Desde
su origen etimológico, el término «política» se encuentra
indefectiblemente vinculado a la vida de la Comunidad, y con ésta su principal
función debe ser, según la ortodoxia del término y sus orígenes, la regulación
de las normas de convivencia más elementales, aquellas cuestiones que atañen al
conjunto de la ciudadanía, y con éstas todas las problemáticas que afectan a la
totalidad. La política era en sus orígenes la herramienta fundamental que
permitía la vida gregaria de los hombres, la constitución de comunidades y
Estados, y con ella una recíproca relación de beneficio entre quienes eran
parte integrante de esas Comunidades.
Las
Comunidades humanas deben hacerse acreedoras de una existencia superior, ir más
allá de una reglamentación de las implicaciones contingentes de la existencia,
para buscar una vida cada vez más pura y objetiva, un reflejo de las
aspiraciones trascendentes y de perfeccionamiento mediante el mantenimiento del rito,
los principios y la sacralidad a la que toda obra humana se debe. Las épocas de decadencia moral y
espiritual están condenadas a la destrucción y el olvido, y son el precio que
la imperfección humana debe pagar cuando se aleja de la luz de lo divino, para
adentrarse en las tinieblas de lo prometeico y la horizontalidad de la
existencia terrenal sin un soporte trascendental que le sirve de guía en sus
empresas.
Al
mismo tiempo, en el mundo antiguo la función política suponía
la supeditación de la función administrativa ligada ésta a un principio
superior, al que los mandatarios debían atenerse y que se presentaba como
inviolable. Los atributos divinos eran el baluarte y fundamento de toda verdad,
es la idea de consagración del poder, el revestimiento de la
sanción divina, la que durante milenios ha legitimado todo tipo de regímenes,
monarquías o imperios. Esas reminiscencias sacrales las
podemos encontrar incluso en tiempos relativamente recientes, como en el
Absolutismo con su monarca arquetípico Luis XIV, donde la sanción divina
era una constante, la cual dignificaba también la autoridad política del rey,
todo ello a pesar de que el legado simbólico y primordial que contenían sus
referencias no eran sino una carcasa vacía y el eco de tiempos pasados, en los
que la Tradición Primordial todavía mantenía en pie ciertos
atributos.
Con
el devenir de los últimos siglos, con la irrupción de la modernidad y la
regresión máxima hacia formas de materialidad extrema, la degradación de lo
político, las fuentes sagradas de donde extrae su vigencia y actualidad o la
deriva hacia formas colectivistas e individualistas en todos los órdenes de las
organizaciones y creaciones humanas se han convertido en una constante en la
deriva descendente de lo humano hasta nuestros días. Enotros escritos precedentes hemos destacado la socavación
de la idea dejerarquía y, como contrapartida, la preeminencia de la
sociedad, considerada como demos, como un mero agregado de
voluntades individuales, frente a la ortodoxia y el sentido de claridad que
representa el órgano del Estado como vertebrador y guía en la configuración de
toda forma de asociación humana.
Sin
embargo, esta degradación y erosión de la primacía de lo espiritual en toda
creación humana para dar paso a formas desbocadas e irracionales del poder y la
organización en el mundo moderno, también ha venido acompañada de la
destrucción de la esencia de lo político, donde elparlamentarismo liberal ha
jugado en papel esencial: La política convertida en un nido de arribistas,
embaucadores y profesionales de la mentira; aferrados a cualquier maniobra o
triquiñuela, la mayor parte de las veces de una vulgaridad y zafiedad
insultante, en la que lo más importante es el espíritu de facción o pertenencia
a un grupo determinado frente a otro. No importa la verdad ni el bien o el
interés del conjunto, ni la armonización de los contrarios bajo el poder de una
síntesis superior, de una virtud iluminante capaz de resolver cualquier
antítesis generada.
La
política es el actuar inorgánico y autodestructivo de las voluntades de los
particulares, expresadas a través de partidos políticos o de pretendidas
personalidades en ese contexto, cuyo deseo es medrar materialmente, en lo
individual, para integrarse, en un plano más amplio, en los grupos
oligárquicos y plutocráticos que han convertido la política, en su
sentido más originario y con sus antiguos atributos de sacralidad y divinidad,
en una especie de vertedero ponzoñoso donde cualquiera puede conseguir sus
objetivos personales —de éxito, poder o enriquecimiento— o integrarse en las
élites invertidas de la democracia liberal en perjuicio de los intereses del
conjunto del cuerpo político.
Hacer
política en democracia liberal es una tarea muy compleja para quienes, como
organizaciones o particulares, creen que ésta, la política, debe estar guiada
por un código de valores, por una ética del honor y unos principios
fundamentales que nos mantengan firmes sobre un objetivo. Y mucho más
complicado es, cuando se comprueba que al final prevalecen los intereses
electorales, las estrategias contingentes del momento y un proceder, en
general, bastante vulgar.
La
política, como todas las acciones que puedan ser emprendidas en la vida, precisa
de un estilo, de una ética del honor y
los valores, así como un referente superior que no nos haga caer en
comportamientos infrahumanos, de los cuales no pecan solamente aquellos que
controlan los resortes del Estado y las democracias liberales, sino también
aquellos que, desde su pasividad, permiten y sancionan la perversión y
regresión máxima. Proporcionar un estilo significa dignificarse,
buscar en el esfuerzo y la autodisciplina formas de superación a través de una
vía ascendente y actuar en consonancia con la organicidad y universalidad de
las cosas, en una palabra: centralidad.
La
lucha metapolítica, la que trata de cambiar el mundo transformando
interiormente al hombre, debe dignificar la función política en la medida que
es capaz de restaurar su equilibrio interior y reintegrarlo en el sentido
cósmico de lo divino, en su síntesis armoniosa que asegura una existencia plena
desde la perennidad y atemporalidad de su centro.
Por Hipérbola Janus , 4/04/2015
Etiquetas: antiliberalismo, honor, individualismo, metapolítica, política, sacralidad