«Formas de diálogo»
por Juan Manuel de Prada para el
periódico «ABC» publicado el 9/VII/2018.
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Provoca a la vez asco e hilaridad esa derechita que, a la
vez que jalea orgullosa todas las degeneraciones morales que han convertido
España en un pudridero, afirma que el diálogo del doctor Pedro Sánchez y el
catalán Torra provocará la ruptura de España. Sólo se rompen los cuerpos
sólidos, no las papillas informes; y España es hoy una papilla de
degeneraciones a la que sólo resta pudrirse. El separatismo catalán no ha hecho
otra cosa sino conceder a esa derechita que tan entusiásticamente ha
contribuido a la degeneración de España un fetiche que, a la vez que tapa sus
vergüenzas, le sirve como engañabobos para mantener en un perenne estado de agitación
a sus adeptos.
En realidad, Cataluña se hizo española dialogando. Pues el
pactismo catalán que permitió la integración del principado catalán primero en
Aragón y después en las Españas no fue otra cosa sino diálogo en el sentido más
noble del término: acuerdo logrado a través de la razón por el que el monarca
aceptaba que nada que afectase a Cataluña podía disponerse sin el
consentimiento y aprobación de las cortes catalanas. Pero aquel pactismo
catalán, tan característico de la auténtica tradición política española, se
fundaba en dos premisas: el reconocimiento de un orden natural que no podía
someterse a cambalaches ideológicos; y la existencia de una comunidad
vertebrada que compartía concepciones religiosas y, por lo tanto, tenía
visiones concordantes sobre las instituciones sociales que garantizaban la
subsistencia de esa comunidad, empezando por la familia. Frente a esa sociedad
cohesionada que hizo posible el pactismo catalán, hoy nos encontramos con una
sociedad hecha una piltrafa, una auténtica «disociedad» que chapotea en todas
las formas de degeneración imaginables, mientras entrega su representación a
facciones oligárquicas que, para fortalecerse, necesitan debilitar a la
comunidad, encizañándola en una demogresca constante. Y que, lejos de aceptar
un orden natural de las cosas que no puede someterse a cambalaches ideológicos,
consideran hegelianamente que la voluntad de poder construye el mundo, lo está
construyendo a cada momento, al modo de un mecano, sin criterio alguno de
verdad.
De este modo, que Cataluña forme parte de España o no
depende de esta voluntad de poder despótica. Una voluntad de poder que ayer
abogaba por el centralismo; que hoy aboga por un autonomismo que reproduce los
vicios del centralismo a pequeña escala, a la vez que favorece la disgregación;
y que mañana podría abogar con idéntico desparpajo por cualquier otro engendro
contrario a nuestra tradición política. Aquella tradición se fundaba en un
diálogo fructífero y leal, en el que existía un principio común que las partes
coloquiantes aceptaban; y a partir del cual podían desarrollarse acuerdos que
hacían posible una unión verdadera en amor y dolor, no la coexistencia abyecta
que genera la mera voluntad de poder. Cuando no existe este principio común, el
diálogo deviene imposible o improductivo; o, todavía peor, alcanza acuerdos
amorales de conveniencia mutua, disfrazados de repugnante «consenso» y fundados
en la renuncia de los principios.
Naturalmente, el diálogo fecundo del pactismo catalán se
realizaba entre hombres nobles, capaces de dar cosas a las que nadie los
obligaba y de abstenerse de cosas que nadie les prohibía. En cambio, cuando se
chapotea en la papilla de las degeneraciones morales, el único diálogo posible
es entre hombres innobles, capaces de dar las cosas que están prohibidas y de
abstenerse de las cosas a las que están obligados. Cada época tiene el diálogo
que se merece; y una época que chapotea en las degeneraciones morales, tan
orgullosamente jaleadas por la derechita, merece el diálogo de los hombres
innobles.