalmente la mejor parte del pastel.

 

 Pero lo más curioso no son estas lógicas implacables de lucha por el poder y la ventaja, sino los que las propagan. Suele tratarse de pequeños partidos políticos que surgidos en Castilla, aunque no todos, tienen una  indeleble marca de origen que los identifica a cien leguas. Inhábiles para una identificación medianamente aceptable de lo que es Castilla, y tributarios de la uniformización estatal española, proponen amplias tierras para definirlas sin anclajes históricos que valgan, en base a una lengua común, al tópico de la parda meseta surcada de churras y merinas y a la convivencia secular de pueblos; recuerdan en sus argumentos los patéticos discursos de fin de año de aquel general gallego que con voz temblorosa y aflautada hablaba de la unidad y hermandad de los pueblos de España. Dan pues amplia razón a los periodistas que hablan más de lo que queda de España que no de Castilla, de Extremadura o de la Rioja. Y al igual que a su modelo a esta especie de neofranquismo castellanista o pancastellenista de nuevo cuño le surgen sus separatismos, cantonalismos y demás herejías: así leoneses que reclaman su herencia cultural, cántabros que ni soñando quieren tener su capital en Valladolid, riojanos que idem de lienzo y otras mil batallitas de aburrida enumeración. Proponen con entusiasmo Castilla nación, o Castilla comunera, desconociendo la mayor parte el significado de este adjetivo, otros Castilla fieramente independiente y otros una, grande y libre; tienen sin duda miedo a ser pocos o a ser poco extensos. Todo ello, para más inri, en medio de los pueblos políticamente más escépticos de la vieja piel de toro.

 

Extrañamente coincidentes algunos de estos pequeños partidos con los nacionalismos periféricos, hasta el punto de haber sido acusados de estar financiados por aquellos, proponen sin pudor una lista de las características nacionales castellanas, entre las que no dejan de incluir la singularidad de la lengua, que en este caso no se trata de una lengua postergada, sino de una lengua de extensión mundial hablada por unos 400 o 500 millones de personas. Al carecer propiamente de enemigo al que atacar, mecanismo paranoico y sádico que al parecer da buenos resultados en otros nacionalismos, no proponen sino las consignas de una España en pequeñito, o de lo que queda de España, pues estrictamente hablando su difusa idea de Castilla no significa nada, triviales discursos con toque de victimismo, y por supuesto, como partidos que son, homilías para que les voten con objeto de realizar sus inanes propuestas. Naturalmente el personal ya de por si poco propicio a la política, los acusa de insoportables y palizas, les aconsejan que se abstengan de hacer aburrida e insulsa propaganda partidaria, que se marchen con la murga a otro sitio a dar la lata, e incluso no faltan los que con razón les dicen que son más castellanos que ellos y que saben mejor que ellos lo que es Castilla. Víctimas de su agitación y ofuscación partidaria, no acaban de entender por que no los votan masivamente y porque no se engrosan sus filas con entusiastas seguidores; curioso desconocimiento del pueblo que en teoría quieren representar.

 

          Hay otras variantes que más que nacionalismo pretende ejercer un vetusto izquierdismo a nivel local, reconociendo su progresivo desahucio a niveles más extensos, aunque curiosamente su definición territorial no deja de coincidir con el neofranquismo pancastellanista de los otros minipartidos; las propuestas por este lado además de los consabidos intentos de conseguir votos, se centran en la vieja propuesta de la socialización de los medios de producción, la igualdad económica, la exaltación proletaria y programas redentores y salvíficos del mismo jaez, amen de abundantes descalificaciones como vil reaccionario y fascista, adjetivo este último comodín y polisémico donde los haya, a los que no son partidarios de sus eslogans:

 

          La socialización de los medios de producción no es verdaderamente el fin y la substancia de la vida. No encontrareis en lo económico nada que tenga que ver con los fines, no con los medios de la vida. La socialización de los medios de producción no es verdaderamente el fin y la substancia de la vida. La igualdad económica no es el fin de la vida. Y tampoco el trabajo material organizado y productivo, que el socialismo diviniza. La divinización socialista del trabajo material, con desprecio de sus valores cualitativos, proviene del olvido del fin y del sentido de la vida. Si el socialismo ha tomado tanta importancia en nuestra época es porque los fines de la vida humana se han oscurecido, han sido reemplazados definitivamente por los medios de la vida.       

 

(N. Berdaieff. Ob Cit. P154)

 

          En cualquier caso todos estos micropartidos: nacionalistas e izquierdistas ignoran o quieren ignorar la tragedia histórica castellana, la liquidación inaugural de sus fueros peculiares por el estado absolutista, que por lo visto era el progreso de la secularidad y el abandono de la tradición medieval ; atrapados por su idea recidiva de ser una nación moderna con su estado ad hoc y su inevitable uniformización, dominado por la derecha o por la izquierda, que poco importa ya eso en la época del pensamiento único, no comprenden que la persecución partidista del poder no añadirá más que nuevas discordias, confusión y trivialidad. De la misma forma que ante los enormes riesgos que presenta la economía gigantesca y globalizada de colapsar a millones de hombres, como puede ocurrir si fallara el suministro eléctrico a una megápolis millonaria durante una semana , se propuso la idea de una reducción de la economía a una escala humana, como fue la idea de Schumacher en su conocida obra “ Lo pequeño es hermoso”, desarrollo de consecuente de una ética budista de la economía; así la restauración del viejo concejo popular, de los fueros, de los pactos (phoedus), podría ser una reducción de la política a escala humana, una ayuda a los fines del hombre y no una subordinación de este a los partidos, a los estados y a las organizaciones y poderes supranacionales. Sería además una importante labor de ecología cultural antes de que se pierda definitivamente entre estados, partidos, diputados, programas, componendas, boletines oficiales, arribistas, sinvergüenzas y otros hasta la noción de lo que fue la Castilla comunera medieval.

 

 

                                                 ANEXO

 

La personalidad histórica de Castilla en el conjunto de los pueblos hispánicos

Anselmo Carretero y Jiménez

Hyspamérica de Ediciones San Sebastián 1977

 

Páginas 141-143

 

 

Los unitaristas han de considerar artificioso y aun nocivo avivar en castellanos leoneses y toledanos las adormecidas conciencias de sus respectivos grupos nacionales, puesto que para ellos todo avance hacía la homogenización y el unitarismo ya es, por sí solo, un progreso.  Opinión contraria a la de quienes creemos que la variedad en la unión y la armonía es más rica que la nivelación uniformadora y que toda personalidad colectiva es en principio respetable.

 

Por otra parte hemos visto que diversidad y pluralismo son condición natural de España; por lo que tanto los que preferirían la España una como quienes estamos identificados con la varia debemos aceptar las autonomías regionales por más adecuadas que el unitarismo a la tradición del país y a su propia naturaleza.  Descentralización que ha de regir en toda España para evitar su funesta división en dos bloques discordantes: uno de pueblos con autonomía interna, otro totalmente gobernado por el poder central.

 

Para que la federalización de España tenga las consecuencias venturosas que de ella cabe esperar será, pues, necesario que todos sus pueblos asuman con entusiasmo el gobierno de sus propios asuntos.  La falta de conciencia colectiva y de apetencias autonómicas observable en algunas regiones de España, lejos de indicar firme patriotismo - como los unitaristas creen o aparentan creer- es síntoma de postración, que nunca la sumisión y la modorra han indicado vigor y buena salud.  La autonomía de las regiones que no luchan por ella (Asturias, León, Extremadura, La Mancha, Murcia, Castílla ... ) es un aspecto muy importante de esta cuestión sobre el cual ha dicho Madariaga palabras muy atinadas: «Hemos alcanzado un punto en la evolución política de España -escribía don Salvador en 1953- en el que la autonomía es ya necesaria no sólo a los países que la piden sino, quizás aún más, a los que no se dan cuenta de que les hace falta».

 

Se ha dicho repetidamente que el federalismo no se asentará firmemente en España mientras no arraigue en Castilla.  Más cierto y obvio es afirmar que el federalismo que la nación española necesita requiere a su vez que todos los pueblos que la componen tengan conciencia de su personalidad colectiva.

 

Conciencia que no se trata de crear artificialmente en Castilla, que vivísima la tuvo hace ya más de un milenio -no conocemos ninguna epopeya que narre sucesos acaecidos en el siglo X en la que la comunidad nacional ocupe un lugar tan protagónico como el que en el Poema de Fernán González tienen Castilla y los pueblos castellanos  -, sino de rescatarla del olvido y la mistificación histórica, lo que, ante todo, requiere deshacer el confuso embrollo en que se han envuelto las historias de los antiguos reinos de León, Castilla y Toledo, poniendo en claro la particular de cada una de estas regiones.

 

Mientras se sigan confundiendo los nombres de Castilla, León y Castilla la Nueva, y con ellos los pueblos, países y entidades históricas que a cada uno corresponden, la cuestión federal del Estado español estará, desde el arranque, mal planteadas.

 

Aunque en menor grado que los catalanes y los vascos, muchos son los pueblos de España que poseen los elementos básicos de una nacionalidad, principalmente una larga historia propia.  En sus entrañas están latentes el sentimiento y la conciencia de comunidad nacional, prestos a desarrollarse en cuanto las circunstancias les sean propicias.  Bastaría, por ejemplo, que el pueblo leonés conociera claramente el asiento geográfico de su región y su particular historia para que de manera natural se despertara en él la conciencia de su ser, hoy generalmente confundido con el de Castilla.  Y presentamos en primer lugar este ejemplo de la región leonesa por su gran significación.  Entre todos los pueblos de España probablemente es el leonés el más llamado a afirmar la conciencia de su nacionalidad histórica; España entera, y no sólo él, lo necesita para resolver cabalmente uno de sus mayores problemas.  Por la amplitud del país -de la Liébana a la Sierra de Gata y del Bierzo a Béjar-, la variedad de sus comarcas -la Montaña de León, el Bierzo, la Tierra de Campos, la Sanabria, la Tierra de Sayago, la Tierra del Vino, el Campo de Salamanca, la Berzosa, la Sierra de Francia...- y la belleza de muchas de ellas, y su prominente lugar en la historia de España, la región leonesa es una de las más destacadas de nuestra patria.

 

Considerado en su conjunto regional, León desempeñó durante los siglos más duros de la Reconquista un papel de primer orden en la historia peninsular.  Seria imposible imaginar el Medioevo español sin la participación leonesa.  Por su actividad en aquéllos tiempos y en siglos posteriores, la corona de León fue entre todos los estados peninsulares la entidad politica que mayor influjo ejerció en el destino de la nación española, realidad histórica mucho más importante de lo que generalmente se cree.

 

El mejor servicio que León podría prestar a Castilla y a España entera para la solución definitiva de la cuestión nacional por excelencia no es propugnar esa confusa y confundidora región castellano-leonés-manchega, a contrapelo de la historia, la geografía y los intereses de los respectivos pueblos, sino recobrar su propia y singular personalidad otrora sobresaliente en el conjunto de las Españas y hoy más caída en el olvido que ninguna.  Empresa aún más ardua para los leoneses que la acometan que la -con análogos propósitos en cuanto a Castilla- ya iniciada por algunos castellanos.

 

Por otra parte, no sólo confuso y confundidor en el panorama político de las Españas es, en efecto, ese criterio de mezclar en un conglomerado castellano-leonés regiones y pueblos geográfica e históricamente tan distintos, sino también injusto, grandemente injusto, en lo referente a la organización estatal.  No podemos comprender -si no es por grave carencia de sentido político o por inconsciente complejo de inferioridad- como, cuando se intenta resolver el problema de las autonomías de los pueblos de España en un gran Estado español que, sin unificarlos, una a todos ellos en pie de igualdad-, cuando asturianos, aragoneses, valencianos, andaluces, canarios... reclaman su propio gobierno interno con los mismos derechos que catalanes, vascos o gallegos -lo que debe concretarse en la igual composición de un senado o cámara federal-; un grupo de leoneses y castellanos comience por proponer que el peso de los votos de sus respectivos pueblos o regiones sea la mitad -o la tercera parte si se incluye a Castilla la Nueva- del de los demás integrantes de la Unión, puesto que juntos formarían una sola entidad politicogeográfica, no obstante la importancia y la personalidad histórica de cada uno de ellos.