Nuestra concepción de una Castilla autónoma
Se dice, con razón, que cada uno de los pueblos que componen España
tiene sus propias características que deben ser respetadas; verdad que a la
hora del actuar político no siempre se tiene en cuenta, porque a fuerza de ser
repetida mecánicamente va quedando horra de contenido.
Una de las notas más importantes de Castilla es la diversidad de sus
comarcas y la historia singular de cada una de ellas. Recordemos que el viejo reino de Castillo era
un conjunto de tierras, merindades y comunidades autónomas con un monarca
común. En el curso de la historia, tales
entidades fueron reduciendo su número en la mente y el sentir de los
castellanos hasta decantarse sustancialmente -en líneas generales y con algunas
rectificaciones de límites- en las actuales provincias castellanas: de norte a
sur -Castilla no es ancha, como dice el ~o, sino larga-, desde Santander,
Cantabria o la Montaña
hasta Guadalajara y Cuenca.
Mientras catalanes y gallegos consideran que las provincias son para
ellos artificiosas creaciones del poder central, los vascos se encuentran con
que Guipúzcoa, Vizcaya y Álava son genuinas creaciones históricas, entidades
fundamentales del País Vasco, que no es otra cosa que el conjunto de todas
ellas, dentro del cual cada una tiene su propia personalidad. Estructura federal interna ésta en la que
Castilla, como en otros muchos aspectos de su historia, se asemeja al País
Vasco, su vecino y tradicional aliado.
La compleja cuestión de la autonomía de Castilla no podrá resolverse
partiéndola en pedazos y agregando éstos a las regiones vecinas, en las que
resultaría aniquilada su personalidad (como en los proyectados conglomerados
castellano-leonés y castellano-manchego), ni con la escisión de sus diversos
pueblos (como Cantabria, la
Rioja , o la provincia de Segovia); sino con el
fortalecimiento interior de cada uno de ellos y la mancomunación de todos en
una entidad superior verdaderamente castellana.
El mantenimiento de la individualidad de sus grandes comarcas -o provincias-
debe ser el fundamento constitucional de una nueva Castilla, en la que los
castellanos de las diferentes “tierras”, -desde Ios montañeses y riojanos hasta
los alcarreños y conquenses- se ocupen de los asuntos de sus respectivas
entidades, quedando reservados a la competencia de las instituciones
generosamente castellanas los que por su naturaleza o magnitud rebasen el
ámbito provincial, con lo que la
Castilla del siglo XXI -dentro de una nueva España y a tono
con las necesidades de ésta- volvería a su constitución natural y tradicional: federación de comunidades
autónomas integradas a su vez por municipios.
Más que
como una región unitaria, dividida administrativamente en comarcas, con un
fuerte gobierno regional, y un nuevo centralismo, Castilla debe estructurarse
en torno a sus grandes «tierras» o «comunidades» tradicionales (actuales
provincias, con las rectificaciones de límites que se consideren necesarias).
En vez de acabar con ellas, democratizar,
reestructurar y vitalizar Ias diputaciones provinciales (con éste o con otro
nombre); y reforzar también la autonomía municipal.
En resumen: la mayor autonomía conveniente a los municipios
castellanos; la mayor autonomía conveniente a las provincias, tierras o grandes
comunidades tradicionales; y reservar al gobierno regional de Castilla sólo lo
que, por su naturaleza o trascendencia, no puedan asumir éstas, la coordinación
de sus competencias y la representación y la representación conjunta de
Castilla ante los órganos centrales del Estado.
Tal sería, a nuestro juicio, la concepción auténticamente castellana
de una Castilla autónoma, que el atento examen de su verdadera identidad
sugiere. En ella, Cantabria, la Rioja y Segovia -cuya
pintura actual, que no daña su castellanía, las convierte en reductos
castellanos y posibles bases de un auténtico renacer de Castilla-, y todas las
demás «tierras» castellanas, podrían satisfacer sus legítimas aspiraciones a
mantener la propia personalidad y ser fieles a la vez a la mejor tradición
castellana.
Castilla nº
12 Febrero- marzo 1981