JUAN VALLET DE GOYTISOLO
II EL DERECHO A
PARTICIPAR EN LA VIDA PÚBLICA MEDIANTE
UN AUTÉNTICO Y SISTEMA REPRESENTATIVO
VII El problema del
gobierno y la representación en las democracias
De una manera muy somera pueden
reducirse a tres los sistemas de democracias modernas que invocan la soberanía
popular: la elección o aclamación de un jefe carismático que
plebiscitariamente es consagrado y que periódicamente
consulta al pueblo; el ejercicio guiado y dirigido por un partido
único, que se autoproclama representativo de la verdadera voluntad popular; y la elección de representantes,
entre los propuestos por los diversos partidos políticos, que compiten entre sí para ostentar temporalmente la
representación popular.
En cualquiera de estos casos, en
las democracias siempre gobiernan oligarquías. Es algo que
Gonzalo Fernández de la Mora (112), siguiendo especialmente a Roberto
Michels, en su obra Sobre la sociología de los Partidos en la
moderna democracia, y a José Schumpetet', en Capitalismo, socialismo y democracia, ha mostrado y subrayado la existencia de la que Michels denominó «ley del hierro de la oligarquía», por considerar que ésta trasciende a una necesidad
social absoluta en las democracias, en las cuales, la masa «siente la necesidad
de ser guiada, y es incapaz de actuar cuando Je falta una iniciativa externa y superior».
El primer sistema es
rotundamente rechazado por quienes hoy administran el monopolio del uso de
la palabra democracia, y lo otorgan o rechazan en los casos en los
que se discute esa calificación a un determinado régimen. Se
observa que no se concede credibilidad a referéndum alguno que no
sea convocado, organizado y contabilizado por quienes previamente son
reconocidos como gobiernos democráticos. La propaganda, a
través de los medios masivos de comunicación, tiene hoy tal fuerza de sugestión, que según
quien los convoque, cómo los plantee, cómo
organice la propaganda, e incluso según
quien maneje las computadoras, el resultado será muy diverso.
El sistema de partido único fue una creación de Lenin, que trasladó al Gobierno de la U. R. R. S. el sistema que había inventado para la Revolución, y Stalin se encargó de institucionalizarlo. En Alemania el nazismo y en Italia el facismo se apoyaron en el partido
(112) Gonzalo Fernández de la Mora: La partitocracia, Madrid,
Instituto de Estudios Políticos, 1977, cap. II, págs. 27 y
sigs.
único; y, a imitación de éstos, en España, bajo el mando de Franco, se institucionaliza F. E. T. y de las J. O. N. S., aunque
realmente estuvo sujeta siempre por el gobierno, para lo que bastaba disponer del cambio del Ministro Secretario del Movimiento.
El artículo 126 de la
Constitución soviética, en su apartado final, dice —que «los ciudadanos
más activos y más conscientes pertenecientes a la clase obrera, a
los trabajadores del campo y a los trabajadores intelectuales, se
unen libremente en el seno del Partido comunista de la Unión soviética, vanguardia de los trabajadores en su lucha para la construcción de la sociedad comunista y núcleo dirigente de
todas las organizaciones de trabajadores, tanto de las organizaciones sociales como de las organizaciones
del Estado».
Pero, ¿es posible calificar este
sistema de democrático? Si partimos de que Rousseau, como ante
hemos visto, estima que la voluntad emitida por la mayoría, si
prevalece en ella un interés particular, no corresponde a la voluntad
general, ya que ésta se identifica siempre con el bien público, y, en cambio, resulta que si
una revolución triunfante monopoliza esa
voluntad general de todo el pueblo o del proletariado, que numéricamente es mayoritario, entonces sus jefes, empleando el sistema nervioso del Partido único,
mantienen por fuerza en el pueblo esa
pretendida voluntad general, que, además plebiscitariamente es abrumadoramente
respaldada. ¡Claro está que por sus caracteres esas democracias populares en
nada se parecen a las del pueblo de Dios, que Rousseau indicó como
paradigma de la democracia pura, sino que van
acompañadas de aparatos policíacos y represivos, se rodean por un «telón
de acero» y practican el totalitarismo
estatal más absoluto, hasta ahora conocido, con su archipiélago de GULAG!
VIII. La representación por los
partidos políticos.
Queda el tercer sistema, aceptado por las denominadas democracias occidentales. Aunque se han señalado precedentes de ellos en la Atenas democrática y en las banderías y partidismo de los validos en discordia en las Monarquías absolutas, parece más exacto pensar que los partidos políticos son elemento inseparable de los regímenes
liberales; y, por ello, los partidos acompañan a los movimientos revolucionarios que inician la vida política moderna, corno ocurre en Inglaterra en el siglo XVII, en Francia a fines del xviii, en la España de las Cortes de Cádiz y en Alemania de 1 848 (1 1 3).
Hoy,
consolidada la partitocracia, «la soberanía popular se ejerce optando entre oligarquías», como ha escrito Gonzalo Fernández de la Mora (114).
Claro es que así, ocurre como ya en su época había advertido Rousseau (115) del pueblo inglés diciendo que «se figura ser libre y se engaña mucho; no lo es sino durante la elección de los miembros del parlamento; en cuanto éstos resultan elegidos, el pueblo es esclavo o no es nada. En los breves momentos de libertad hace tal uso de ésta
que bien merece perderla». O, como afirmó Tocqueville (116), a los ciudadanos en los pueblos
democráticos, «se les hace alternativamente los juguetes del soberano y sus amos, más que reyes y menos que hombres». O, según dijo Costa (117) de los liberales españoles de su tiempo: «Piensan que el pueblo ya es rey
y soberano porque han puesto en sus manos la papeleta electoral: no lo creáis, mientras no se reconozca además al individuo y a la
familia la libertad civil y al
conjunto de individuos y de familias el derecho complementario de esa
libertad, el derecho de estatuir en forma de costumbres, aquella soberanía es
un sarcasmo, representa el derecho de darse
periódicamente un amo que le dicte la ley, que le imponga su voluntad; la papeleta electoral es el harapo de púrpura y el cetro de caña con que se disfrazó a Cristo de rey en
el pretorio de Pilatos».
113 Cfr.
Nicolás Pérez Serrano: Tratado de Derecho político, Madrid, Civitas,
1976, cap. XXIV, 254, págs. 321 y sig.
114 Fernández
de la Mora: op. cit., pág. 49.
115 Rousseau: op. cit., Lib. III, cap. XV, págs. 140 in fine y sig.
116 Alexis
de Tocqueville: De la democratie en Amérique, Ed. dirigida
por P. Mayer, París, Gallimard 1961, vol II, parte IV, lib. III, capítulo
VI, pág. 327.
117 Joaquín Costa: La
libertad civil y el Congreso de Juristas Aragoneses, cit., cap. VI, pág.
175.
«Los años de gobierno
parlamentario —escribía entre 1888 y 1891, Torras y Bagés (1 1 8)—, sistema artificioso y de gran vanidad, bajo el brillante engaño de unas elecciones ciegas e inconscientes, fundadas en la materialidad del número de votos, han ido formando una verdadera oligarquía que ha conseguido tener la nación en sus manos, o mejor bajo sus pies, que ya no es gobierno representativo ni siquiera parlamentario, pues ninguna correspondencia hay entre los legisladores y el país al que representan» ... «unos cuantos formando sociedad para la explotación del país en su provecho, bajo la denominación de tal o cual partido, han llegado a hacer suyo el gobierno de la nación, y por turno pacífico o violentamente quieren gozar de las ventajas del poder». Para ser candidato y así elegido, añade poco
después (119), la mejor cualidad es pertenecer a la cofradía de quienes gobiernan, y sobre
todo poseer la habilidad de saber hacer las elecciones, o sea asegurar al gobierno un diputado que se avenga a
entrar dócilmente en el servum pecus de la mayoría parlamentaria».
Y, hoy, es así con el agravante,
observado por Pompidou (120), de que «en el mismo momento en
que el individuo se siente libre y se libera de las obligaciones y
represiones tradicionales, se construye una máquina técnico-científica
monstruosa, que puede reducir a la esclavitud a ese mismo
individuo, o destruirlo de la noche a la mañana. Todo depende de los que
tengan las palancas del mando que nadie acaricie la ilusión de
control. Una vez al volante del coche, nadie puede impedir al
conductor que apriete el acelerador y que dirija el vehículo hacia donde
quiera».
En 1933, Luis Legaz y Lacambra (1 2 1) comparaba las dictaduras y las democracias que entonces se distribuían el oeste de Europa
118 Josep Torras y Bages, Bisbe de Vic: La tradició
catalana, I parte, cap. XVIII; cfr. ed. cit., págs. 120 y sig.
119 Ibid., cap. XX,
III, pág. 146.
120 Georges Pompidou: El nudo gordiano, cfr. vers.
en castellano, Madrid, Hispanoamericana de Ed. y Distrib., 1975, pág.
159.
121 Luis Legaz y Lacambra: El Estado de derecho en la
actualidad, II, en Rev. Gral. de Legislación y Jurisprudencia,
163, 2.1 sem. 1963, pág. 761.
continental: «Hay que romper con
la creencia de que dictadura y democracia sean cosas antitéticas: más bien se
requieren mutuamente» ... «La democracia tiende a la
dictadura, y la dictadura requiere cuanto menos el apoyo de amplias
masas populares, si no es ejercida directamente por esa masa» ... Y explicaba de ese modo
la tendencia dictatorial de los partidos
políticos (122) : «tienen un programa indiscutible, que va a
imponerse, no a discutirse, en el Parlamento, puesto que los diputados
son mandatarios de los partidos y no de la nación».
Cuando ningún partido puede
imponerse por sí solo, «el Estado se
convierte en un puro compromiso, en una transacción». En cambio, «a media que los partidos aumentan en
poder político y social, apuntan tendencias dictatoriales, hasta el puno
de que las democracias tienden a convertirse en dictaduras. Los partidos aman
la discusión en proporción inversa a su
fuerza numérica». Las coaliciones o
mayorías gobernantes «se sienten representantes de una institución para cuya defensa todos los medios son
lícitos».
Este último hecho lo ha comentado
Marcel de Corte (123) : «Bajo un roussonianismo de
derecho que traduce los grandes vocablos de libertad, de igualdad, de
fraternidad, se disimula en política un maquiavelismo de hecho
que utiliza su influencia hipnótica en favor de poderío de los amantes del
poder, individuos, grupos y naciones. Rousseau le da
a Maquiavelo la buena conciencia y la buena fe de que se mofa el
florentino» ... «El ángel roussoniano se combina con la bestia
maquiavélica. Eso produce una excelente mixtura explosiva. Desde hace dos
siglos, todas las revoluciones la utilizan sin sentir
vergüenza...».
122 Ibid.,
págs. 156 y sigs.
123 Marcel de Corte: L'homme contre lui mime, París,
Nouvelles F.d. Latines 1962, cap. VI,
pág. 197.
IX. ¿Qué es la representación política?
Creemos que después de los antecedentes recorridos es ya el momento de
centrar el significado de la representación política. Para ello, no hemos hallado mejor guía que el libro de
ese título del profesor Galváo de Sousa (124), en el que analiza cuidadosamente la relación, en este aspecto, entre la sociedad y el poder.
Muy finamente distingue tres
subaspectos diversos de la palabra representación política: la
representación por el poder; la representación ante el
poder, y la representación en el poder.
La representación de la sociedad por
el poder o la autoridad, que le confiere su unidad, tiene
lugar cuando los dirigentes actúan en nombre de la sociedad que
gobiernan. Ciertamente hay una representación inherente al poder, que
dimana de la propia articulación de la sociedad, sin la cual ésta resultaría acéfala.
Este tipo de representación no implica que
existan órganos representativos del pueblo junto al gobierna, aunque no los
excluya, pero siempre requiere un mínimo
consenso sin el cual no es posible gobernar.
La representación de la sociedad ante
el poder implica la existencia de instituciones
representativas de aquélla. En ese caso la representación constituye el ligamen entre la sociedad y el poder. En
este supuesto, el poder representa a la sociedad y ésta se representa ante el poder, elevando hasta éste las necesidades y conveniencias sociales. El poder
representa a la sociedad política en cuanto ésta constituye una unidad; la
sociedad se representa ante el poder en cuanto multiplicidad, es decir, en la pluralidad de los grupos que
la componen y las diversas
aspiraciones de sus miembros, con sus diversos intereses y opiniones: reales en la representación corporativa, predominantemente ideológicas en
el régimen de partidos. Cuando el poder es asumido por la asamblea representativa, se confunden la representación por el poder y la representación ante el
poder, lo que implica a su vez la confusión entre
representación y poder político.
La representación de la sociedad en el poder, conduce al gobierno representativo, característico de las sociedades
organizadas, cuyos órganos representativos colaboran con el
poder en el gobierno. Esa colaboración tiene diversos módulos y se efectúa de diversos modos, que oscilan de lo
meramente consultivo hasta la participación
(124) José Pedro Galváo de Sousa: Da representacao
politica, Sao Paulo, Ed. Saraiva 1971, dap.
II, págs. 17 y sigs.
en el poder. Un modelo de ese tipo lo hemos observado, antes, en el régimen pactista de la Cataluña clásica.
Como muy juiciosamente observa el
mismo Galváo de Sousa (125) : «Cuanto más amplia sea la
representación de la sociedad ante el poder, tanto más perfecta podrá ser.
Pero, la representación de la sociedad en el poder, para compartir la
dirección de la cosa pública, tiene que ser restrictiva, y cuanto más rigurosa
sea la selección, tanto más perfecto será el gobierno».
El gobierno representativo se esfuma cuando la representación se apoya abstractamente en el pueblo soberano,
confundiéndose la representación y el
ejercicio del poder en el órgano representativo. Así, ocurre, a partir de la Revolución francesa, casi sin excepción en
los regímenes denominados democráticos.
La declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano de 1789 proclamó: «El
principio de toda soberanía reside esencialmente en la nación. Ningún cuerpo, ningún individuo puede ejercer
cualquier autoridad que no emane de ella expresamente».
Galváo de Sousa (126) explica cómo por los hombres de la revolución se entendía la nación soberana. «No en cuanto comunidad histórica,
formada por familias u otros grupos con. hábitos sociales, creencias y
aspiraciones transmitidas de generación en generación. No reflejada y palpitante en el pueblo real, heredero de un linaje de tradiciones. No en su afirmación concreta de
unidad cultural y política, marcada por peculiaridades características de su
manera de ser, de un estilo
inconfundible con el de otras comunidades del mismo género». Lo que efectivamente expresaba la declaración de 1789 era: «la nación en abstracto, unidad política
ideal»; «el ciudadano abstraído de
sus intereses reales y aureolado con intención virtuosa (del hombre naturalmente bueno de Rousseau...) para el interés común»; y «una representación abstracta, que concretamente no representa nada, y en que la
amplitud del mandato o delegación recibida por cada diputado desvanece la
relación entre su propia voluntad y la
voluntad del cuerpo electoral,
a su vez transfigurada en
125 Ibid.,
cap. II, 5, pág. 30.
126 Ibid.,
9, págs. 42 y sigs.
la igualmente abstracta volonté
générale». El diputado
«no representa a los electores, como ocurría en tiempos del mandato imperativo, sino a la propia nación, y la
voluntad nacional se corporifica en la voluntad de sus presentantes».
X. La representación política como suplantación de los representados.
A su vez, la Declaración
Universal de los Derechos Humanos proclamada por la Asamblea General
de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, dice en su
artículo 21, párrafos 1 y 3:
«1. Toda persona tiene derecho
a participar en el gobierno de su país, directamente o por medio de
representantes libremente escogidos».
«3. La voluntad del pueblo es
la base de la autoridad del poder público; esta voluntad se
expresará mediante elecciones auténticas que habrán de celebrarse
periódicamente, por sufragio universal e igual y por
voto secreto y otro procedimiento equivalente que garantice la libertad de voto».
Los dos transcritos párrafos de
esa Declaración resultan contradictorios, porque la verdadera
participación política, como hemos visto, es imposible al verdadero
pueblo cuando aliena totalmente sus facultades a un parlamento
elegido por sufragio universal y cuyos miembros no quedan ligados bajo mandato imperativo con los sectores naturales del pueblo dotados de vitalidad propia. En esos casos, esta mínima participación por el sufragio se agota
con la emisión del voto.
La verdadera participación, como hemos escrito en otro lugar (127), es una interacción
entre lo múltiple y lo uno. Una interacción que confiere a la multiplicidad un cierto sentido de unidad funcional superior. Produce, pues, una armonía de lo múltiple con lo uno, de modo
(127) «La participación
como interacción de lo múltiple con lo uno», en
Algo sobre temas de hoy, Madrid, Speiro 1972, VI, 5, págs. 217 y sigs.
tal que, sin romper la unidad de éste, tampoco destruye aquella multiplicidad.
Esa es una condición esencial de la verdadera participación.
No hay participación cuando, en
lugar de interacción, hay dialéctica entre los elementos
múltiples o entre éstos y la unidad integradora.
Tampoco la hay, si lo múltiple desaparece absorbido en la unidad superior, pues, por definición, la participación requiere una multiplicidad
armonizada hacia un fin común.
Por eso, la multiplicidad se
diluye en una nueva unidad colectiva cuando se pretende que el
conjunto de elementos múltiples gobiernen la totalidad de un modo
general, y, entonces, paradójicamente, la participación real desaparece sustituida por
una pseudo-par ticipación que se limita a discutir en una asamblea y, al final, a emitir, un voto para afirmar una
pretendida «voluntad colectiva», o simplemente para
desginar uno o varios representantes comunes, ya sea con mandato imperativo o bien sin él.
Nos explicaremos: lo múltiple
sólo es tal mientras cada elemento mantiene su individualidad propia
dotada de ámbito propio, con competencia determinada. Si éstas se
esfuman, aquélla queda adsorbida en lo colectivo.
La verdadera participación, como
armonía de lo múltiple con lo uno, requiere diversidad de
competencias en la unidad superior y de cada elemento de la pluralidad. Competencia que de modo natural
es determinada dinámicamente por el llamado principio de subsidiariedad, que va fijando la
competencia que corresponda a cada cuerpo- social más amplio para suplir o
complementar lo que sus elementos integrantes
no puedan realizar.
El mayor error consiste, confundiendo los términos, en querer que
participen todos en todo, en lugar de participar actuando cada cual en su propia esfera de
competencia.
Con la formación de órganos colectivos, de los que se afirman que
representan a todos porque lo integran representantes de su pluralidad, tampoco se desarrolla una verdadera pluralidad; y, por tanto, ésta no participa realmente en ella, que, por el contrario, le resta parte del ámbito de propia competencia. La razón estriba en que con ese órgano se forma otra unidad colectiva, que viene a concurrir con los representantes de la unidad total, o sea, si se trata de un país, con los órganos de gobierno de éste. Resultan, por tanto, dos unidades de diversa composición : una tal vez personalmente única (pensemos, v. gr., en un jefe de Estado, o en el Papa) y otra colectiva o colegial (v. gr., un Parlamento a una Asamblea episcopal) que, si bien trata de subsumir en su unidad colegial la pluralidad no hace sino sustituirla, pues ésta no se halla en ella sino fuera de ella. La suplanta en la misma medida en que le absorbe sus funciones. Estos representantes no forman verdaderamente una pluralidad sino cuando están situados todos y cada uno en la propia esfera y en sus respectiva competencia (cada Municipio con su Ayuntamiento, cada Diócesis con su Obispo, en el gobierno peculiar de una u otra).
Es, aún, más plena esa absorción
de la pluralidad por la unidad colectiva cuando el mandato,
conferido en cada cuerpo, se
estima que no es imperativo, por
considerar que, con la elección del representante
o procurador respectivo, cada cuerpo se circunscribe a designar un componente más de la unidad colectiva, y
que éste en ella ya no es portavoz del
interés particular del elector para lograr la coordinación recíproca del de todos dentro del auténtico interés general,
sino sólo del interés colectivo de la unidad superior. De ese modo, se crea otra representación de la unidad
superior, diversa de la Jefatura o Gobierno. Y, aunque cada una de ellas
contemple posiblemente la unidad desde puntos
de vista contrapuestos, lo cierto es
que la pluralidad se esfuma en la unidad colegial tanto más cuanto más subsumida resulte aquélla en tal órgano
colectivo y cuanta mayor competencia absorba y se atribuya a este último, en
detrimento de las decisiones y
actividades peculiares de los cuerpos o de las unidades integradas de la
pluralidad. Absorción que es plena si se parte de la aliénation totale.
XI. Confusión de gobierno y
representación.
Los mismos defectos de la Declaración del 1789, se mantienen en la de la ONU de 1948. Siguen confundiéndose el gobierno y la representación, como ocurre en las democracias modernas desde fines del siglo xviii. También explica Galváo de Sousa (128) el camino de esa confusión.
- En el régimen histórico representativo del Bajo medievodel que hemos mostrado el ejemplo catalán— autoridad y representación se distinguen perfectamente; y —añadámoslo-- pactan entre sí, sin alienación alguna de las libertades correspondientes a las familias, municipios y demás comunidades.
- En las monarquías absolutas, en las que comienza la centralización del Estado moderno, y se mutilan o esterilizan las instituciones representativas: la autoridad suprime la representación.
- Con el triunfo en Francia del absolutismo democrático, se trató de que la representación absorbiera la autoridad; aparte de que esa representación dejaba de serlo del pueblo en concreto, en su multiplicidad, alienada a la voluntad —más o menos manipulada— de la mayoría,
- Finalmente, en la fase de crisis de la democracia, con el fortalecimiento del ejecutivo y el caos parlamentario, vuelve a intentar aquél que la autoridad repela la representación; o, tal vez, más aún,trata de que una manipulada representación facilite la mayoría parlamentaria al partido que detenta las palancas de mando del mismo ejecutivo.Por el contrario, las enseñanzas pontificias han mantenido la distinción, entre el poder del Estado y el pueblo con su vida y representación propia.Así, Pío XII, en su discurso sobre la democracia (129), dijo:
«Pueblo y multitud amorfa, o, como suele decirse, nasa, son
dos conceptos diferentes. El pueblo vive y se mueve de su vida propia; la masa es de por sí inerte y sólo puede ser movida desde fuera. El pueblo vive de la plenitud de la vida de los hombres que lo componen, cada uno de los cuales —en su propio puesto y según su manera propia— es una persona consciente de su propia responsabilidad y sus propias convicciones. La masa, por el contrario, espera
128 José Pedro Galváo de Sousa: op. últ. cit., cap. IV,
3, pág. 82.
129 Pío
XII: Radiomensaje de Navidad de 1944, núm. 16.
el impulso exterior, fácil juguete
en manos de cualquiera que explote sus instintos o sus
impresiones, presta a seguir hoy esta bandera, mañana otra distinta. De
la exuberancia de la vida propia de un verdadero pueblo se difunde
la vida, abundante y rica, por el Estado y por todos los organismos de éste,
infundiéndoles, con un vigor renovado sin
cesar, la conciencia de su propia responsabilidad, el sentido verdadero del bien común. El Estado,
por el contrario, puede servirse
también de la fuerza elemental de la masa, manejada y aprovechada con habilidad; en las manos ambiciosas de uno solo o de muchos reagrupados artificialmente por
tendencias egoístas, el Estado mismo
puede, con el apoyo de la masa, reducida a simple máquina, imponer su capricho a la parte mejor del verdadero pueblo; el interés común queda así gravemente
lesionado por largo tiempo, y la
herida es con frecuencia muy difícil de curar».
Y, más adelante (130), añade: «...
Todo cuerpo legislativo —como lo atestiguan indubitables
experiencias— tiene que reunir en su seno una selección de hombres,
espiritualmente eminentes y de firme carácter, que se consideren como representantes de todo el pueblo y no como mandatarios de una muchedumbre, a
cuyos particulares intereses se
sacrifican, desgraciadamente con frecuencia, las verdaderas necesidades y las verdaderas exigencias del bien común. Una selección de hombres que no quede limitada a
alguna profesión o condición
determinadas, sino que sea la imagen de la múltiple vida de todo el pueblo».
Paulo VI (131), a su vez, expresó
que la democracia: «Supone un equilibrio que puede ser vario,
entre la representación nacional y la iniciativa de los
gobernantes; implica cuerpos intermedios libremente formados, reconocidos y
protegidos por la ley, normalmente consultados en las
cuestiones de su competencia».
Y Juan Pablo II (132), escuetamente, ha dicho, «... el Estado comprende su misión sobre la
sociedad, según el principio de subsidiariedad, que quiere expresar la plena
soberanía de la nación ». Expresión muy diversa o, más propiamente , contrapuesta
a la Declaración de 1798
130 Ibid.,
núm. 26.
131 Paulo
VI: Carta del Cardenal Secretario de Estado en nombre del Papa a la Semana Social Francesa de Caen.
(132) Juan Pablo
II: Alocución a la Conferencia Episcopal Polaca con motivo de su 169 Asamblea plenaria, el martes 5 de
junio de 1979, en el Santuario de Jasma
Gora.
JUAN VALLET DE GOYTISOLO
TRES ENSAYOS
Cuerpos intermedios
Representación
política
Principio de
subsidiariedad
EDITORIAL SPEIRO S.A. Madrid 1981