Ávila y la poesía
TOMÁS SALVADOR GONZÁLEZ
(Ávila soledad sonora)
En el arte, la perfección esteriliza, no sólo no exige continuidad sino que la imposibilita. En poesía, la perfección intimida, extiende la mudez por los alrededores.
Perfecta en su intensidad escueta, en su concentrada delgadez, es la canción tradicional En Ávila mis ojos, y perfecta la música callada de San Juan de la Cruz, así que no es extraño que tras ellos, tras ese inicio milagroso, un silencio atronador cubriera estas tierras durante siglos.
400 años después, un poeta, Rafael Alberti, se atrevió a recrear la
anónima canción (Mi corza, buen amigo,/ mi corza blanca,/ los lobos la mataron….) y su maestría rompió el maleficio que había acallado esta tierra, y la tierra volvió a dar poetas y canciones.
Antes del siglo XX no se puede hablar de poetas, hay que hablar de
excepciones ( José Somoza en la Piedrahíta del XVIII; Eulogio Florentino Sanz, traduciendo a Heine en el XIX), incluso habría que añadir que aquellos que se atrevieron como Unamuno a referirse a la ciudad, a cantarla, no veían en ella nada que no fuera el pasado, el glorioso pasado como un fardo, una pesada nube que gravitara sobre las casas y las gentes ocultándolas.
Tras romperse el maleficio, surgieron las nuevas voces que dieron cuenta de «tantas devastaciones» como si éstas hubieran sido el precio que permitía volver a cantar las humildes cosas del mundo, las casas de los pobres, el sendero abierto entre los trigos..
Y ahora un grupo de poetas jóvenes y menos jóvenes, ajenos al maleficio, renuevan las canciones y la emoción.
En Ávila, mis ojos
En Ávila, mis ojos,
dentro en Ávila.
En Ávila del Río
mataron mi amigo,
dentro en Ávila.
(Anónimo)
Ávila
Ávila de los Caballeros,
la de la recia monja andante;
castillo interior, torreones
contemplan verdor en el valle.
Tu sede se eriza de almenas
a fuera; por dentro, en el ábside
la sangre cuajó en los sillares
la luz en visiones de tarde.
Sestea los siglos el toro
berroqueño, los trashumantes,
duros rabadanes celtíberos
visitan en sombras errantes
la vieja cañada borrada,
arteria de Iberia en que late
la vida escondida del alma
que al pasar de la mesta pace.
Mira a tu pastor, Prisciliano,
peregrino celta; sus manes
en Compostela reconquistan
la España que en sed de Dios arde.
Ávila de los Caballeros,
hueso de la patria más grande,
le diste, nodriza, tu tuétano,
fuerte leche a la monja andante.
Cancionero
Miguel de Unamuno
Que bien sé yo la fonte que mana y corre,
aunque es de noche.
Aquella eterna fonte está ascondida,
que bien sé yo do tiene su manida
aunque es de noche.
Su origen no lo sé, pues no lo tiene,
mas sé que todo origen della viene,
aunque es de noche.
Sé que no puede ser cosa tan bella
y que cielos y tierra beben della,
aunque es de noche.
Bien sé que suelo en ella no se halla
y que ninguno puede vadealla,
aunque es de noche.
Su claridad nunca es escurecida,
y sé que toda luz de ella es venida,
aunque es de noche.
Sé ser tan caudalosas sus corrientes,
que infiernos, cielos riegan, y las gentes,
aunque es de noche.
El corriente que nace desta fuente
bien sé que es capaz y omnipotente,
aunque es de noche.
El corriente que de estas dos procede,
sé que ninguna de ellas le precede,
aunque es de noche.
Aquesta eterna fonte está escondida
en este vivo pan por darnos vida,
aunque es de noche.
Aquí se está llamando a las criaturas,
y de esta agua se hartan, aunque a escuras,
porque es de noche.
Aquesta viva fuente que deseo,
en este pan de vida yo la veo,
aunque es de noche.
Juan de Yepes (San Juan de la Cruz)
Hay algo de ceniza en el ambiente
que descaece en un ruboso velo;
tintas cárdenas triunfan en el cielo
y un dolor inconcreto se presiente.
La luz desmaya, ríndese y se aleja
por el valle, la loma o la colina,
a la vez que el crepúsculo declina
y el rumorear del río es una queja.
Son un dolor las ramas deshojadas
de los árboles tristes, como un yermo.
En las sombrías sendas desoladas
el letargo del campo nos parece,
como el agonizar de un pobre enfermo,
una cosa que fue y ahora fenece.
Nicasio Hernández Luquero
Las casas de los pobres
La casita de adobe florecía
en su blancura de paloma,
el portalito rojo, el esterillo,
los rezumantes cántaros de barro
y el gato adormilado.
¡Cuántos palacios de éstos
no fueron abatidos por la furia
de la miseria, el hambre,
el agua sola, el rayo!
Los almendrados ojos que soñaban
allí esperanzas, en el huertecillo
con hierbabuena y menta,
el cigüeñal, los brazos poderosos
y el resplandor del blanco
lienzo colgado, o los suspiros.
¡Cuántas puertas golpeadas
como ataúdes rojos de la sangre
del ángel que señaló las jambas!
Vive aquí un pobre, un desvalido,
uno que espera, una muchacha:
no tendrán larga vida.
Y, en aquellos atrases, la campana
de la iglesia ¿qué podría? La cruz
sola de palo donde sereis crucificados
en la cocina con las lágrimas
del hijo muerto en una guerra.
Salobre el pan, pero bendito, compartido
como una Eucaristía, en la tarde
al final de la siega, el ángelus oscuro
bajo el dominio de la luna.
Como una sierra la sombra del tejado,
la estancia fresca, los espectros
y las esperas derramadas como lumbre.
Tantas devastaciones
José Jiménez Lozano
Invocación
¿Por dónde anduve yo?
¿Por dónde anduve, que no hallo
las quejas de mi infancia o gritos
con olor a esparto y a canela?
Junto a la cordonería vi unos ojos
y creí a la campana;
apoyado en la columna
de la izquierda supe
que los humanos mueren.
Mas mi caballo de cartón tan blanco
¿por qué ya no relincha?
Y ni la sombra azul de las arcadas
me da frescor. ¿Por dónde anduve
con mi cabás a cuestas y mi muerte?
Ni de Juan de Yepes, nada sabes,
plaza de soportales,
¿qué has hecho de mi infancia
y de la suya?
Tantas devastaciones
José Jiménez Lozano
En Ávila la piedra tiene cincelados pequeños corazones de nácar
y pájaros de ojos vacíos, como si hubiera sido el hierro martilleado por Fancelli
buril de pluma, y no corre por sus heridas ni ha corrido nunca la sangre,
lo mismo que de los cuellos tronchados sólo brota el mismo mármol
que se entrelaza al borde de los dedos,
en un contenido despliegue de pétalos y ramas,
en delgados cráneos, casi transparentes en la penumbra de las bóvedas,
que conservan la ligera sombra azul de los ojos, yertos en las raíces de la lluvia,
la morbidez, las redondas mejillas de los niños nacidos al mármol para la muerte,
los senos vagamente estériles de las Parcas diluidas en rígidos ramos de volutas y frutos,
el doloroso latir de las irisadas tibias sobre los cojincillos de mármol, ondulados
como para ofrecer un reposo caliente y amortiguar la delgadez helada
de esa mano de ámbar que acaricia con el pausado ritmo de la lluvia
la cabeza de un perro también muerto en la piedra,
muerto en la piedra junto a unos dedos y un cuerpo demasiado hermoso para haber vivido,
muerto en la piedra mientras se escucha brotar hacia la tumba
toda una inmensa vegetación de alas.
Luego, por la ciudad, tiene la noche
un lejano horizonte de olivos y acaso alguna ermita
entre las llamas color de cardo que suben hasta las figurillas de bronce de las fuentes,
los jirones de almenas lamiendo entre la noche el torturado brazo de las norias,
los jirones de almenas ardiendo como un turbio
arroyo, entre el helado crepitar de las fuentes,
entre el resbaladizo gotear, en el aire
de la estepa, del sordo sonido de los siglos.
A pesar de la noche, es imposible
reconstruir su muerte.
Ir ensamblando antiguos inciensos y sudarios,
medallones, y viene hasta mí el golpeteo
de un caballo en los lisos espejos de la noche,
es imposible, nadie sabrá, ni esas raíces
ni esas pequeñas uvas de humedad y salitre,
ni ese tenue azabache como el salto de un pájaro
que al trasluz se desliza, en los atardeceres
al fondo de la carne de los ángeles muertos en el mármol.
Hay algún bar abierto en donde suena un disco.
Es tan vasto tu reino que no puede llenarte,
pero yo sé que nada hay de ti entre tus libros,
en tus palabras, nada puede saberse, nada puedes mostrar.
También tú has recibido la oscura herencia de un inmenso dominio inaccesible
que no tiene ni principio ni fin ni esperanza en el tiempo.
Pero hoy algo renace en las pequeñas flores de óxido de las órbitas vacías,
levanta por entre los hacinamientos de escorias ecos y presencias de pájaros ,
transcurre con un ligero temblor de alas por los delgados caminos de la sangre, despierta
amortiguadas voces al fondo de los cuerpos, inicia
los ahogados latidos de los fríos corazones de hierro.
Por eso, entre el inmenso latido de la noche,
elevado entre un rumor de vides húmedas, es triste
no tener ni siquiera un puñado de palabras, un débil
recuerdo tibio, para aquí, en la noche,
imaginar que algún día podremos
inventarnos, que al fin hemos vivido.
Dibujo de la muerte
Guillermo Carnero
Al mediodía torna la inocencia
de los pájaros. Luego, al volar, se derrama
la tímida caricia de ese vuelo
redondo como el mundo, tan redondo
como un labio o un sol. Cuando atardece
retorna ya la sombra de sus alas
al silencio, nido escaso de amor,
tal vez penumbra,
oscuridad por donde asume el tiempo
la noche que esclarece
en su abandono.
Material reservado
Jose Mª Muñoz Quirós
Volver a Langa
¿En qué lugar de los que habré vivido
quedará la memoria cuando muera
si no es en ti, que no eres sino ensueño?
Escondida mi infancia entre los hoyos
del pradillo, los muelos de las eras,
las tardes acortadas de setiembre,
la vuelta a casa siempre con cansancio.
Tu nombre señalado en piedra blanca
por días imborrables. El dolor
de mis muertos y la esperanza viva
entre el aprecio y el desprecio necio.
Volver a Langa por aquel sendero
abierto entre los trigos cuyo aroma
hermana con el mío otros destinos.
Jacinto Herrero
El miedo
El miedo a los seis años
era un cuarto lejano,
un recinto cerrado y tenebrista
con prestigio de infierno
y un viejo sin edad
que dormitaba junto a un perro agónico
bajo los soportales;
a los doce su miedo
habitaba en los libros,
igual que fotogramas de holocaustos.
El miedo en la veintena
fue aquel tiempo confuso
de amarse bajo el cielo,
ese rumor de trenes que enlazaba
la ausencia y el deseo;
a los cuarenta y ocho fue su miedo
un espacio interior, claudicaciones…
Tuvo más miedos: al cumplir cincuenta,
a los setenta y tantos,
cuando no tuvo edad
y en una larga noche
asmática y feroz,
apareció en la sombra encanecido
aquel miedo inasible de seis años.
Un país lejano
Jose Luis Morante
Órfica
Andaba cantando
sobre cierta prisión que duele
al alma. Y un volar
que no acaba, un no morirse.
Se estremecieron los fantasmas
de Homero,
Eurídice con ellos.
Si enloqueció
de amor tened en cuenta
que el alma se le fue
con ella,
y que las cosas
suelen entre sí consolarse.
Fernando Romera
Brigo, hijo de Túbal, el viajero
que lleva en sus alforjas las leyes
y los dioses, te conjuró en lo inefable
del silencio y te dio un nombre,
una ofrenda que alimenta a lo invisible.
Llegó a las orillas vírgenes del río
y escuchó las voces de los bosques,
el metálico repicar de las encinas
y la chicharra al sol canicular.
Le estremeció la bruma en los inviernos,
el silbo de la brisa entre las cañas,
el salterio del agua en los arroyos…
Entre la arcilla informe sus sentidos
hicieron un nombre, como un eco
a las voces de la tierra:
Aebura, Lívora, Medina Talavaira.
Y lo entregó a la mudanza de los labios.
La Ciudad y la Reina
José Pulido Navas
Traigo en el antebrazo
un silencio rural tejido de nieve,
la clara sombra del roble,
la barba helada del piorno
en la noche del Valle Amblés.
Una encina verdinegra a la boca de la aldea.
La impronta fosilizada de una herradura que brilla:
luz deshilvanada de frío,
estrella de los arrieros,
querencia del zorro,
rueda de carro engranada
que surca el cielo de la vaca,
luna clavada sobre las sierras de Ávila.
Hojas de lluvia
Santos Jiménez
Volvía un rebaño de ovejas
por la estrecha carretera.
Malva el frío de anochecer,
la soledad de los árboles, malva.
Saltaba, gozosa, el agua
en la acequia del riego.
El pastor iba a caballo.
El caballo espumaba.
Todo era polvo y esquilas.
Las esquilas, al pasar, ramoneaban.
¡Cómo olía el pateo del rebaño
a tomillo y a majada!
Una oveja franciscana,
cojeando,
imploraba más calma.
Juraba el pastor desde su altura.
Los perros, contagiándose, ladraban.
El frío de anochecer era malva.
¿Por qué reía la luna?
Esa luz que el aire tensa
Antonio M. Herrera
Sus recuerdos tienen el volumen exacto de esa casa a punto de ser
demolida. La ciudad de su juventud era un lugar glorioso. La vejez
de la piedra no saltaba a la vista entre el frío general que lo cubría
todo. Al alcance de la mano, un muestrario de deseos. La ingenuidad
y la fortaleza, el imán electrizante del sexo y la resaca de una semana
lectiva, el olor de la gasolina y la luz del filamento de una bombilla de
40 vatios, la mentira y la necesidad, el apremio del aire afilado y las
migas esparcidas por el mantel de hule, lo que era posible y se hacía
realidad y el rumor muy lejano del futuro, todo asoma de improviso
desde el fondo de la piedra.
Acotaciones
José Antonio Sáinz
Cierra el portón
1
Cierra el portón
no aparezca la nieve con su cara redonda.
La rueca hila en delgados suspiros
el estallido de la lumbre en la chimenea.
Paz en la frente rodada
de la anciana hiladora de cuentos.
La sabina nevada del patio blanco,
la ventana cerrada, el reloj de arena.
2
Atmósfera blanca de los cuentos.
El fuego ya ha recogido la primera palabra:
cereza herida por la mano de un niño.
Recibe la ofrenda del hilo y la hoguera,
de la rosa que plantó en tu memoria
el polen del tiempo de las flores.
Recibe el canasto de verdes racimos
y no abras a ningún lobo de blancas pezuñas.
Daniel Noya Peña
¿De dónde la palabra
podrá sacar su fuerza y definir la noche?
¿Y cómo contemplar el ciclo de la nieve
que borró las pisadas de los últimos días?
Tantos pájaros buscan una sola presencia,
un refugio sin sombra para ser habitado
y no encuentran la rama
ni el sendero de siempre
que indicaba seguro el final de la búsqueda.
Todo así se transforma.
Como cada sentido consagrando su fin
a una escritura abierta, o un ángel que imagina
adentrarse en el mundo y sentir las miradas.
Silencioso aleteo
David Ferrer
Charco de las paredes
Pero mujer, gritaba
el muchacho a lo lejos,
y se reía antes de volver a nadar.
Ella nadaba
sin detenerse,
sin volver ni sumergir la cabeza,
con el miedo de los segundos,
cada segundo,
persiguiéndola. Sólo
rompió a llorar
fuera del agua,
se abrazaba a su profesora,
balbuceaba
sin darse a entender.
Nada, decía a brincos
y secándose con las manos
el muchacho,
no ha pasado nada de nada,
una culebra,
bueno, una culebrina
de agua, preciosa,
entre nosotros,
en su hombro.
Ella no dejaba de hacer pucheros,
y rechazaba sus caricias
cuando él decía la palabra
culebra.
Pero mujer…
y sonreía mirándonos
Telmo Serrano