Me hacía eco en mi última entrada de la poco común honestidad de un defensor del suicidio asistido, Matthew Parris, que reconocía que era cierto el argumento de los opositores a la ley que ha sido rechazada en Gran Bretaña: sí, una ley que permite el suicidio asistido lanza un fuerte mensaje a la sociedad en favor del suicidio, cambia la mentalidad mayoritaria y extiende esa práctica. Y prometía volver abordar la cuestión que, lógicamente, se plantea: ¿cuál es entonces el argumento de Parris para defender la necesidad de permitir el suicidio asistido?
Parris sostiene que el motivo es “darwiniano” y utilitarista: “con el avance de la ciencia -escribe- el coste de prolongar la vida humana más allá de su utilidad impondrá una carga cada vez más pesada sobre la comunidad para una proporción cada vez mayor de las vidas de sus miembros… Los recursos humanos y financieros necesarios significarán que un peso cada vez mayor recaerá sobre los hombros de una menguante proporción de la población aún productiva… Esto significará un handicap para “nuestra tribu”. El gasto médico en Gran Bretaña ya está disminuyendo nuestra competitividad económica frente a naciones socialmente menos generosas”.

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“La vida tiene un precio. A medida que los costes crecen, llegamos a un punto en el que nuestra cultura empezará a llamar a una mano que nos alivie”
Parris continúa, quizás consciente de que se ha expresado con una sinceridad y crudeza muy poco habitual (y que se agradece), diciendo que esto no significa “suicidar” masivamente a los poco útiles, sino poner un límite a la “generosidad” del Estado. Y escribe: “la vida tiene un precio. A medida que los costes crecen, llegamos a un punto en el que nuestra cultura empezará a llamar a una mano que nos alivie”. No queda claro quién determina ese punto, pero lo que hará la mano “aliviadora” es bastante evidente: apretar el botoncito o usar la jeringuilla que acabará con la vida de quien se ha convertido en una carga inútil.
Y acaba Matthew Parris con un párrafo profundamente inquietante: “El estigma [que aún pesa sobre el tabú del suicidio] se desvanecerá, y en su lugar aparecerá una nueva descripción del egoísmo, según la cual será considerado un comportamiento egoísta el querer seguir viviendo”.
Tremendo, ¿no les parece?, pero también tremendamente lógico y honesto.
No me detendré en lo profundamente falso y deshumanizador del argumento que basa el valor y dignidad de la vida humana en su utilidad. Me parece obvio. Pero sí quiero señalar algo que me parece bien curioso y significativo.
La bandera que enarbolan quienes defienden el suicidio asistido es la de autonomía
La bandera que enarbolan quienes defienden el suicidio asistido es la de la autonomía, la de la emancipación del hombre que, liberado de cualquier restricción, debe poder hacer saltar por los aires uno de los últimos tabúes y disponer de su vida si así le viene en gana. Sólo que esa bandera es falsa y no tiene nada que ver con la realidad de los enfermos en situaciones críticas.
Entonces, los promotores del suicidio asistido dan un giro de 180 grados y argumentan en base a las necesidades de la comunidad, que deben imponerse a los deseos particulares y egoístas de quienes deben ser suicidados pero no parecen aceptar su destino.
La reivindicación de la autonomía absoluta ha mutado en reivindicación de la servidumbre absoluta, tanto que entrega su vida a “la comunidad” que ha decidido que esa vida tiene un coste excesivamente alto. ¿Liberación? No, el suicidio asistido acaba en sometimiento absoluto. Muy clarificador.
Presidente de European Dignity Watch, vicepresidente de la Fundación Burke y patrono de la Fundación Pro Vida de Cataluña.Está casado y es padre de seis hijos. Ha publicado 'La historia de los Estados Unidos como jamás te la habían contado' en la Editorial Stella Maris.