JUAN MANUEL DE PRADA
ABC.es
Al español cabal, Europa siempre le ha provocado sarpullidos; pues intuye
que es una construcción urdida para joderle
Ahora que no tenemos a un Julio Camba que rescate en la vejez sus artículos
de juventud, para pasarlos de nuevo por la sartén de la prensa; ahora que no
tenemos a un Valle-Inclán que intercale en sus novelas los cuentos que
previamente había publicado en las revistas de la época; ahora que ni siquiera
tenemos a un Emilio Carrere que complete sus manuscritos repescando capítulos
de obras suyas anteriores
la llama del refrito la mantienen viva los
tertulianeses, esos plusmarquistas del lugarcomunismo, que convierten la vida
del teleadicto en un incesante día de la marmota, refritado de ideas
mazorrales, lobotomizantes y archisabidas. A la vista de los candidatos que las
facciones políticas de mayor ringorrango presentan a las elecciones europeas,
el refrito tertulianés del momento, más repetido que el retuiteo de un comedor
de fabada, consiste en decir: «Es que son unas elecciones en clave nacional».
El refrito tertulianés esconde, sin embargo, una verdad como un templo;
aunque no, por supuesto, en el sentido mostrenco que los tertulianeses dan a la
frase. Y es que, en efecto, en España el único modo de confundir y engañar a la
gente para que vote en unas elecciones europeas consiste en urdir un
trampantojo que la haga creer que se halla ante unas elecciones nacionales. Al
español cabal, Europa siempre le ha provocado sarpullidos; pues, aunque no sepa
verbalizarlo, intuye que es una construcción artificiosa urdida para joderle. Y
así lo es, en efecto, en términos históricos: pues Europa se fundó para
combatir a España (y a lo que España defendía) mediante una sucesión de
rupturas que Elías de Tejada enumera muy sintéticamente: la ruptura religiosa
de Lutero; la ruptura ética de Maquiavelo; la ruptura política de Bodino; la
ruptura jurídica de Hobbes; y, por último, la ruptura definitiva que convierte
en realidad palpable la desintegración provocada por las anteriores, mediante
la Paz de Westfalia. Y todas estas rupturas encontrarían luego una
desembocadura común y orgiástica en la Revolución Francesa. Esta Europa nacida
para combatir, domeñar y destruir a España repele al español con conocimientos
de Historia; y al español que no los tiene, le basta con meditar que,
participando en las elecciones europeas, otorga poderes a una patulea de
burócratas con cara de col de Bruselas para que elaboren un pandemónium de
leyes y ordenanzas que permitan las intromisiones más abusivas en su vida y en
su hacienda, así como en la vida y en la hacienda del Estado español,
convertido ya en un títere (según explícitamente se reconoció en la reforma por
la vía rápida del artículo 153 de lo que, desde entonces, podría llamarse
nuestro Papel Mojado Constitucional).
Nos enseñaba Valéry que «la política es el arte de consultar a las gentes
acerca de lo que nada entienden y de impedirles que se ocupen de aquello que
les concierne». Definición que halla su prueba irrefutable en las elecciones
europeas, donde este embeleco de expropiación política alcanza su máxima
expresión; y es, en efecto, tan descarnada y voraz esta expropiación, tan
lesivo para la soberanía española y tan adverso a lo que España es (o más bien
ha sido) lo que se cuece en unas elecciones europeas, que las facciones
políticas de mayor ringorrango necesitan disfrazar el despojo «en clave
nacional». Así consiguen que la gente vote pensando ilusamente que, mientras
otorga poderes para la confiscación de sus almas a los burócratas bruselenses,
está haciendo profesión de fe conservadora o progresista. Y así se cumple
aquello que afirmaba Nicolás Gómez Dávila: «El sufragio universal no pretende
que los intereses de la mayoría triunfen, sino que la mayoría lo crea».