Pamplona, 27 julio 2010. El 19 de julio FARO
recogía la entrada "No faltar al
deber"
del cuaderno de bitácora El Brigante. Hoy hacemos lo
mismo con la que completa la serie.
Manifiesto
contra la sociedad al revés
La causa final de la sociedad es el bien común temporal, la vida común
según la virtud. La virtud específica que regula el logro de ese bien común
es la justicia general, virtud que se predica de distinta manera en
gobernantes y gobernados. En los primeros, en quienes es más eminente y
arquitectónica, se manifiesta sobre todo en la promulgación de leyes justas
ordenadas al bien común y en las decisiones prudentes de gobierno
enderezadas al mismo fin. En los ciudadanos, principalmente, se manifiesta
en el cumplimiento de las leyes y en la adquisición de las virtudes
necesarias para concurrir a los actos legales y de gobierno: fortaleza,
templanza, liberalidad y, sobre todo, prudencia.
En cuanto a la orientación de una muchedumbre a un bien común, podemos
distinguir entre situaciones de explícita y constitutiva búsqueda;
situaciones de búsqueda parcial o imperfecta, y por
último situaciones de evitación sistemática o de exclusión programática.
Las dos primeras situaciones son legítimamente llamadas sociedades
políticas y se ordenan la una a la otra como lo imperfecto a lo perfecto.
El anómalo tercer escenario lo hemos llamado disociedad o sociedad al
revés: también se puede denominar "tiranía", aunque parece que la
tiranía designa más específicamente a un gobierno que a un sistema.
Es la misma naturaleza humana la que establece la preeminencia del bien
común sobre el individuo, por lo que esa misma naturaleza contiene una
inclinación a la justicia general. Esa inclinación encuentra su fin
adecuado en las sociedades bien constituidas, en un grado que puede ir de
lo perfecto a lo menos perfecto. En una disociedad, esas mismas
inclinaciones políticas, carentes de la rectificación necesaria por parte
del gobernante, fácilmente degeneran en sumisión servil, convirtiéndose,
por paradójico que resulte, en el mayor sustento de ese tiránico simulacro
de organización política.
Como colofón a estas consideraciones apresuradas, aventuro alguna reflexión
de naturaleza práctica:
1) Hagas lo que hagas, obra con prudencia y ten presente el fin por el
que obras, dice el viejo proverbio. Una conclusión genérica se impone:
la inclinación hacia el bien común está inscrita en nuestra naturaleza y no
podemos renunciar a ella sin traicionarnos a nosotros. Por lo tanto, lo que
en situaciones normales nos empuja a la obediencia de la ley, en las patológicas como hoy, nos demanda la resistencia
a la disposición inicua. Pero no sólo eso: debemos aspirar a la
recreación de un orden político al servicio del bien común;
2) Así pues, un movimiento "social" dirigido a la mera
"objeción" a la "norma tiránica", sólo en apariencia se
inserta en la dinámica del bien común. Tales movimientos, para ser
legítimos, deben incluir en su definición una finalidad proporcionada: es
decir, la reversión de una situación social
patológica y su sustitución por un orden político justo.
3) El espejismo "democristiano" ha sido adecuadamente confutado
por plumas más competentes, demostrando errores antropológicos y de
contrariedad con la doctrina política de la Iglesia, por ejemplo,
recientemente, por Danilo Castellano o Miguel Ayuso. Baste aquí decir que
la política de pretendido parcheo desde el
interior de la disociedad adolece de la misma tacha que los
movimientos "sociales" a los que me refería en el punto 2:
limitan sus aspiraciones a tal o cual acción, prescindiendo de la
postulación natural de la finalidad política: el bien común, sostenido por
el orden constitutivo justo.
4) Por esos motivos, aun cuando materialmente se pueda coincidir, con
matices, en determinadas propuestas de estos movimientos
"sociales" o con iniciativas democristianas, es fundamental identificar
su inadecuación a las exigencias concretas y naturales humanas en el orden
político y, por lo tanto, "teniendo presente el fin por el que
obran", denunciar su condición de obstáculos para el bien común.
5) Esa confinación a lo privado o a lo parcial es más sinceramente
confesada por otros grupos, como los que se autodenominan
"libertarios" de tipo norteamericano. La imagen del granjero, con
su rancho, su rifle y su caballo, es decir, de la autarquía que entiende lo
público como enemigo al menos potencial y de lo que hay que defenderse, se
ha abierto paso entre muchos católicos desarraigados de la tradición
política propia. El bien común propiamente hablando,
como bien distinto y superior a los bienes particulares, no como mero orden
público o como asistente de los ciudadanos en la consecución de sus fines
privados, ha desaparecido. Por comprensibles
que resulten estas reacciones, no podemos dejar de señalar su gravedad.
Insistamos una vez más: el bien común no es una convención, ni una
imposición positivista, sino una inclinación y una exigencia de la
naturaleza humana.
6) En último término, la gran masa de los católicos
"despolitizados" y desorganizados se integra pacíficamente en el
sistema disocial, prestando su apoyo a una u otra fuerza gobernante. En
estos, la renuncia al bien común, y por lo tanto al orden político justo,
se suma a la culpable complacencia o lamentación, según los gustos, ante
los avances corruptores de la disociedad democrática.
7) Aunque sea la justificación favorita de los católicos integrados en el
sistema, la cuestión de la pretendida "efectividad" es también
esgrimida, a modo de argumento decisivo, por los movimientos
"sociales" católicos y por los democristianos. Tal es el grado de
alejamiento de los principios políticos naturales y cristianos, los cuales,
como no podía ser menos, se rigen por la moral natural y católica, uno de
cuyos axiomas más sagrados es el de que el fin no justifica los medios,
nunca. Además, nada impide que confluyan nuestras fuerzas para eventuales bienes
particulares y para evitar males mayores, pero esa
concitación nunca ha de hacerse, como habitualmente se exige,
ensombreciendo el fin último de la acción, el bien común. Es decir,
la aspiración del orden político cristiano al servicio de ese bien común.
8) En gran parte, la culpa no ya de la inoperancia católica, sino del
abisal grado de esa inoperancia, es debido a esa "fascinatio
nugacitatis" , fascinación de las cosas sin
valor, que domina a los "católicos profesionales" . Como
dice el libro de la
Sabiduría, esa fascinación "oscurece las cosas
buenas". Invirtamos los términos: la única "unidad de
acción" posible, no será la ligada a "operaciones
concretas", es decir, a bienes particulares o a parches, sino la que
se deduce de la unidad de finalidad: para lo cual debemos ser
suficientemente unánimes sobre el orden político necesario para el bien
común. Si, como parecen afirmar --nunca con claridad-- este desorden actual
de cosas les vale y lo único que necesitamos es enderezarlo con acciones
puntuales, queda claro que, aunque reducidos a un puñado ínfimo, los que
sostenemos la esperanza política fiados sólo en la naturaleza de las cosas
y en la fe y en la doctrina imperecederas de la Iglesia, no podemos
ceder sin comprometer esos bienes que están por encima de nosotros.
9) Uno de los pilares de esa esperanza política (también "contra toda
esperanza") es el de la legitimidad.
No se trata solamente de mantener unos principios universales inviolables.
Además, el bien común, como todo bien, procede de una "causa
íntegra". En el caso de la comunidad política de las Españas, ahora
reducida a su condición de bien común acumulado y latente, la constitución
histórica de nuestra patria ha sido monárquica y la corona era la
depositaria de la legitimidad política. Bajo esa legitimidad, despojados de
defectos ideologizantes, cabrán agrupados y ordenados los esfuerzos de los
que, de verdad y sin altisonantes retóricas desean contribuir al bien
común.
10) Todos los intentos de aventuras políticas "católicas" en la historia
reciente de España deberían servir para confirmar empíricamente lo que se
deduce de los viejos principios. Los católicos que deseamos vivir --también
en el orden político-- conforme a la doctrina de la Iglesia somos un grupo
minúsculo. En parte el mal viene de muy lejos, como ya he señalado en otros
lugares, del abandono de la doctrina social. La crisis atroz que vive la Iglesia ha agudizado
el problema, acabando de desfigurar ante sus propios hijos las exigencias
naturales y cristianas de la vida en común. No hay que darle muchas
vueltas: sociológicamente somos un fleco ridículo en esta disociedad. Somos
un "ruido estadístico" y pensar sobre nuestra acción política en
términos que antepongan una efectividad puntual es una majadería. Sin embargo,
en todo "tenemos presente el fin". Nuestra acción no servirá de
mucho si no está penetrada de esa presencia del fin: desde la laboriosa
adquisición de las virtudes necesarias para la justicia general (fortaleza,
magnanimidad, templanza, liberalidad, ¡prudencia!), hasta el estudio y la explicación de la doctrina política a
todo el que quiera conocerla, pasando por la creación de familias educadas
en el servicio a ese bien común político o creando
obras educativas, económicas o artísticas. En todo ello, la causa
final es la instauración de un régimen --utilicemos nuestro lenguaje más
propio-- de reinado social práctico de Nuestro Señor Jesucristo. Ése, y no
otro, es el bien común (por limitado que sea) que nos es asequible en estas
desdichadas circunstancias. Ése, y no otro, es el principal campo de
batalla con nuestros equivocados hermanos los católicos extrañados de su
herencia doctrinal, pero también de la naturaleza política.
11) Si algún día --quiéralo Dios-- hemos de poder levantar la mano para
poner fin a este desorden perverso y para contribuir a la reconstrucció n
de una sociedad justa y católica, será por Providencia de Dios y como un
signo en medio de la
Historia, como siempre lo fue antaño. El cristiano,
teniendo en cuenta las distinciones anteriores, es hombre de oración y en
la oración hemos de pedir conformarnos a los sabios designios de Dios. Y
para no incurrir en la maldición del apóstol Santiago el menor, ésa de que
pedimos y no recibimos porque pedimos para satisfacer nuestra
concupiscencia, habremos de preparar ese momento con el cultivo de nuestros
deberes de estado, con la adquisición de las virtudes conducentes a la
justicia general y haciendo un resuelto apostolado político, transparente y
sin concesiones. No hace tanto tiempo --y era ya entonces inverosímil-- que
las laderas de Montejurra se llenaban de fieles carlistas, como siempre
esperando contra toda esperanza. Como reclamaba "la pucelle",
libremos, pues, el buen combate y Dios, si le place, dará la victoria.
Nosotros seremos, llegado el caso, colaboradores asombrados, en primera
línea de frente.
12) Con todas las limitaciones actuales, el germen --continuidad histórica
de la legitimidad- - de esa fe política hispánica, es el carlismo. Cuando todas
las fantasías se han intentado y han defraudado, sigue siendo la hora de la
tradición española, martirial e improbable. Llena de sorpresas.
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