jueves, 23 de mayo de 2013

Cultura popular castellana


         

           Cultura popular castellana



          Si alguna palabra causa perplejidad por la variedad de sentidos que se  le atribuyen modernamente esa es la palabra pueblo, no menos que su adjetivo correspondiente: popular.  El buen pueblo en ciertas épocas fue algo así como una doncella en penoso  cautiverio por los manejos y asechanzas de un malvado tirano que incitaba a algunos a la quijotesca empresa de su liberación; eran épocas de reductoras y emocionales consideraciones del pueblo como gimiente esclavo de intolerables iniquidades, y lo popular una consigna de combate justiciero;  así por ejemplo los bolcheviques aseguraban en su época que eran los mejores amigos del pueblo al que, no faltaba más, se proponía liberar de sus duelos sin fin, lo que vista con la perspectiva que dan los años hace pensar que con amigos así no hacen falta enemigos. No se puede considerar que esté definitivamente ida la época del ensalzamiento popular, tanto tiempo usada por algunos partidos políticos, que frecuentemente sucumbían a la crasa reducción del  “pars pro toto”, así por ejemplo no ha sido infrecuente considerar como pueblo en esencia al proletariado industrial, los parias de la tierra como bien dice el canto de la Internacional, y si no se llegaba tanto, si al menos se consideraba algo así como su parte más excelsa. Claro que el pensamiento político revolucionario del siglo XX tampoco se ha sentido demasiado cómodo con la idea de pueblo y de popular, a pesar de las reducciones explícitas a que ha sometido dichos vocablos, en el fondo con demasiadas connotaciones cualitativas para un manejo político eficaz, y así se pasó a una versión políticas más recientes en el tiempo, a la noción más cuantitativa y pedestre de masa, mucho más acorde con la degradación cuantitativa de nuestra época. Los nostálgicos del pasado pueden aún consultar aquel breviario de masas titulado “El libro rojo” del borrascoso timonel  chino si quieren fascinarse con sus jaculatorias.   


          Simultáneamente  a las concepciones anteriores han existido otras modernas concepciones que han visto al pueblo más como una bella durmiente que como una cautiva; una bella doncella de rubios cabellos, ojos azules como el océano, blanca piel como el nácar y tal vez rh negativo, cuya dotación genética material portaba el arcano de una superioridad indiscutible, que algún iluminado de turno sellando con beso los labios de la doncella despertaría para gloria de la humanidad. Estas concepciones han ido ligadas más que a la palabra pueblo a otros equivalentes en lenguas foráneas, volk, o incluso no tan foráneas, herri. En realidad esta concepción se podría considerar como el polo antitético de la anterior concepción del pueblo como masa cuantitativa, uniforme y sin cualidades, pero en el fondo a ambas concepciones subyace una idéntica concepción material, mecanicista, rígida y susceptible de violencias sin cuento, bautizadas a veces con el pomposo nombre de revolución liberadora, dos versiones diferentes en definitiva en un mismo plano de inferioridad espiritual.

 

La noción de pueblo en su sentido radical es hoy día algo ampliamente desconocido en occidente, aunque con voz engolada y pomposa  se hable del pueblo y  de la democracia o gobierno del pueblo; es bien sabido que todo hombre de hoy no solo debe ser demócrata sino también parecerlo; pues así y todo no se suele llegar en el mejor de los casos más que a dar a lo sumo caracterizaciones demasiado secundarias, parciales y fragmentarias, y ni siquiera acudiendo a términos griegos y latinos se resuelve satisfactoriamente la cuestión.  Es muy curioso como los judíos han sido un pueblo, o mejor aún el pueblo por antonomasia, cuyo núcleo generador es su religión, careciendo de muchas de las características externas que modernamente se creen indispensables la existencia de un pueblo, tales como territorio, lengua profana, o similitudes raciales externas. No deja tampoco sorprender como la variedad de etnias de religión  islámica conservan la noción general de pueblo creyente, la umma,  más allá de divisiones raciales o estamentales, y que aún produce reacciones unánimes en algunas ocasiones. Algo similar ocurrió en los países occidentales en la Edad Media, donde ausente el concepto de nación, y con relaciones de fidelidad entre los soberanos, los diferentes pueblos formaban la Cristiandad, de hecho la moderna noción de Europa no existía en la Edad Media, el ámbito de cultura occidental se designaba como la Cristiandad, una unidad que dio al traste a la larga una tendencia hacia la exteriorización en todos los órdenes que desembocó en el humanismo, a la que no fue ajena la concepción imperial de origen romano de la organización eclesiástica occidental; ruptura que fue el origen de las naciones modernas de fundamentos muy distintos a las raíces religiosas y sagradas de los pueblos. No fue lo mismo el caso de la cristiandad Ortodoxa de Oriente, que fue el germen del florecimiento de pueblos y culturas distintas, que con una organización popular y autocéfala alejada en extremo de la organización imperial católica, mantuvo una unidad espiritual que no fue posible en occidente. Otros ejemplo es el pueblo japonés, cuya raíz no es el arroz, ni el bambú, ni las gheisas, ni las cámaras fotográficas, ni los automóviles, ni siquiera las características físicas de ojos oblicuos, el pueblo japonés surgió de y en el shintoismo.


          Desde un punto de vista tradicional la noción de pueblo, jana en sánscrito, palabra que es la que mejor hace justicia a dicha noción,  se caracteriza ante todo por una cultura unánime basada en un concepción metafísica y cósmica u ordenada de carácter sagrado, expresada con un simbolismo adecuado del espacio y del tiempo, que permite la manifestación diferencias cualitativas o funcionales  inherentes al ser humano, siendo la transmisión de tal sabiduría el sentido etimológico de tradición. Atendiendo a ese sentido y de una manera rigurosa la tradición crea los pueblos y las culturas.  En tal orden el ser humano es una imagen divina, velada pero imagen divina y no simple criatura. Por lo que en  tal supuesto el trabajo humano es una continuación o réplica de la creación divina, donde caben distintos de grados de perfección pero no diferencias intrínsecas; todo quehacer humano tiene en definitiva como meta llegar a ser uno con la realidad divina de la cual salió, de forma que el fin viene a ser una restauración del principio, el omega es el alfa. Es justamente el cultivo de las diferentes aptitudes humanas en orden a conseguir esa meta es lo que constituye la cultura en el verdadero sentido de la palabra, que es además cultura popular. Cultivo que viene a ser un  camino,  vía o tao, que es el tesoro que la cultura popular ofrece a todos los hombres del pueblo. Ahí es donde se forma la verdadera unidad del pueblo, eso constituye su verdadera unanimidad, los demás aspectos cualitativos y mucho más los aspectos formales materiales, etnos en griego, son secundarios.

La unidad no supone naturalmente la identidad indiferenciada, sino que se manifiesta en diversidad, que posee dos dimensiones diferentes: una dimensión vertical, cualitativa o interior, y una dimensión horizontal, cuantitativa  o exterior. Las diferencias o categorías pertinentes  desde el punto de vista vertical son los diferentes aptitudes, capacidades y funciones, que determina las vocaciones, caminos que forman la encrucijada del destino: sabiduría, guerra contra el mal, destreza  artesana, tienen todos un fondo común único, que no es extraño al hecho de que todo persona en una cultura tradicional tiene componentes variables de la triple función sapiencial, guerrera y artesana. Es decir todas las categorías están en cada categoría y lo que es más están en todo hombre, que más allá de tópicos estereotipados viene a decir que en una cultura popular todo hombre según su naturaleza puede desarrollar la triple función humana de monje, guerrero y artesano de acuerdo con los grados y composición variable de su estructura particular. La dimensión horizontal de  la diversidad se refiere a aspectos externos y secundarios: territorio, clima, lengua, caracteres psicológicos y étnicos, y es prácticamente la única considerada en el mundo actual; de acuerdo con esa visión de distinguiría bien hoy día al pueblo húngaro del pueblo portugués, pero desde el punto de vista más ecuménico de la Edad Media, hoy apenas conservado por la Iglesia, se consideraría a ambos ante todo como pueblo cristiano, aún sabiendo perfectamente que un húngaro y un portugués son distintos por características no esenciales.

         

          La cultura popular comporta acción, pensamiento y trabajo, aunque la degradación del concepto a llegado hoy día a tal extremo que la mayoría de la gente piensa que se trata de un ocioso entretenimiento que se refiere a temas tan extraños y pedantes como la filosofía etrusca, la cerámica de la dinastía Ming o el cine expresionista, siendo las cosas importantes de la vida algo que ni remotamente tiene nada que ver con la cultura. Muy por el contrario y atendiendo al sentido etimológico de  cultura como cultivo, tiene que ver con azada, con pala, con guadaña, con yunque, con torno, con laúd, con pincel, con pluma, con martillo, con sudor, con todo tipo de labor encaminada a un fin superior. La tarea humana en un sentido tradicional consta de dos aspectos: libre y servil, teórico y operativo, inventivo e imitativo; es decir de  una acción espiritual o intelectual cuyo sentido es la perfección o adecuación cósmica y sagrada de la obra y un trabajo material subordinado a la acción conducente a esa perfección; puesto que no conviene olvidar que el hombre en sentido tradicional no es una democracia sino una jerarquía de espíritu, alma  y cuerpo; este equilibrio entre acción y trabajo es propiamente el arte, es decir el arte  es la manera correcta de hacer las cosas, submarinos o sonatas, alfombras o botijos; la obra de arte es  la obra hecha con arte pero no el arte mismo, el arte está en el artista y consiste precisamente en el conocimiento que permite hacer las cosas. La pintura, la agricultura, la música, la carpintería o la alfarería son todas clases de poesía o de creación Es conveniente evitar con cuidado la moderna confusión entre arte y moral, o entre saber y voluntad, que con incorregible deriva moralista pretende que una catedral en cuanto tal es mejor que un granero en cuanto tal, o que una sinfonía es más noble que una dulzaina; obviando que a pesar de los pesares la belleza no se puede ordenar en jerarquías. Cada hombre al realizar su propia función  consciente de su significado espiritual y de su perfección, en otras palabras al trabajar en artista,  recorre un camino o vía, marga en sánscrito, tao en chino. Claro está que el artista no es solo un virtuoso, un buen manipulador, un buen obrero, es ante todo un contemplativo, refiriéndonos a la contemplación no como un vago ensimismamiento o un somnoliento apartamiento, sino a la elevación de lo empírico a ideal, de la observación a la visión, de la sensación auditiva a la audición, de la apariencia a la esencia, en suma a la intuición es decir a una intelección que sobrepasa la esfera de la dialéctica y alcanza las razones arquetípicas eternas. Desde el punto de vista del arte, que no de la moral, un helicóptero puede ser una obra de arte, construido acaso por hábiles operarios que poseen notables destrezas mentales y manuales, pero que en su trabajo no han actuado con arte, es decir como verdaderos artesanos, sino tan solo como mercenarios; este ejemplo es una muestra de cómo es posible diferenciar arte de trabajo en un artefacto, etimológicamente objeto hecho con arte; esta disociación es algo demasiado frecuente en el mundo moderno, el trabajo de abeja laboriosa no es arte, no es camino, ni es digno del hombre. El arte o actividad tradicional , al revés que el arte moderno, se ocupa de la naturaleza de las cosas y solo rara y accidentalmente de las apariencias, de las causas de los efectos y no de estos últimos. En este sentido el arte tiene un carácter propiamente sapiencial, como decía el maestro medieval parisino Jean Mignot “arte sine scienta nihil”, entendiendo por ciencia no un resultado leyes de inferencia estadística sino  la referencia de todos los particulares a unos principios unificadores. Indudablemente la perfección del arte es susceptible de provocar también la emoción estética, la belleza es inherente a la perfección hasta en las cosas más humildes como un bordado o un arreo campesino, aunque no es la belleza lo que se buscó al hacerlas.


          El anonimato es una de las características de todo arte verdaderamente popular, cuyo sentido poco tiene que ver con la moderna valoración del anonimato como falta de  ese afán de distinción, individualidad, y  personalidad egóica características del artista moderno. En una cultura tradicional y popular el logro supremo de la consciencia individual es perderse o encontrase en lo que es su primer principio y su último fin, lo que implica el anonimato como anhelo de liberase uno mismo. En las artes tradicionales desde el momento que admiten que toda verdad tiene su origen en el espíritu, frente al que la personalidad individual es nula, no interese quien dijo, o quien hizo o quien firmó, sino que se dijo, o que se hizo. En ese ambiente el artesano no es el que hace sino que es un instrumento, la individualidad no es un fin en si mismo sino un medio, un instrumento que requiere ciertamente eficacia y obediencia. Inútil pues buscar la firma del artista en el arte y la cultura popular, a lo sumo una referencia para garantizar que la obra se hizo de acuerdo con el orden y normas del arte. Así aparece en la iglesia románica de Santa María la Real de Sangüesa una escultura románica la inscripción “Maria Mater Xpi Leodegarius me fecit”, donde el artista se oculta ante el símbolo de una realidad que le sobrepasa. Claro que de acuerdo con la sentencia evangélica de Cristo: “ No hago nada por mi mismo” (Juan VIII, 28) bien conocida en los pueblos cristianos medievales ¿qué cristiano se atrevería a considerar suya una obra cualquiera?. No deja de contrastar todo esto con la  creciente inflación narcisista del individuo a partir del humanismo renacentista: el pintor firma su obra, el literato sus libros, el científico quiere unir su nombre a una teoría, el paseante del parque quiere eternizar sus vivencias en una placa fotográfica, y hasta el más humilde meritorio busca naderías y futilidades a las que certificar su autoría en un curriculum. La propiedad es la cúspide sublime del arte moderno , y ya no solo los individuos, también a los pueblos modernos se le atribuyen al parecer  propiedades, caracterizadas, por supuesto, por sus aspectos más superficiales, externos, materiales y biológicos cuando no por fantasías desbordadas, a las que se les supone características inmutables de identidad y poderes soberanos entre las que no falta la supervaloración de las contingencias históricas y políticas que lo configuraron como nación y estado, un ejemplo paradigmático de todo ello fue el Volkgeist místico de los nazis, una extraña amalgama de títulos de propiedades  de sangre, tierra, rubio, genotipo, superior, señor de esclavos y algún otro delirio añadido y con unas metas sumarias, miserables y netamente terrenas : un solo pueblo, un solo estado, un solo fhürer.    


          En las sociedades populares tradicionales no cabe establecer una división rígida entre artes dedicadas al señor y artes dedicadas al campesino, o entre bellas artes y artes aplicadas, o entre arte puro y arte decorativo, puesto que proceden del mismo modo a escala distinta, hay diferencias de refinamiento y lujo, pero no de contenido o estilo, o de valor material pero no de orden espiritual y psicológico; así por ejemplo la diferencia entre la iglesia románica parroquial de Sotosalbos en Segovia  y la iglesia románica juradera de los reyes de Castilla San Vicente en Ávila. Los motivos aristocráticos y populares en la literatura son ambos arte popular, por ejemplo el Mester de Clerecía usaba un refinamiento literario como era la cuaderna vía, pero eran los juglares los que recitaban sus composiciones junto con los cantares épicos de gesta y con los romances. Por otra parte también el Mester de Clerecia componía temas amorosos de origen juglaresco como el Libro de Apolonio. Algo similar ocurría en la música, nada raro teniendo en cuenta que no existía la actual separación entre narración y canto, así en las Cántigas de Santa María del rey Alfonso el Sabio (1221-1284) se encuentra el gregoriano en textos de lengua vulgar. La inspiración popular se extiende en el tiempo, incluso cuando va menguando su irradiación y comienza la literatura individualista de autor, un caso típico es el de don Juan Manual literato aristócrata cuya obra mayor “El Conde de Lucanor” es de clara inspiración popular, algo similar a lo que pasaría siglos después en la época áurea de la  literatura de autor en que la influencia del Romancero viejo y del juglaresco inspiró a Lope de Vega, y a Quevedo. El  arte popular presenta variaciones de estilo inherentes a la libertad humana de sus cultivadores a lo largo del tiempo, pero con unos temas centrales de inspiración fijos, algo bastante distinto de las modas de efímera duración del arte contemporáneo. No hace falta decir que la sabiduría vehiculada por la tradición es intemporal, y el pueblo generado y alimentado por ella no es solo cosa del presente, como una consideración moderna, chata, miope y pragmática cree, el pueblo y su voz es algo de todas las generaciones que se suceden; solo que al igual que el hombre que se olvida de su pasado y de lo que es, así los pueblos padecen amnesias  a las que no es fácil  disipar con el recuerdo. 


          Hay una triada de palabras que expresan bien la meta de cualquier cultura tradicional , que en sánscrito son: “chat, sit, ananda”, que se pueden interpretar como  ser, conciencia y felicidad o beatitud. El artesano o artista popular, palabras a las que no se puede encontrar ninguna diferencia en una cultura tradicional popular, es bien consciente de lo inseparable de esa triada y así en la perfección o verdad de su obra encuentra sin proponérselo la emoción de la belleza y la felicidad de lo bueno, no hace una cosa útil que no sea a su vez bella y con un aura de bondad. Todo artefacto de una cultura popular al haber sido hecho con arte posee belleza y significación, es decir es herramienta y símbolo. Cualquier objeto hecho con arte sirve no solo para las necesidades inmediatas sino para su vida espiritual, para el hombre total y no solo para el hombre exterior que vive solo de pan. Lejos de la moderna consideración del arte como lujo y ornamento, en la cultura popular el arte era una manera de vivir, lo que es tanto como decir una manera de pensar, una manera de actuar y una manera de valorar jerárquicamente el cosmos y el principio de todas las cosas. No es nada extraño encontrar en la Edad Media frases como aquella de Santo Tomás de Aquino “el artista trabaja con arte y buena gana” o aquella del maestro Eckhart : “al artesano le gusta hablar de su oficio”; hoy día al obrero de la fábrica o el empleado de la oficina le gusta más bien hablar de fútbol o de la tele. Tras las costosas inversiones en escuelas, universidades y academias, se ha llegado tan solo a la producción inevitable de hornadas anuales de técnicos, especialistas y facultativos con poca o ninguna noción del significado de vocación, de vía, de arte, de destino , de camino o de tao; de esta forma el mundo moderno ha creado un  tipo de hombre que solo puede ser feliz, o sucedáneo de tal, cuando se evade y se divierte; en general se da por supuesto que en el trabajo se hace lo que menos gusta, prueba de que estamos trabajando para una tarea para la cual nunca podríamos haber sido llamados  por nadie más que por un comerciante, con sus señuelos de trueque monetario.  En una cultura popular el artesano  rechazaba como indigno del hombre lo que no fuera a la vez útil y bello,  ni era concebible en tal clima un exceso de cosas útiles pero sin belleza, ni por consiguiente la acumulación de objetos útiles que no se usaran realmente, no eran aquellas las modernas sociedades capitalistas, únicas que, gestionadas privada o públicamente, concibe el hombre moderno. El sentido contemplativo del arte tradicional rechaza lo que no se puede admirar y utilizar al mismo tiempo, que  es  justamente la noción austeridad o pobreza voluntaria, aplicable tanto al monje, como al artesano, como al rico. Muy distinto por supuesto de la constante sugestión actual de consumo de bienes fabricados en serie que ni proporcionan la emoción estética de la belleza ni la beatitud de la bondad a aquellos que los pueden comprar,  a menos que se considere tal  la manía compulsiva de compras en super e hiper a que se ven compelidos muchos y muchas para compensar sus neuras y depres. Sugestión complementada a la vez y contradictoriamente con la incitación casi anal al atesoramiento y al ahorro, para finalmente desembocar de nuevo en el consumo, artificio monstruoso y diabólico en que se basa la economía moderna, que además del saqueo y deterioro del globo, sus recursos y su naturaleza, nada unifica, a ninguna meta final conduce y es fuente inacabable de conflictos. 


          La perspectiva moderna sobre la cultura popular estuvo desde sus comienzos fuertemente teñida de prejuicios, así cuando Williams Thoms en 1846 pone en circulación el neologismo folklore de etimología sajona, saber del pueblo, análogo al término alemán volkslhere, la referencia a pueblo distaba del sentido sánscrito de jana; la palabra pueblo hacía referencia explícita a bajas clases, a pueblo analfabeto o semianalfabeto, más concretamente a campesino y más tarde por extensión a elementos urbanos donde aún era posible apreciar la continuidad campo-ciudad. Algo por otra parte que aún está vivo en la mentalidad del habitante actual de ciudad, convenientemente saturado los tópicos y lugares comunes de la civilización burguesa, para el que la expresión “ser de pueblo” es sinónimo de paleto, zafio, ignorante y basto. La delimitación del ámbito del flolklore comenzada cuando la creación de la Folklore Society de Londres en 1878 , se refería a tradiciones de transmisión oral , que comprendía el más ancestral de los géneros literarios: la narrativa, en ella estaban incluidas leyendas, cuentos populares, cuentos de hadas, romances, creencias supersticiosas, atribuidas a la ignorancia de las masas. Naturalmente que desde los comienzos de los estudios del folclore no solo se tenía un concepto ligeramente encanallado del pueblo, no en vano eran ciudadanos y burgueses sus cultivadores, sino que también el sentido de la palabra tradición estaba ya convenientemente degradado, no haciendo ninguna referencia a la transmisión de principios metafísicos y cósmicos, base de toda cultura verdadera, sino que en base a sentidos etimológicos parciales se hacía referencia a meras transmisiones sensibles y físicas, a movimientos,  cambios de lugar, tales como el agua de un río, tal como sugería Edmund Burke. No menos importante era el canto y la danza, que hoy día se considera como folclore por antonomasia tal vez debido a la cantidad de recitales y festivales folclóricos populares que proliferan al socaire de importantes medios y fuentes de financiación no tan populares, pero que en sus comienzos no eran más que unos apartados de las formas sociales y objetos materiales del ámbito al que se pretendía ceñir la cultura popular. Posteriores profundizaciones en el ámbito del folklore trataron de ennoblecer tan desprestigiada rama del saber intentando elevarla a la categoría de etnografía, se pretendió por tanto que el folclore fuera una rama de dicha ciencia en el sentido de que el folclore era la etnografía de los sectores populares.


          Desde el primer momento se intuyó que no era lo mismo el saber popular que la ciencia que estudia dicho saber, y hasta se llegaron a proponer nombres distintos para esos dos distintos aspectos, llamándose demosofía a lo primero y demótica a lo segundo.  Convencionalmente se  ha llegado a creer que muchos saberes populares transmitidos por leyendas y cuentos infantiles y de hadas, a no confundir con los escritos por autores literarios para niños, eran nada más que simples fábulas para entretenimiento de niños, cuando no supersticiones debida a la ignorancia de las masas campesinas iletradas, cuando en realidad se trata más bien de doctrinas esotéricas y símbolos nada populares, inaccesibles a la comprensión de una enseñanza moderna definitivamente desligada de la enseñanza simbólica e iniciática. El material del folclore, a pesar de las muchas reservas expresadas por los etnógrafos, de las que vienen a la memoria las muy explícitas de un Julio Caro Baroja, es inteligible en unos niveles de referencia que no solo no son inferiores sino que están muy por encima de nuestro saber contemporáneo ordinario, entre otras razones porque la cultura burguesa de las universidades ha declinado en información puramente empírica y limitada, de forma que la educación moderna, de la que estas instituciones son la avanzada, ha destruido el viejo saber iniciático. Tales saberes aunque expresados de forma limitada, fragmentaria e ingenua, forman parte de una vida campesina aunque  los campesinos no sean capaces de dar una explicación racional de ellos, entre otras cosas por que no son susceptibles de una reducción puramente racional.  Es en virtud del aspecto acogedor y maternal de la naturaleza porque los estamentos campesinos,  guardianes de la naturaleza, han sido el receptáculo de antiguas sabidurías perdidas en los niveles superiores, algo no concebible en las clases burguesas de las ciudades ni maternales ni tradicionales, cuyo entorno es una materia muerta e inerte encadenada con fatalidad a mecanismos autónomos. Algunos de los cultivadores de la etnografía folclórica, entre los que no se puede dejar de destacar al etnógrafo y escritor gallego  Vicente Risco, han llegado a atisbar algo más que la disección académica y han llegado a ver en la cultura popular una tradición viva, y no solo viva sino también operante. Decía el mitógrafo portugués Theófilo Braga que el estudio de las tradiciones “no representa solo simplemente una fase científica, sino también una misión moral en que el espíritu de emoción local se presenta como la forma de reconstrucción de un pueblo en la larga decadencia católico-feudal”. No deje de ser sintomático que el folclore ha sido especialmente cultivado en tiempos modernos, siglos XIX y XX, en aquellos lugares donde se ha considerado postergada su nacionalidad.


          Ese recuerdo nostálgico y emocional del pasado, ante la avalancha de uniformización de la sociedad y de la técnica, síntoma inequívoco del romanticismo y claro prodromo del agotamiento del humanismo moderno, estuvo presente en todos los renacimientos regionales y luego nacionalistas de toda Europa; donde se producían extrañas mixturas de afinidades: el burgués buscando inspiración en el pueblo, concebido en el fondo  como residuo retardatario incapaz de civilización moderna y de progreso, como curiosidad insólita que  en el fondo temía y despreciaba; el erudito de gabinete ocupado del gañán y del cabrero, de sus cuentos y de sus canciones, cada vez más lejos, sin embargo de los fundamentos últimos que inspiraban esa cultura, puesto que en una civilización progresivamente profana y laica, los fundamentos metafísicos y las creencias religiosas no pasan de ser un puro posicionamiento emotivo personal, que en nada trascienden al ordenamiento social, salvo referencias retóricas cada vez más vacías; nada más lejos del presente que aquellas palabras de Emerson .”el intelecto busca el orden absoluto de las cosas tal como se hallan en el espíritu de Dios y sin los colores de los afectos”. Así por ejemplo fue una institución típica del resurgimiento catalán los orfeones, posteriormente afianzados también en Galicia, País Vasco y Castilla.  La polifonía, la perfección formal de la escritura musical, la armonía y otros elementos de la cultura burguesa ahogaban la espontaneidad y libertad del cantar popular; más que una resurrección se trataba de una creación moderna con la rigidez de un producto enlatado aunque fuera de inspiración popular su tema. Vinieron luego los coros, algo más respetuosos y en sintonía con los motivos populares, y con la acumulación característica de nuestro tiempo siguieron bandas, conjuntos y orquestas cada vez mejor dotadas, con selectos virtuosos y con presupuestos nada despreciables, que por supuesto incluyen temas populares en sus repertorios y conciertos por capitales y ciudades. Pero ¿todas esas cosas hacen a una nación más musical?. Contaba el escritor inglés Samuel Pepys (1633-1703) que la Inglaterra de su época era “un nido de pájaros cantores”, así por ejemplo para elegir una chica de servicio se probaba antes la calidad de su voz en el coro familiar. Las colecciones de cantos recopiladas en libros son más bien síntomas de una pérdida que no de una ganancia, son un ordenado panteón de difuntos, que recuerda que desaparecieron las serranillas, los madrigales, los villancicos, las canciones de mayo, de romería, , de bodas, de siega, de vendimia, las canciones de los canteros, de los marineros y de los mineros, junto con los oficios artesanales del campo, del mar y de la tierra y los hombres que los ejercían. El moderno revival folclórico es tan solo un sucedáneo que a manera de hobby se practica en tiempo libre, cultura irreal y de invernadero,  que nada tiene que ver con la necesidad de antaño, requisito imprescindible para ser una vía o camino.  Ya tan solo queda preservar un recuerdo que no siempre es bien entendido, y que al margen de caprichos y gustos a la moda del día, es una manera de oposición al desprecio y olvido de una manifestación de vida, y un homenaje al misterio de la creación  intuitiva, popular y espontánea que las modernas globalizaciones profanas pretenden arrinconar para siempre. 


          La cultura burguesa actual se basa en la mayor o menor capacidad de información, basado en la alfabetización o  capacidad de leer, de tal manera que no es fácil establecer la barrera que separa las masas incultas de la burguesía culta puesto que en realidad todos saben leer y escribir, y tan solo con dudosos criterios cuantitativos se podría establecer una convención más o menos aceptable. No existe un criterio cualitativo o de profundidad, de diferenciación según el grado de conciencia. La naturaleza de la sabiduría artesanal  conservada por la por la transmisión tradicional, no puede reducirse  por la mera acumulación de información que ha venido a ser el moderno sucedáneo de la sabiduría tradicional e intemporal, sus principios se deducen por analogía de arquetipos del mundo ideal; de hecho hay  culturas tradicionales que durante milenios han transmitido el oficio de maestros a aprendices sin necesidad de libros ni de escuelas profesionales. En realidad el alfabetismo o analfabetismo son irrelevantes para la transmisión de valores espirituales, existen otros medios además de los libros, incluso estos en determinados aspectos son perfectamente inútiles. La pintura se ha llamado la Biblia pauperum, Biblia de los pobres y la escultura el libro del pobre en la cultura popular, como aun es fácil comprobarlo el la escultura medieval del románico y del gótico, hay iglesias románicas cuyos capiteles, frisos y canecillos constituyen todo un universo: escenas narrativas bíblicas, evangélicas, escatológicas, cósmicas, iniciáticas o morales. Qué bibliotecas sin igual para quien sepa ver son Frómista, San Millán y San Esteban de Segovia, Santo Domingo de Soria, San Pantaleón de la Losa, Cervatos o San Martín de Elines . Estas son muestras que inducen a pensar que lo que produce unas sociedades es la mejor clave para comprender el fin de la vida que rige esa sociedad, en todo de acuerdo con la sentencia evangélica “por sus obras los conocereis”.


          La cultura o los residuos que quedan de ella en nuestro tiempo ha sustentado la creencia ilusoria que el arte ante todo la tarea de un tipo humano especial: el hombre de genio, especialista en estética que no en sabiduría, con un raro talento y una aguda sensibilidad fuera del alcance de la mayoría. En cuanto la estética es un tipo de efecto emocional más que una comprensión que nada tiene que ver con la razón de ser; muy por el contrario estético, sentimental y materialista, al revés de lo que primera vista se podía suponer, son virtualmente sinónimos; el arte considerado como esteticismo lejos de ser el arte para la vida se convierte en arte de adorno y adulación, arte por el arte, se dedica a los sentidos y a la estimulación emocional, pero, suprema clave de la moderna creación artística, carece de significación y sentido, el momento de la sabiduría está ausente en el arte moderno y contemporáneo. La transparencia de la verdad, de la belleza y del bien queda empañada por la personalidad del artista, que lejos de cualquier anonimato trata de explotarla al máximo convirtiéndose en un exhibicionista. Este arte de puro espectáculo es de un valor meramente transitorio y temporal y como tal valorado en monedas corrientes, que al fin y al cabo tiempo, interés y capital están unidos por las fórmulas que se enseñan desde la escuela primario. Mercancía lujosa posee avales y prendas de garantía, como los derechos de autor, desconocidos en la cultura popular que no concebía que pudiera haber propiedad en el terreno de las ideas, sino que con muy buen criterio consideraba que las ideas son de quien las adopta. Adorno y lujo de la burguesía pudiente y con valor monetario cotizable en los mercados, con la ayuda de marchantes y medios de comunicación, es un arte perfectamente ausente para el pueblo, que con atinado juicio lo considera una extravagancia y no una cosa necesaria, razón por la que ni le interesa ni lo conserva en su memoria.


          Inmerso en la cultura de la cantidad el arte moderno incide cada vez más en la superficie que no en la esencia de las cosas, en las apariencias y no en el ser. Así el arte moderno pierde cada vez más el potencial simbólico, al  sumergirse en el naturalismo profano, cree avanzar en la pintura y escultura con el conocimiento descriptivo de la anatomía, con el orden visual de la perspectiva, en suma con el humanismo, pero la observación analítica al fascinarse con el árbol no puede ver el bosque, el detalle impide el símbolo omnitotal, y oculta más que revela. Con tales supuestos no se puede valorar en modo alguno la pintura popular románica, considerada como una pintura de niños, una especie de  balbuceo atrasado y sin evolucionar de artistas que no conocían ni la anatomía ni la perspectiva. Imposible apreciar de esta forma el sentido simbólico de tanta obra de arte del medievo castellano: frescos de Maderuelo (Segovia), de San Pelayo de Perazancas (Palencia) , de San Baudelio de Berlanga de Duero o los Apocalipsis del Beato de Liébana, o de las iluminaciones de tantas Biblias, como la de Burgos o Ávila, breviarios, como el Breviarium Gothicum, libros de bautizados, libros de horas canónicas o cantorales de música gregoriana que saltando sobre las apariencias de yuxtaposición y continuidad son muestras magníficas de libertad y sabia abstracción como todo arte verdaderamente intelectual, tradicional y popular, muy diferentes de la moderna moda estética abstracta basadas en el capricho y asociaciones  personales del artista,  cuyo fin es eliminar la reconocibilidad y que por tanto  nada pretende ni puede comunicar sino provocar reacciones. Incapaz de apreciar sentido simbólico libre y abstracto de la pintura primitiva no puede por tanto percibir el enorme empobrecimiento simbólico que va del icono bizantino tradicional o de la pintura  primitiva italiana influida por él, al arte renacentista y humanista del cuatrochento,  Algo similar cabe decir de la escultura en piedra apta para expresión simbólica de la majestad  estática, pero de problemática adecuación para la ilusión del movimiento y de  la emoción, ¡Qué distintos el Pantocrator palentino de Moarve o el Salvador del friso de Carrión de los Condes a la Transverberación de Bernini!


          Alternativamente al arte estético ornamental y exhibitorio de la cultura moderna se presenta  la industria como quehacer utilitario, como el arte es quehacer de lujo; excluyendo ambas, industria y arte modernos,  la expresión y comunicación de ideas, que es tanto como decir la sabiduría. La industria moderna sacrifica la calidad a la cantidad, pero al estar ausente en su fabricación el arte, los muchos  aparatos para existencia que suministra,  casas, vestidos, cacerolas, autobuses, carecen de las características de las obras de arte: belleza y significación, y marcan ese tono de fealdad característico del mundo moderno. Lejos de tal división esquizofrénica entre utilidad y belleza cualquier producto de la cultura popular, un bordado campesino, los arreos de bueyes y caballos, un cuento infantil, un cuerno para pólvora, una reja de balcón, tenía un significado por encima de su consideración como fuente de placer o necesidad vital, en ella valores funcionales y simbólicos coinciden, al revés que en la civilización burguesa ni siquiera se puede concebir un uso eficaz sin arte .El artesano o artista, que ninguna diferencia había entre ellos en la cultura popular tradicional, es un imitador de las formas celestes, en el sentido platónico de la palabra. En ese sentido la casa, por ejemplo, no es una máquina de vivir, sino que es una manifestación de una cosmología, una casa arquetípica constaba de: un suelo abajo, un espacio medio, una bóveda arriba y una salida o chimenea para  escapar de la limitación del espacio y del tiempo y acabar en un empíreo ilimitado y eterno. La columna de humo del hogar que asciende es el eje del universo que separa o une como una columna cielo y tierra. Ciertamente las casas modernas con su amontonamiento de conejeras o colmenas, sus yacusis y sus calefacciones de hilo radiante no transparentan ya ningún tipo de simbolismo cósmico. Igualmente las iglesias como edificios sagrados, tenían en la cúpula y el ábside claros referencias a los ejes horizontal y vertical del universo, de cuya pérdida de significado actual da buena cuenta la arquitectura de las modernas iglesias, que en realidad están edificadas con arreglo al modelo de una vulgar caja de zapatos.


          Muy distinta de la aglomeración urbana moderna, la antigua ciudad era también una réplica del orden del universo, así en el mundo de la antigüedad clásica toda ciudad constaba de un forum centro a  partir del cual se orientaba jerárquicamente  por dos ejes: el cardo maximus y el decumanus maximus y unos ejes secundarios: los cardines y decumani que formaban los cuadrados o centuriae . Aún quedan ciudades castellanas que conservan esta ordenación, así por ejemplo en Ávila el centro  o forum es la plaza del Mercado Chico, y los ejes son: cardo maximus la vía entre el Arco de Mariscal y la Puerta del Rastro a lo largo de la calle de Caballeros, decumanus maximus la via entre la Puerta de San Vicente y la Puerta del Adaja a lo largo de la calle de Vallespín ; claro que ningún orden ni jerarquía simbólica cabe encontrar en las modernas urbanizaciones  del barrio de  las Hervencias, o de la Toledana de esa misma ciudad..        


          El arte del tejido tradicional hecho a mano poseía una claro orden simbólico del que era consciente, la urdimbre es una imagen de la luz del alba de la creación, y la trama son los  planos del ser que dependen de su centro común y soporte fundamental. El vestido en su condición sagrada confería una capacidad apta para marcar las diferencias y dignidades sociales, tan solo un modesto hábito podía sugerir la dignidad del estado monástico, o un gorro a una cofradía profesional. Hoy el día el “pret à porter” no sugiere nada, a lo sumo una moda inconsistente o un capricho momentáneo. 


          Lejos de los periodos sincrónicos de la civilización moderna, la cultura popular escanciaba los ciclo con fiestas y conmemoraciones, que eran también manifestaciones especiales de arte: el rito, el canto, la danza, la oratoria; muy distintas de los reglamentadas pausas modernas  era un periodo de ruptura que era a la vez que ciclo, esperanza de progresión y crecimiento, término de recolección del fruto de la Tierra, conmemoración de la nueva estación, momento de  concertar bodas, de bautismos e iniciaciones. Apenas existente hoy, se ha degradado a la categoría de pasatiempos turístico del que apenas subsiste más que los aspectos más periféricos y triviales, tanto menos atractivos cuanto que la civilización burguesa dispone de toda una industria festiva que ha desvirtuado definitivamente la posibilidad de comprensión.   


          La industria sin arte no es más que brutalidad, lo que los antiguos romanos diferenciaban bien, la primera era trabajo en sentido estricto, reservado para los esclavos, la segunda era acción y era la actividad propia del hombre libre. La degradación de la producción burguesa que significó una primacía de la cantidad sobre la cantidad, del beneficio monetario sobre la satisfacción de la obra bien hecha, reduciendo esta última a mera comodidad sensorial a bajo precio, es decir invirtiendo los valores de tal manera que el  burgués  llega a identificar lo mejor con lo más barato, creó un tipo de civilización que de acuerdo con los criterios de la antigua Roma se podría denominar esclavista en el más estricto sentido de la palabra, independientemente de los atenuantes económicos de nivel de salarios, estándar de vida, confort y consumo que se esgriman para rebatirlo; en general, aunque oculto con sofisticadas especializaciones, es un futuro de esclavo lo que se propone al hombre de la civilización burguesa. Convertirse en bruto, hormiguita, abeja o mula, o en esclavo, es morir como hombre, como decía A. Coomaraswamy poca diferencia existe entre morir en una trinchera o morir en una fábrica día a día, en ambos casos no se es más que carne de cañón. Degradado cada vez más el arte en trabajo para la mayoría, se advierte desde la época renacentista, con el hito importante de Calvino, una extraña y siniestra compensación que trata de dar tintes religiosos a la vida profesional, reivindicando celosamente el tiempo y el alma, como si la razón necesaria y suficiente de la condición humana fuese determinada empresa económica, comercia o industrial y no la verdad, la sabiduría y la beatitud intemporal. Esta moderna religión del trabajo ciega ante las diferencias irreductibles de arte y trabajo ha extendido como buena nueva, parece que con general aceptación, la honorabilidad y respetabilidad del trabajo, todos: profesores, investigadores, artistas, ejecutivos, músicos o payasos presumen y alardean de lo mucho que trabajan; ignorantes de la cualidad horizontal del trabajo moderno evocan muchos aquello de “el trabajo realiza” , entre los que no faltan movimientos autodenominados progresistas, eco amortiguado quizá de un sentido completamente diferente que tenía arte, combinación jerárquica de acción y trabajo. Si de verdad supieran lo que dicen se sorprenderían al comprobar que su significado es aquel “vivan las caenas” de la época ominosa de Fernando VII. La hagiografía hacendosa propone al yupi estresado como modelo ejemplar de virtudes heroicas  a imitar, incluso pondera las excelencias del vértigo producido por infarto de miocardio laboral; se elude el diagnóstico evidente; estamos saturados de trabajo, la industria se ha convertido en un vicio, para curar esa insidiosa patología es necesario administra una receta que de prioridad a la contemplación sobre el trabajo, y esto con una urgencia cada vez más acuciante..


          Es lamentable que el sindicalista, el reformador social o el teórico revolucionario limiten sus reivindicaciones a la retribución salarial y a las condiciones de trabajo justas en cuanto consideran al obrero como mercenario y víctima de un engranaje productivo,  pero no reivindican como hombre la oportunidad de ser un artista y de alcanzar la perfección de un maestro. Lo primero acaso proporciones más medios y tiempo libre para vivir como un burgués y adquirir sus mismos adornos reproduciendo así un sistema productivo social meramente cuantitativo y sin trascendencia, pero en absoluto eleva al obrero a la categoría de artesano y artista, vocación a la que está destinado como hombre, muy bien expresada en palabras de Platón: ”se hará mejor y con mayor facilidad cuando cada cual haga solo una cosa, de acuerdo con su genio; y esto es justicia para el hombre en si mismo”.  Muy al contrario de todo esto parece abrirse paso de forma cada vez más notoria la opinión de que en futuro lejos del arte, lejos de la maestría, predominará cada vez más lo que se llama el reciclaje laboral, perpetuación sin límites del aprendizaje meramente funcional, de la recepción pasiva de formación, del adiestramiento simiesco y del infantilismo, y todo esto con la ayuda y aplauso de los sindicatos que en teoría son los que dicen defender al trabajador. Más allá de rentas, salarios y precios solo la transmutación del trabajo en arte puede transformar el trabajo de mal necesario en bien necesario.


          El arte en sentido tradicional no es en absoluto la actividad de un ser especial, el genio, sino que es la manera correcta de hacer las cosas tanto en su aspecto material como espiritual; el artista no es una clase especial de hombre sino que el hombre es una clase especial de artista, es decir todo hombre que no sea un holgazán y un parásito puede y debe ser un artista de alguna clase: carpintero, pintor, herrero hombre de leyes, cocinero, agricultor, sacerdote, tejedor ; hábil y satisfecho con la tarea de elaborar o disponer de una cosa u otra de acuerdo con su naturaleza, formación y capacidad. En la cultura popular es la obra maestra, la obra bien hecha y no el genio lo importante; así como el genio es el exponente máximo de la individualidad, la obra maestra en la cultura popular es por el contrario el exponente de la socialidad, es la prueba de un aprendiz para ser maestro, para ser miembro de un gremio, para integrase activamente en la sociedad. Habitualmente los miembros del gremio estaban unidos de por vida, más que por intereses económicos y objetivos de producción por un sentido ritual:  tenían un santo protector, un altar, un culto funerario, enseñas simbólicas, conmemoraciones, rituales, reglas éticas, secretos profesionales, un sentido del honor e impersonalidad en el trabajo, unos jefes cuya función solo podían ejercer aquellos que tuvieran un nombre sin tacha y un nacimiento honorable, cuya misión era hacer respetar las normas y deberes.


          Las consideraciones previas sobre la cultura popular pueden ayudar a particularizar acerca de la cultura popular castellana, no sin antes indagar que puede entenderse por pueblo castellano. Las consideraciones históricas al uso suelen enumerar una serie de componentes étnicas humanas en el nacimiento de Castilla: cántabros, visigodos, várdulos, hispano-romanos o mozárabes, con el correr de los tiempos bereberes y con una imprecisión mucho más notable vascos, que de ninguna manera existían como pueblo diferenciado en la época del nacimiento de Castilla, ni tenían siquiera ese nombre. Pero ni las componentes étnicas, ni el régimen económico agrario-pastoril, ni la geografía, ni los avatares históricos son suficientes para explicar el nacimiento del pueblo castellano allá por el siglo VIII, falta enumerar claramente el catalizador vital de todos esos elementos que fue el cristianismo, él fue el atanor en que se forjó el pueblo castellano y otros pueblos de la península. En este asunto no cabe especular con evoluciones parciales más o menos progresivas, hay una visión de la existencia y de la vida cristiana o no la hay, dicotomía un poco brutal pero inexorable. El  pueblo castellano y cualquier otro pueblo  no existió porque evolucionaran poco a poco sus componentes, sino que existió a partir del momento en que un catalizador espiritual lo puso en movimiento, algo tan simple que acaso no de lugar a demasiadas elucubraciones y disquisiciones pero que es así, otra cosa bien distinta sería el concepto de nación cuyo advenimiento fue muy posterior.


          Así considerada la noción de pueblo surgida unánimemente de un catalizador espiritual, responde más bien a la noción sánscrita de jana, pueblo unánime, que no al griego etnos, que se refiere más bien a aspectos externos y secundarios y menos aún a demos pura connotación cuantitativa que goza hoy de prestigio sin igual. Desde esta perspectiva conviene esclarecer algunos tópicos modernos proyectados sobre el pasado, uno de los cuales es el llamado mestizaje cultural, que en el asunto que nos traemos entre manos viene a decir más o menos, que el pueblo castellano fue una mezcla de cristianos, judíos y moros. Es cierto que algunas elementos culturales y artísticos circularon entre los tres pueblos de forma más fluida que en otras partes de Europa, que produjeron corrientes artísticas tan importantes como el arte mudéjar con importantes manifestaciones en Castilla, solo como muestra valgan la ermita de La Lugareja de Arévalo o Santa Clara de Tordesillas. Esto no puede hacer olvidar que la esencia de la cultura y del pueblo judío no son las canciones sefarditas, ni el estilo arquitectónico de las sinagogas de Toledo, su esencia es la religión revelada mosaica, que no deja precisamente muy bien parados a los gentiles, entre los cuales incluye a cristianos y moros. Por su parte la razón última de ser de la umma o pueblo creyente musulmán no son ni los arabescos de cerámica, ni la mezquita de Córdoba, ni los pinchos morunos, ni el te verde sino la revelación coránica, que excluye como enemigo al infiel y considera como pueblos de segunda a los otros pueblos del Libro que son cristianos y judíos. Por tanto puede hablarse de que en Castilla además del pueblo cristiano castellano, vivió en ciertas épocas un pueblo judío y un pueblo morisco, unidos si pero no mezclados como hoy día se pretende.


          La investigación histórica del siglo que acaba sobre los orígenes de Castilla ha puesto de manifiesto que el pueblo castellano tuvo una organización extraordinariamente libre y popular aunque el adjetivo sea una redundancia, excepcional en la Europa cristiana de aquel tiempo. Era ciertamente una sociedad estamental pero tanto su estamento guerrero como su estamento eclesiástico eran de clara predominancia popular, apenas existían aristócratas de alta alcurnia ni prelados eclesiásticos de elevado rango ni grandes monasterios. Una de las causas que condicionó dicha situación fue una larga guerra defensiva contra el Islam sin defensas naturales. Caso distinto del vecino reino de León, cuyo estamento guerrero de ascendencia visigótica era mucho más cerrado y exclusivo, y probablemente también más eficiente militarmente que el guerrero popular castellano, de hecho la reconquista avanzó mucho más rápidamente por las fronteras de León que por Castilla. Pero la guerra popular castellana dejó una honda huella en la cultura: los cantos de gesta y los romances, de los cuales nos ha quedado como paradigma “El cantar del Mío Cid”, un arte de tipos o mejor aún de arquetipos, en este caso el modelo del guerrero valeroso, justo, fiel y generoso; conservada la memoria de las durante siglos por el pueblo surgió en Castilla uno de los más sugestivos conjuntos poéticos de la literatura europea: el Romancero, espléndida muestra de cultura popular que conmemora los orígenes de la vieja Castilla en los romances viejos o tradicionales, como Fernán González, los Infantes de Lara, el Cerco de Zamora, el Cid. Más allá de su autenticidad histórica el romance es esencialmente una epopeya, así como la epopeya es un mito, donde no es posible separar lo personal de lo impersonal, espacio vedado a la pretensión estética o egoísta; mensaje destinado a todo hombre y aprovechables según sus posibilidades,  y sin características individuales, puesto que el héroe es en el fondo una manifestación particular o arquetipo de la providencia divina y por tanto del ser. Nada más lejos de aquella atmósfera de peligro constante y de guerra que el ideal burgués de bienestar y confort, así no es extraño que uno de los adalides regeneracionistas del progreso material y burgués del siglo XIX, Joaquín Costa, propusiera cerrar con siete candados el sepulcro del Cid. No menos importantes fueron los romances juglarescos, con piezas maestras como el romance del conde Arnaldos o el de Fontefrida, donde asoma una sutil sabiduría esotérica que sorprende hasta a los fríos eruditos actuales. Unido al romancero, o mejor inseparable de él surgió el cancionero popular anónimo, la música instrumental pura no es una característica destacada de la cultura popular, sino que más bien es una parte de algo superior en que canto y narración son indisociables. 


          Quizá no fuera ajeno a ese talante popular de la sociedad castellana, de los caballeros villanos, de las milicias concejiles y de los concejos de Villa y Tierra, que fuera en Castilla donde más densidad hay de toda Europa de ese estilo arquitectónico medieval eminentemente popular que es el románico, buen indicio del sentido de la vida que imperaba en la sociedad castellana. Aunque en realidad no es muy acertado pensar que “ in illo tempore” todo era jauja, los embates al pueblo comenzaron desde tempranas fechas, así en el 1.081 Alfonso VI promulga la Lex Romana que acaba con el viejo rito cristiano mozárabe o hispano, cuyo origen remonta al cristianismo primitivo y originario de la Hispania romana, que en muchos aspectos se podría considerar ortodoxo en el sentido oriental del adjetivo, del que se perdieron importantes manifestaciones de rito, liturgia y canto,  del no se conserva más que unos libros de música de cuya notación no se conserva la clave y que son por tanto indescifrables. Aún se puede hacer una idea de lo que fue ese rito y de lo que supuso su pérdida en las celebraciones mozárabes de la catedral de Toledo. Tal ley  promulgada significativamente por un rey originario de León, Alfonso VI rey de León y solo por casualidades históricas rey de Castilla, sustituyó de forma autocrática el rito mozárabe  por el rito romano, importado por los monjes del Cluny,  a lo que no fue ajeno, como en todos los países del occidente europeo, un sentido  de disciplina castrense propio de sociedades guerreras, que encadenaron definitivamente a Castilla a los avatares históricos de la Iglesia de Roma, poseedora de fuertes connotaciones exclusivistas, burocráticas y militares que tantas consecuencias habría de traer: Cisma, Cruzadas, crisis del sigo XIII, Inquisición con hogueras, calabozos y potros incluidos, Reforma, Contrarreforma, guerras de religión, misión expansionista obligada y coercitiva etc.


          En aquellos tiempos medievales se manifestó curiosamente más que nunca la afinidad y hermandad de los distintos pueblos hispánicos a pesar de tener regímenes políticos independientes; eran entonces patentes los motivos de unidad cristiana, y por otra parte pone de manifiesto que sin duda es más fácil el entendimiento de los pueblos conscientes de su origen que no de las actuales naciones y estados. La progresiva pérdida de irradiación y energía del cristianismo occidental no dejó de tener repercusiones en el pueblo castellano como en todos los pueblos del occidente europeo, la más importante de las cuales fue el ascenso imparable del humanismo individualista. Como nota característica del arte popular castellano cabe decir que un los tiempos posteriores al Renacimiento al ser Castilla un país  atrasado, de acuerdo con los criterios burgueses modernos, conservó durante algún tiempo algunas características del arte popular medieval tales como el anonimato del arte gremial, incluso produjo entre otras alguna pepita de oro como la literatura y poesía de esa mujer de pueblo que fue  Teresa de Ávila, que se le daba una higa la pretensión de poetisa  sublime, o la capilla gótica de Mosén Rubí de Bracamonte en Ávila, la misma ciudad de la santa, una de las últimas construidas por los gremios de la masonería operativa.


          Declinante el cristianismo y ascendiente el humanismo y convaleciente por tanto el fundamento del pueblo, la convivencia social comenzó a buscarse progresivamente en el derecho y la ley exclusivamente humana, a veces demasiado humana, considerada como pacto social, como atrevido intento de frágiles reciprocidades, es decir:  de garantizar la libertad, más concebida como una ausencia de coerción y cortapisas, cuando no como capricho más o menos  placentero e ilusorio, que no como una liberación absoluta de las condiciones limitantes de vida y muerte a que aspiraba el cristianismo originario; de garantizar la igualdad, entendida como comparación y no como unidad de procedencia y origen divino y finalmente de intentar garantizar la fraternidad, intento mucho más ilusorio y evanescente cuanto que la fraternidad residual de los pueblos provenía más de su pasado de pueblo cristiano que no de pacto social alguno, espejismo que al faltar principios de orden sagrado y metafísico ha dado lugar a una inflación de moralismo asfixiante en las naciones occidentales. Así pues a una conciencia progresiva de nación, humana, territorial, externa y temporal, corresponde una pérdida progresiva de conciencia de pueblo, de origen, unidad y libertad divina, ilimitada, interna y eterna. Pueblo y nación, como correspondientes a tradicional y moderno  respectivamente, no son en absoluto términos sinónimos, a menos de reducir deliberada y malintencionamente la noción de pueblo, de jana, a la mera acumulación de características  individuales o a la masa numérica, es decir a demos, cómodo instrumento así de maniobras políticas de dudosa ejemplaridad y elevación de fines. La estabilidad popular devenida exánime se convierte en el frágil equilibrio nacional, temeroso y por tanto peligroso frente al extraño no incluido en la nación e inquieto ante el ciudadano nacional que acaso quiera en el fondo menos libre, igual y fraterno de lo que proclama. Y así devenida España poco o nada quedó de la verdadera Castilla de su pueblo y de su cultura, salvo ditirambos elogiosos y distorsionados que de cuando en cuando se proclamaban para glorias un tanto sospechosas.


          Un mal entendimiento del sentido de la tradición donde ha desaparecido de escena la dimensión de la trascendencia y solo queda la dimensión inferior de la historia, adornada a veces con aditamentos fantásticos, ha dado pie para acusar con cierta razón  que el reclamo del pasado, con la divinización de sus glorias y sus héroes, adorados con incienso de veneración idolátrica que tiene más de funeral de apolillados difuntos que de conmemoración de lo eterno, viene finalmente a dar en lo que Chesterton llamaba democracia de los muertos, que demasiadas veces ha exigido cual implacable Moloch la muerte de los vivos, frecuentemente demócratas vivos. El recuerdo, que no la identificación con el pasado, tan solo trata de preservar una sabiduría intemporal irreducible a circunstancias de lugar y tiempo, bien expresado en un adagio tradicional:


          “No sigo a los antiguos,

busco lo que ellos buscaban”   

R.E.S.