Cultura popular castellana
Si
alguna palabra causa perplejidad por la variedad de sentidos que se le atribuyen modernamente esa es la palabra
pueblo, no menos que su adjetivo correspondiente: popular. El buen pueblo en ciertas épocas fue algo así
como una doncella en penoso cautiverio
por los manejos y asechanzas de un malvado tirano que incitaba a algunos a la
quijotesca empresa de su liberación; eran épocas de reductoras y emocionales
consideraciones del pueblo como gimiente esclavo de intolerables iniquidades, y
lo popular una consigna de combate justiciero;
así por ejemplo los bolcheviques aseguraban en su época que eran los
mejores amigos del pueblo al que, no faltaba más, se proponía liberar de sus duelos
sin fin, lo que vista con la perspectiva que dan los años hace pensar que con
amigos así no hacen falta enemigos. No se puede considerar que esté
definitivamente ida la época del ensalzamiento popular, tanto tiempo usada por
algunos partidos políticos, que frecuentemente sucumbían a la crasa reducción
del “pars pro toto”, así por ejemplo no
ha sido infrecuente considerar como pueblo en esencia al proletariado
industrial, los parias de la tierra como bien dice el canto de la Internacional , y si
no se llegaba tanto, si al menos se consideraba algo así como su parte más
excelsa. Claro que el pensamiento político revolucionario del siglo XX tampoco
se ha sentido demasiado cómodo con la idea de pueblo y de popular, a pesar de
las reducciones explícitas a que ha sometido dichos vocablos, en el fondo con
demasiadas connotaciones cualitativas para un manejo político eficaz, y así se
pasó a una versión políticas más recientes en el tiempo, a la noción más
cuantitativa y pedestre de masa, mucho más acorde con la degradación
cuantitativa de nuestra época. Los nostálgicos del pasado pueden aún consultar
aquel breviario de masas titulado “El libro rojo” del borrascoso timonel chino si quieren fascinarse con sus
jaculatorias.
Simultáneamente a las concepciones anteriores han existido
otras modernas concepciones que han visto al pueblo más como una bella
durmiente que como una cautiva; una bella doncella de rubios cabellos, ojos
azules como el océano, blanca piel como el nácar y tal vez rh negativo, cuya
dotación genética material portaba el arcano de una superioridad indiscutible,
que algún iluminado de turno sellando con beso los labios de la doncella
despertaría para gloria de la humanidad. Estas concepciones han ido ligadas más
que a la palabra pueblo a otros equivalentes en lenguas foráneas, volk, o
incluso no tan foráneas, herri. En realidad esta concepción se podría
considerar como el polo antitético de la anterior concepción del pueblo como
masa cuantitativa, uniforme y sin cualidades, pero en el fondo a ambas
concepciones subyace una idéntica concepción material, mecanicista, rígida y
susceptible de violencias sin cuento, bautizadas a veces con el pomposo nombre
de revolución liberadora, dos versiones diferentes en definitiva en un mismo
plano de inferioridad espiritual.
La noción
de pueblo en su sentido radical es hoy día algo ampliamente desconocido en
occidente, aunque con voz engolada y pomposa
se hable del pueblo y de la
democracia o gobierno del pueblo; es bien sabido que todo hombre de hoy no solo
debe ser demócrata sino también parecerlo; pues así y todo no se suele llegar
en el mejor de los casos más que a dar a lo sumo caracterizaciones demasiado
secundarias, parciales y fragmentarias, y ni siquiera acudiendo a términos
griegos y latinos se resuelve satisfactoriamente la cuestión. Es muy curioso como los judíos han sido un
pueblo, o mejor aún el pueblo por antonomasia, cuyo núcleo generador es su
religión, careciendo de muchas de las características externas que modernamente
se creen indispensables la existencia de un pueblo, tales como territorio,
lengua profana, o similitudes raciales externas. No deja tampoco sorprender
como la variedad de etnias de religión
islámica conservan la noción general de pueblo creyente, la umma, más allá de divisiones raciales o
estamentales, y que aún produce reacciones unánimes en algunas ocasiones. Algo
similar ocurrió en los países occidentales en la Edad Media , donde
ausente el concepto de nación, y con relaciones de fidelidad entre los
soberanos, los diferentes pueblos formaban la Cristiandad , de hecho
la moderna noción de Europa no existía en la Edad Media , el ámbito
de cultura occidental se designaba como la Cristiandad , una
unidad que dio al traste a la larga una tendencia hacia la exteriorización en
todos los órdenes que desembocó en el humanismo, a la que no fue ajena la
concepción imperial de origen romano de la organización eclesiástica
occidental; ruptura que fue el origen de las naciones modernas de fundamentos
muy distintos a las raíces religiosas y sagradas de los pueblos. No fue lo mismo
el caso de la cristiandad Ortodoxa de Oriente, que fue el germen del
florecimiento de pueblos y culturas distintas, que con una organización popular
y autocéfala alejada en extremo de la organización imperial católica, mantuvo
una unidad espiritual que no fue posible en occidente. Otros ejemplo es el
pueblo japonés, cuya raíz no es el arroz, ni el bambú, ni las gheisas, ni las
cámaras fotográficas, ni los automóviles, ni siquiera las características
físicas de ojos oblicuos, el pueblo japonés surgió de y en el shintoismo.
Desde
un punto de vista tradicional la noción de pueblo, jana en sánscrito, palabra que es la
que mejor hace justicia a dicha noción,
se caracteriza ante todo por una cultura unánime basada en un concepción
metafísica y cósmica u ordenada de carácter sagrado, expresada con un
simbolismo adecuado del espacio y del tiempo, que permite la manifestación
diferencias cualitativas o funcionales
inherentes al ser humano, siendo la transmisión de tal sabiduría el
sentido etimológico de tradición. Atendiendo a ese sentido y de una manera
rigurosa la tradición crea los pueblos y las culturas. En tal orden el ser humano es una imagen
divina, velada pero imagen divina y no simple criatura. Por lo que en tal supuesto el trabajo humano es una continuación
o réplica de la creación divina, donde caben distintos de grados de perfección
pero no diferencias intrínsecas; todo quehacer humano tiene en definitiva como
meta llegar a ser uno con la realidad divina de la cual salió, de forma que el
fin viene a ser una restauración del principio, el omega es el alfa. Es
justamente el cultivo de las diferentes aptitudes humanas en orden a conseguir
esa meta es lo que constituye la cultura en el verdadero sentido de la palabra,
que es además cultura popular. Cultivo que viene a ser un camino,
vía o tao, que es el tesoro que la cultura popular ofrece a todos los
hombres del pueblo. Ahí es donde se forma la verdadera unidad del pueblo, eso
constituye su verdadera unanimidad, los demás aspectos cualitativos y mucho más
los aspectos formales materiales, etnos en griego, son secundarios.
La unidad no supone naturalmente la
identidad indiferenciada, sino que se manifiesta en diversidad, que posee dos
dimensiones diferentes: una dimensión vertical, cualitativa o interior, y una
dimensión horizontal, cuantitativa o
exterior. Las diferencias o categorías pertinentes desde el punto de vista vertical son los
diferentes aptitudes, capacidades y funciones, que determina las vocaciones,
caminos que forman la encrucijada del destino: sabiduría, guerra contra el mal,
destreza artesana, tienen todos un fondo
común único, que no es extraño al hecho de que todo persona en una cultura
tradicional tiene componentes variables de la triple función sapiencial,
guerrera y artesana. Es decir todas las categorías están en cada categoría y lo
que es más están en todo hombre, que más allá de tópicos estereotipados viene a
decir que en una cultura popular todo hombre según su naturaleza puede
desarrollar la triple función humana de monje, guerrero y artesano de acuerdo
con los grados y composición variable de su estructura particular. La dimensión
horizontal de la diversidad se refiere a
aspectos externos y secundarios: territorio, clima, lengua, caracteres
psicológicos y étnicos, y es prácticamente la única considerada en el mundo
actual; de acuerdo con esa visión de distinguiría bien hoy día al pueblo
húngaro del pueblo portugués, pero desde el punto de vista más ecuménico de la Edad Media , hoy apenas
conservado por la Iglesia ,
se consideraría a ambos ante todo como pueblo cristiano, aún sabiendo
perfectamente que un húngaro y un portugués son distintos por características
no esenciales.
La
cultura popular comporta acción, pensamiento y trabajo, aunque la degradación
del concepto a llegado hoy día a tal extremo que la mayoría de la gente piensa
que se trata de un ocioso entretenimiento que se refiere a temas tan extraños y
pedantes como la filosofía etrusca, la cerámica de la dinastía Ming o el cine
expresionista, siendo las cosas importantes de la vida algo que ni remotamente
tiene nada que ver con la cultura. Muy por el contrario y atendiendo al sentido
etimológico de cultura como cultivo,
tiene que ver con azada, con pala, con guadaña, con yunque, con torno, con
laúd, con pincel, con pluma, con martillo, con sudor, con todo tipo de labor
encaminada a un fin superior. La tarea humana en un sentido tradicional consta
de dos aspectos: libre y servil, teórico y operativo, inventivo e imitativo; es
decir de una acción espiritual o
intelectual cuyo sentido es la perfección o adecuación cósmica y sagrada de la
obra y un trabajo material subordinado a la acción conducente a esa perfección;
puesto que no conviene olvidar que el hombre en sentido tradicional no es una
democracia sino una jerarquía de espíritu, alma
y cuerpo; este equilibrio entre acción y trabajo es propiamente el arte,
es decir el arte es la manera correcta
de hacer las cosas, submarinos o sonatas, alfombras o botijos; la obra de arte
es la obra hecha con arte pero no el
arte mismo, el arte está en el artista y consiste precisamente en el
conocimiento que permite hacer las cosas. La pintura, la agricultura, la
música, la carpintería o la alfarería son todas clases de poesía o de creación
Es conveniente evitar con cuidado la moderna confusión entre arte y moral, o
entre saber y voluntad, que con incorregible deriva moralista pretende que una
catedral en cuanto tal es mejor que un granero en cuanto tal, o que una
sinfonía es más noble que una dulzaina; obviando que a pesar de los pesares la
belleza no se puede ordenar en jerarquías. Cada hombre al realizar su propia
función consciente de su significado
espiritual y de su perfección, en otras palabras al trabajar en artista, recorre un camino o vía, marga en sánscrito,
tao en chino. Claro está que el artista no es solo un virtuoso, un buen
manipulador, un buen obrero, es ante todo un contemplativo, refiriéndonos a la
contemplación no como un vago ensimismamiento o un somnoliento apartamiento,
sino a la elevación de lo empírico a ideal, de la observación a la visión, de
la sensación auditiva a la audición, de la apariencia a la esencia, en suma a
la intuición es decir a una intelección que sobrepasa la esfera de la
dialéctica y alcanza las razones arquetípicas eternas. Desde el punto de vista
del arte, que no de la moral, un helicóptero puede ser una obra de arte,
construido acaso por hábiles operarios que poseen notables destrezas mentales y
manuales, pero que en su trabajo no han actuado con arte, es decir como
verdaderos artesanos, sino tan solo como mercenarios; este ejemplo es una
muestra de cómo es posible diferenciar arte de trabajo en un artefacto,
etimológicamente objeto hecho con arte; esta disociación es algo demasiado
frecuente en el mundo moderno, el trabajo de abeja laboriosa no es arte, no es
camino, ni es digno del hombre. El arte o actividad tradicional , al revés que
el arte moderno, se ocupa de la naturaleza de las cosas y solo rara y
accidentalmente de las apariencias, de las causas de los efectos y no de estos
últimos. En este sentido el arte tiene un carácter propiamente sapiencial, como
decía el maestro medieval parisino Jean Mignot “arte sine scienta nihil”,
entendiendo por ciencia no un resultado leyes de inferencia estadística sino la referencia de todos los particulares a
unos principios unificadores. Indudablemente la perfección del arte es
susceptible de provocar también la emoción estética, la belleza es inherente a
la perfección hasta en las cosas más humildes como un bordado o un arreo
campesino, aunque no es la belleza lo que se buscó al hacerlas.
El
anonimato es una de las características de todo arte verdaderamente popular,
cuyo sentido poco tiene que ver con la moderna valoración del anonimato como
falta de ese afán de distinción,
individualidad, y personalidad egóica
características del artista moderno. En una cultura tradicional y popular el
logro supremo de la consciencia individual es perderse o encontrase en lo que
es su primer principio y su último fin, lo que implica el anonimato como anhelo
de liberase uno mismo. En las artes tradicionales desde el momento que admiten
que toda verdad tiene su origen en el espíritu, frente al que la personalidad
individual es nula, no interese quien dijo, o quien hizo o quien firmó, sino
que se dijo, o que se hizo. En ese ambiente el artesano no es el que hace sino
que es un instrumento, la individualidad no es un fin en si mismo sino un
medio, un instrumento que requiere ciertamente eficacia y obediencia. Inútil
pues buscar la firma del artista en el arte y la cultura popular, a lo sumo una
referencia para garantizar que la obra se hizo de acuerdo con el orden y normas
del arte. Así aparece en la iglesia románica de Santa María la Real de Sangüesa una
escultura románica la inscripción “Maria Mater Xpi Leodegarius me fecit”, donde
el artista se oculta ante el símbolo de una realidad que le sobrepasa. Claro
que de acuerdo con la sentencia evangélica de Cristo: “ No hago nada por mi
mismo” (Juan VIII, 28) bien conocida en los pueblos cristianos medievales ¿qué
cristiano se atrevería a considerar suya una obra cualquiera?. No deja de
contrastar todo esto con la creciente
inflación narcisista del individuo a partir del humanismo renacentista: el
pintor firma su obra, el literato sus libros, el científico quiere unir su
nombre a una teoría, el paseante del parque quiere eternizar sus vivencias en
una placa fotográfica, y hasta el más humilde meritorio busca naderías y
futilidades a las que certificar su autoría en un curriculum. La propiedad es
la cúspide sublime del arte moderno , y ya no solo los individuos, también a
los pueblos modernos se le atribuyen al parecer
propiedades, caracterizadas, por supuesto, por sus aspectos más
superficiales, externos, materiales y biológicos cuando no por fantasías
desbordadas, a las que se les supone características inmutables de identidad y
poderes soberanos entre las que no falta la supervaloración de las
contingencias históricas y políticas que lo configuraron como nación y estado,
un ejemplo paradigmático de todo ello fue el Volkgeist místico de los nazis,
una extraña amalgama de títulos de propiedades
de sangre, tierra, rubio, genotipo, superior, señor de esclavos y algún
otro delirio añadido y con unas metas sumarias, miserables y netamente terrenas
: un solo pueblo, un solo estado, un solo fhürer.
En
las sociedades populares tradicionales no cabe establecer una división rígida
entre artes dedicadas al señor y artes dedicadas al campesino, o entre bellas
artes y artes aplicadas, o entre arte puro y arte decorativo, puesto que
proceden del mismo modo a escala distinta, hay diferencias de refinamiento y
lujo, pero no de contenido o estilo, o de valor material pero no de orden
espiritual y psicológico; así por ejemplo la diferencia entre la iglesia
románica parroquial de Sotosalbos en Segovia
y la iglesia románica juradera de los reyes de Castilla San Vicente en
Ávila. Los motivos aristocráticos y populares en la literatura son ambos arte
popular, por ejemplo el Mester de Clerecía usaba un refinamiento literario como
era la cuaderna vía, pero eran los juglares los que recitaban sus composiciones
junto con los cantares épicos de gesta y con los romances. Por otra parte
también el Mester de Clerecia componía temas amorosos de origen juglaresco como
el Libro de Apolonio. Algo similar ocurría en la música, nada raro teniendo en
cuenta que no existía la actual separación entre narración y canto, así en las
Cántigas de Santa María del rey Alfonso el Sabio (1221-1284) se encuentra el
gregoriano en textos de lengua vulgar. La inspiración popular se extiende en el
tiempo, incluso cuando va menguando su irradiación y comienza la literatura
individualista de autor, un caso típico es el de don Juan Manual literato
aristócrata cuya obra mayor “El Conde de Lucanor” es de clara inspiración popular,
algo similar a lo que pasaría siglos después en la época áurea de la literatura de autor en que la influencia del
Romancero viejo y del juglaresco inspiró a Lope de Vega, y a Quevedo. El arte popular presenta variaciones de estilo
inherentes a la libertad humana de sus cultivadores a lo largo del tiempo, pero
con unos temas centrales de inspiración fijos, algo bastante distinto de las
modas de efímera duración del arte contemporáneo. No hace falta decir que la
sabiduría vehiculada por la tradición es intemporal, y el pueblo generado y
alimentado por ella no es solo cosa del presente, como una consideración
moderna, chata, miope y pragmática cree, el pueblo y su voz es algo de todas
las generaciones que se suceden; solo que al igual que el hombre que se olvida
de su pasado y de lo que es, así los pueblos padecen amnesias a las que no es fácil disipar con el recuerdo.
Hay
una triada de palabras que expresan bien la meta de cualquier cultura
tradicional , que en sánscrito son: “chat, sit, ananda”, que se pueden
interpretar como ser, conciencia y
felicidad o beatitud. El artesano o artista popular, palabras a las que no se
puede encontrar ninguna diferencia en una cultura tradicional popular, es bien
consciente de lo inseparable de esa triada y así en la perfección o verdad de
su obra encuentra sin proponérselo la emoción de la belleza y la felicidad de
lo bueno, no hace una cosa útil que no sea a su vez bella y con un aura de
bondad. Todo artefacto de una cultura popular al haber sido hecho con arte
posee belleza y significación, es decir es herramienta y símbolo. Cualquier
objeto hecho con arte sirve no solo para las necesidades inmediatas sino para
su vida espiritual, para el hombre total y no solo para el hombre exterior que
vive solo de pan. Lejos de la moderna consideración del arte como lujo y
ornamento, en la cultura popular el arte era una manera de vivir, lo que es
tanto como decir una manera de pensar, una manera de actuar y una manera de
valorar jerárquicamente el cosmos y el principio de todas las cosas. No es nada
extraño encontrar en la
Edad Media frases como aquella de Santo Tomás de Aquino “el
artista trabaja con arte y buena gana” o aquella del maestro Eckhart : “al
artesano le gusta hablar de su oficio”; hoy día al obrero de la fábrica o el
empleado de la oficina le gusta más bien hablar de fútbol o de la tele. Tras
las costosas inversiones en escuelas, universidades y academias, se ha llegado
tan solo a la producción inevitable de hornadas anuales de técnicos,
especialistas y facultativos con poca o ninguna noción del significado de
vocación, de vía, de arte, de destino , de camino o de tao; de esta forma el
mundo moderno ha creado un tipo de
hombre que solo puede ser feliz, o sucedáneo de tal, cuando se evade y se
divierte; en general se da por supuesto que en el trabajo se hace lo que menos
gusta, prueba de que estamos trabajando para una tarea para la cual nunca
podríamos haber sido llamados por nadie
más que por un comerciante, con sus señuelos de trueque monetario. En una cultura popular el artesano rechazaba como indigno del hombre lo que no
fuera a la vez útil y bello, ni era
concebible en tal clima un exceso de cosas útiles pero sin belleza, ni por
consiguiente la acumulación de objetos útiles que no se usaran realmente, no eran
aquellas las modernas sociedades capitalistas, únicas que, gestionadas privada
o públicamente, concibe el hombre moderno. El sentido contemplativo del arte
tradicional rechaza lo que no se puede admirar y utilizar al mismo tiempo, que es
justamente la noción austeridad o pobreza voluntaria, aplicable tanto al
monje, como al artesano, como al rico. Muy distinto por supuesto de la
constante sugestión actual de consumo de bienes fabricados en serie que ni
proporcionan la emoción estética de la belleza ni la beatitud de la bondad a
aquellos que los pueden comprar, a menos
que se considere tal la manía compulsiva
de compras en super e hiper a que se ven compelidos muchos y muchas para
compensar sus neuras y depres. Sugestión complementada a la vez y contradictoriamente
con la incitación casi anal al atesoramiento y al ahorro, para finalmente
desembocar de nuevo en el consumo, artificio monstruoso y diabólico en que se
basa la economía moderna, que además del saqueo y deterioro del globo, sus
recursos y su naturaleza, nada unifica, a ninguna meta final conduce y es
fuente inacabable de conflictos.
La
perspectiva moderna sobre la cultura popular estuvo desde sus comienzos
fuertemente teñida de prejuicios, así cuando Williams Thoms en 1846 pone en
circulación el neologismo folklore de etimología sajona, saber del pueblo,
análogo al término alemán volkslhere, la referencia a pueblo distaba del
sentido sánscrito de jana; la palabra pueblo hacía referencia explícita a bajas
clases, a pueblo analfabeto o semianalfabeto, más concretamente a campesino y
más tarde por extensión a elementos urbanos donde aún era posible apreciar la
continuidad campo-ciudad. Algo por otra parte que aún está vivo en la
mentalidad del habitante actual de ciudad, convenientemente saturado los
tópicos y lugares comunes de la civilización burguesa, para el que la expresión
“ser de pueblo” es sinónimo de paleto, zafio, ignorante y basto. La
delimitación del ámbito del flolklore comenzada cuando la creación de la Folklore Society
de Londres en 1878 , se refería a tradiciones de transmisión oral , que
comprendía el más ancestral de los géneros literarios: la narrativa, en ella
estaban incluidas leyendas, cuentos populares, cuentos de hadas, romances,
creencias supersticiosas, atribuidas a la ignorancia de las masas. Naturalmente
que desde los comienzos de los estudios del folclore no solo se tenía un
concepto ligeramente encanallado del pueblo, no en vano eran ciudadanos y
burgueses sus cultivadores, sino que también el sentido de la palabra tradición
estaba ya convenientemente degradado, no haciendo ninguna referencia a la
transmisión de principios metafísicos y cósmicos, base de toda cultura
verdadera, sino que en base a sentidos etimológicos parciales se hacía
referencia a meras transmisiones sensibles y físicas, a movimientos, cambios de lugar, tales como el agua de un
río, tal como sugería Edmund Burke. No menos importante era el canto y la
danza, que hoy día se considera como folclore por antonomasia tal vez debido a
la cantidad de recitales y festivales folclóricos populares que proliferan al
socaire de importantes medios y fuentes de financiación no tan populares, pero
que en sus comienzos no eran más que unos apartados de las formas sociales y
objetos materiales del ámbito al que se pretendía ceñir la cultura popular.
Posteriores profundizaciones en el ámbito del folklore trataron de ennoblecer
tan desprestigiada rama del saber intentando elevarla a la categoría de
etnografía, se pretendió por tanto que el folclore fuera una rama de dicha
ciencia en el sentido de que el folclore era la etnografía de los sectores
populares.
Desde
el primer momento se intuyó que no era lo mismo el saber popular que la ciencia
que estudia dicho saber, y hasta se llegaron a proponer nombres distintos para esos
dos distintos aspectos, llamándose demosofía a lo primero y demótica a lo
segundo. Convencionalmente se ha llegado a creer que muchos saberes
populares transmitidos por leyendas y cuentos infantiles y de hadas, a no
confundir con los escritos por autores literarios para niños, eran nada más que
simples fábulas para entretenimiento de niños, cuando no supersticiones debida
a la ignorancia de las masas campesinas iletradas, cuando en realidad se trata
más bien de doctrinas esotéricas y símbolos nada populares, inaccesibles a la
comprensión de una enseñanza moderna definitivamente desligada de la enseñanza
simbólica e iniciática. El material del folclore, a pesar de las muchas
reservas expresadas por los etnógrafos, de las que vienen a la memoria las muy
explícitas de un Julio Caro Baroja, es inteligible en unos niveles de
referencia que no solo no son inferiores sino que están muy por encima de
nuestro saber contemporáneo ordinario, entre otras razones porque la cultura
burguesa de las universidades ha declinado en información puramente empírica y
limitada, de forma que la educación moderna, de la que estas instituciones son
la avanzada, ha destruido el viejo saber iniciático. Tales saberes aunque
expresados de forma limitada, fragmentaria e ingenua, forman parte de una vida
campesina aunque los campesinos no sean
capaces de dar una explicación racional de ellos, entre otras cosas por que no
son susceptibles de una reducción puramente racional. Es en virtud del aspecto acogedor y maternal
de la naturaleza porque los estamentos campesinos, guardianes de la naturaleza, han sido el
receptáculo de antiguas sabidurías perdidas en los niveles superiores, algo no
concebible en las clases burguesas de las ciudades ni maternales ni
tradicionales, cuyo entorno es una materia muerta e inerte encadenada con
fatalidad a mecanismos autónomos. Algunos de los cultivadores de la etnografía
folclórica, entre los que no se puede dejar de destacar al etnógrafo y escritor
gallego Vicente Risco, han llegado a
atisbar algo más que la disección académica y han llegado a ver en la cultura
popular una tradición viva, y no solo viva sino también operante. Decía el
mitógrafo portugués Theófilo Braga que el estudio de las tradiciones “no
representa solo simplemente una fase científica, sino también una misión moral
en que el espíritu de emoción local se presenta como la forma de reconstrucción
de un pueblo en la larga decadencia católico-feudal”. No deje de ser
sintomático que el folclore ha sido especialmente cultivado en tiempos modernos,
siglos XIX y XX, en aquellos lugares donde se ha considerado postergada su
nacionalidad.
Ese
recuerdo nostálgico y emocional del pasado, ante la avalancha de uniformización
de la sociedad y de la técnica, síntoma inequívoco del romanticismo y claro
prodromo del agotamiento del humanismo moderno, estuvo presente en todos los
renacimientos regionales y luego nacionalistas de toda Europa; donde se
producían extrañas mixturas de afinidades: el burgués buscando inspiración en
el pueblo, concebido en el fondo como
residuo retardatario incapaz de civilización moderna y de progreso, como
curiosidad insólita que en el fondo
temía y despreciaba; el erudito de gabinete ocupado del gañán y del cabrero, de
sus cuentos y de sus canciones, cada vez más lejos, sin embargo de los
fundamentos últimos que inspiraban esa cultura, puesto que en una civilización
progresivamente profana y laica, los fundamentos metafísicos y las creencias
religiosas no pasan de ser un puro posicionamiento emotivo personal, que en
nada trascienden al ordenamiento social, salvo referencias retóricas cada vez
más vacías; nada más lejos del presente que aquellas palabras de Emerson .”el
intelecto busca el orden absoluto de las cosas tal como se hallan en el espíritu
de Dios y sin los colores de los afectos”. Así por ejemplo fue una institución
típica del resurgimiento catalán los orfeones, posteriormente afianzados
también en Galicia, País Vasco y Castilla.
La polifonía, la perfección formal de la escritura musical, la armonía y
otros elementos de la cultura burguesa ahogaban la espontaneidad y libertad del
cantar popular; más que una resurrección se trataba de una creación moderna con
la rigidez de un producto enlatado aunque fuera de inspiración popular su tema.
Vinieron luego los coros, algo más respetuosos y en sintonía con los motivos
populares, y con la acumulación característica de nuestro tiempo siguieron
bandas, conjuntos y orquestas cada vez mejor dotadas, con selectos virtuosos y
con presupuestos nada despreciables, que por supuesto incluyen temas populares
en sus repertorios y conciertos por capitales y ciudades. Pero ¿todas esas
cosas hacen a una nación más musical?. Contaba el escritor inglés Samuel Pepys
(1633-1703) que la
Inglaterra de su época era “un nido de pájaros cantores”, así
por ejemplo para elegir una chica de servicio se probaba antes la calidad de su
voz en el coro familiar. Las colecciones de cantos recopiladas en libros son
más bien síntomas de una pérdida que no de una ganancia, son un ordenado
panteón de difuntos, que recuerda que desaparecieron las serranillas, los
madrigales, los villancicos, las canciones de mayo, de romería, , de bodas, de
siega, de vendimia, las canciones de los canteros, de los marineros y de los
mineros, junto con los oficios artesanales del campo, del mar y de la tierra y
los hombres que los ejercían. El moderno revival folclórico es tan solo un
sucedáneo que a manera de hobby se practica en tiempo libre, cultura irreal y
de invernadero, que nada tiene que ver
con la necesidad de antaño, requisito imprescindible para ser una vía o
camino. Ya tan solo queda preservar un
recuerdo que no siempre es bien entendido, y que al margen de caprichos y
gustos a la moda del día, es una manera de oposición al desprecio y olvido de una
manifestación de vida, y un homenaje al misterio de la creación intuitiva, popular y espontánea que las
modernas globalizaciones profanas pretenden arrinconar para siempre.
La
cultura burguesa actual se basa en la mayor o menor capacidad de información,
basado en la alfabetización o capacidad
de leer, de tal manera que no es fácil establecer la barrera que separa las
masas incultas de la burguesía culta puesto que en realidad todos saben leer y
escribir, y tan solo con dudosos criterios cuantitativos se podría establecer
una convención más o menos aceptable. No existe un criterio cualitativo o de
profundidad, de diferenciación según el grado de conciencia. La naturaleza de
la sabiduría artesanal conservada por la
por la transmisión tradicional, no puede reducirse por la mera acumulación de información que ha
venido a ser el moderno sucedáneo de la sabiduría tradicional e intemporal, sus
principios se deducen por analogía de arquetipos del mundo ideal; de hecho
hay culturas tradicionales que durante
milenios han transmitido el oficio de maestros a aprendices sin necesidad de
libros ni de escuelas profesionales. En realidad el alfabetismo o analfabetismo
son irrelevantes para la transmisión de valores espirituales, existen otros
medios además de los libros, incluso estos en determinados aspectos son
perfectamente inútiles. La pintura se ha llamado la Biblia pauperum, Biblia de
los pobres y la escultura el libro del pobre en la cultura popular, como aun es
fácil comprobarlo el la escultura medieval del románico y del gótico, hay
iglesias románicas cuyos capiteles, frisos y canecillos constituyen todo un
universo: escenas narrativas bíblicas, evangélicas, escatológicas, cósmicas,
iniciáticas o morales. Qué bibliotecas sin igual para quien sepa ver son
Frómista, San Millán y San Esteban de Segovia, Santo Domingo de Soria, San
Pantaleón de la Losa ,
Cervatos o San Martín de Elines . Estas son muestras que inducen a pensar que
lo que produce unas sociedades es la mejor clave para comprender el fin de la
vida que rige esa sociedad, en todo de acuerdo con la sentencia evangélica “por
sus obras los conocereis”.
La
cultura o los residuos que quedan de ella en nuestro tiempo ha sustentado la
creencia ilusoria que el arte ante todo la tarea de un tipo humano especial: el
hombre de genio, especialista en estética que no en sabiduría, con un raro
talento y una aguda sensibilidad fuera del alcance de la mayoría. En cuanto la
estética es un tipo de efecto emocional más que una comprensión que nada tiene
que ver con la razón de ser; muy por el contrario estético, sentimental y
materialista, al revés de lo que primera vista se podía suponer, son
virtualmente sinónimos; el arte considerado como esteticismo lejos de ser el
arte para la vida se convierte en arte de adorno y adulación, arte por el arte,
se dedica a los sentidos y a la estimulación emocional, pero, suprema clave de
la moderna creación artística, carece de significación y sentido, el momento de
la sabiduría está ausente en el arte moderno y contemporáneo. La transparencia
de la verdad, de la belleza y del bien queda empañada por la personalidad del
artista, que lejos de cualquier anonimato trata de explotarla al máximo
convirtiéndose en un exhibicionista. Este arte de puro espectáculo es de un
valor meramente transitorio y temporal y como tal valorado en monedas
corrientes, que al fin y al cabo tiempo, interés y capital están unidos por las
fórmulas que se enseñan desde la escuela primario. Mercancía lujosa posee
avales y prendas de garantía, como los derechos de autor, desconocidos en la
cultura popular que no concebía que pudiera haber propiedad en el terreno de
las ideas, sino que con muy buen criterio consideraba que las ideas son de
quien las adopta. Adorno y lujo de la burguesía pudiente y con valor monetario
cotizable en los mercados, con la ayuda de marchantes y medios de comunicación,
es un arte perfectamente ausente para el pueblo, que con atinado juicio lo
considera una extravagancia y no una cosa necesaria, razón por la que ni le
interesa ni lo conserva en su memoria.
Inmerso
en la cultura de la cantidad el arte moderno incide cada vez más en la
superficie que no en la esencia de las cosas, en las apariencias y no en el
ser. Así el arte moderno pierde cada vez más el potencial simbólico, al sumergirse en el naturalismo profano, cree
avanzar en la pintura y escultura con el conocimiento descriptivo de la
anatomía, con el orden visual de la perspectiva, en suma con el humanismo, pero
la observación analítica al fascinarse con el árbol no puede ver el bosque, el
detalle impide el símbolo omnitotal, y oculta más que revela. Con tales
supuestos no se puede valorar en modo alguno la pintura popular románica,
considerada como una pintura de niños, una especie de balbuceo atrasado y sin evolucionar de
artistas que no conocían ni la anatomía ni la perspectiva. Imposible apreciar
de esta forma el sentido simbólico de tanta obra de arte del medievo
castellano: frescos de Maderuelo (Segovia), de San Pelayo de Perazancas
(Palencia) , de San Baudelio de Berlanga de Duero o los Apocalipsis del Beato
de Liébana, o de las iluminaciones de tantas Biblias, como la de Burgos o
Ávila, breviarios, como el Breviarium Gothicum, libros de bautizados, libros de
horas canónicas o cantorales de música gregoriana que saltando sobre las
apariencias de yuxtaposición y continuidad son muestras magníficas de libertad
y sabia abstracción como todo arte verdaderamente intelectual, tradicional y
popular, muy diferentes de la moderna moda estética abstracta basadas en el
capricho y asociaciones personales del
artista, cuyo fin es eliminar la
reconocibilidad y que por tanto nada
pretende ni puede comunicar sino provocar reacciones. Incapaz de apreciar
sentido simbólico libre y abstracto de la pintura primitiva no puede por tanto
percibir el enorme empobrecimiento simbólico que va del icono bizantino
tradicional o de la pintura primitiva
italiana influida por él, al arte renacentista y humanista del
cuatrochento, Algo similar cabe decir de
la escultura en piedra apta para expresión simbólica de la majestad estática, pero de problemática adecuación
para la ilusión del movimiento y de la
emoción, ¡Qué distintos el Pantocrator palentino de Moarve o el Salvador del
friso de Carrión de los Condes a la Transverberación de Bernini!
Alternativamente
al arte estético ornamental y exhibitorio de la cultura moderna se
presenta la industria como quehacer
utilitario, como el arte es quehacer de lujo; excluyendo ambas, industria y
arte modernos, la expresión y
comunicación de ideas, que es tanto como decir la sabiduría. La industria
moderna sacrifica la calidad a la cantidad, pero al estar ausente en su
fabricación el arte, los muchos aparatos
para existencia que suministra, casas,
vestidos, cacerolas, autobuses, carecen de las características de las obras de
arte: belleza y significación, y marcan ese tono de fealdad característico del
mundo moderno. Lejos de tal división esquizofrénica entre utilidad y belleza
cualquier producto de la cultura popular, un bordado campesino, los arreos de
bueyes y caballos, un cuento infantil, un cuerno para pólvora, una reja de
balcón, tenía un significado por encima de su consideración como fuente de
placer o necesidad vital, en ella valores funcionales y simbólicos coinciden,
al revés que en la civilización burguesa ni siquiera se puede concebir un uso
eficaz sin arte .El artesano o artista, que ninguna diferencia había entre
ellos en la cultura popular tradicional, es un imitador de las formas celestes,
en el sentido platónico de la palabra. En ese sentido la casa, por ejemplo, no
es una máquina de vivir, sino que es una manifestación de una cosmología, una
casa arquetípica constaba de: un suelo abajo, un espacio medio, una bóveda
arriba y una salida o chimenea para
escapar de la limitación del espacio y del tiempo y acabar en un empíreo
ilimitado y eterno. La columna de humo del hogar que asciende es el eje del
universo que separa o une como una columna cielo y tierra. Ciertamente las
casas modernas con su amontonamiento de conejeras o colmenas, sus yacusis y sus
calefacciones de hilo radiante no transparentan ya ningún tipo de simbolismo
cósmico. Igualmente las iglesias como edificios sagrados, tenían en la cúpula y
el ábside claros referencias a los ejes horizontal y vertical del universo, de
cuya pérdida de significado actual da buena cuenta la arquitectura de las
modernas iglesias, que en realidad están edificadas con arreglo al modelo de
una vulgar caja de zapatos.
Muy
distinta de la aglomeración urbana moderna, la antigua ciudad era también una
réplica del orden del universo, así en el mundo de la antigüedad clásica toda
ciudad constaba de un forum centro a
partir del cual se orientaba jerárquicamente por dos ejes: el cardo maximus y el decumanus
maximus y unos ejes secundarios: los cardines y decumani que formaban los
cuadrados o centuriae . Aún quedan ciudades castellanas que conservan esta
ordenación, así por ejemplo en Ávila el centro
o forum es la plaza del Mercado Chico, y los ejes son: cardo maximus la
vía entre el Arco de Mariscal y la
Puerta del Rastro a lo largo de la calle de Caballeros,
decumanus maximus la via entre la
Puerta de San Vicente y la Puerta del Adaja a lo largo de la calle de
Vallespín ; claro que ningún orden ni jerarquía simbólica cabe encontrar en las
modernas urbanizaciones del barrio
de las Hervencias, o de la Toledana de esa misma
ciudad..
El
arte del tejido tradicional hecho a mano poseía una claro orden simbólico del
que era consciente, la urdimbre es una imagen de la luz del alba de la
creación, y la trama son los planos del
ser que dependen de su centro común y soporte fundamental. El vestido en su
condición sagrada confería una capacidad apta para marcar las diferencias y
dignidades sociales, tan solo un modesto hábito podía sugerir la dignidad del
estado monástico, o un gorro a una cofradía profesional. Hoy el día el “pret à
porter” no sugiere nada, a lo sumo una moda inconsistente o un capricho
momentáneo.
Lejos
de los periodos sincrónicos de la civilización moderna, la cultura popular
escanciaba los ciclo con fiestas y conmemoraciones, que eran también
manifestaciones especiales de arte: el rito, el canto, la danza, la oratoria;
muy distintas de los reglamentadas pausas modernas era un periodo de ruptura que era a la vez
que ciclo, esperanza de progresión y crecimiento, término de recolección del
fruto de la Tierra ,
conmemoración de la nueva estación, momento de
concertar bodas, de bautismos e iniciaciones. Apenas existente hoy, se
ha degradado a la categoría de pasatiempos turístico del que apenas subsiste
más que los aspectos más periféricos y triviales, tanto menos atractivos cuanto
que la civilización burguesa dispone de toda una industria festiva que ha
desvirtuado definitivamente la posibilidad de comprensión.
La
industria sin arte no es más que brutalidad, lo que los antiguos romanos
diferenciaban bien, la primera era trabajo en sentido estricto, reservado para
los esclavos, la segunda era acción y era la actividad propia del hombre libre.
La degradación de la producción burguesa que significó una primacía de la cantidad
sobre la cantidad, del beneficio monetario sobre la satisfacción de la obra
bien hecha, reduciendo esta última a mera comodidad sensorial a bajo precio, es
decir invirtiendo los valores de tal manera que el burgués
llega a identificar lo mejor con lo más barato, creó un tipo de
civilización que de acuerdo con los criterios de la antigua Roma se podría
denominar esclavista en el más estricto sentido de la palabra,
independientemente de los atenuantes económicos de nivel de salarios, estándar
de vida, confort y consumo que se esgriman para rebatirlo; en general, aunque
oculto con sofisticadas especializaciones, es un futuro de esclavo lo que se
propone al hombre de la civilización burguesa. Convertirse en bruto,
hormiguita, abeja o mula, o en esclavo, es morir como hombre, como decía A.
Coomaraswamy poca diferencia existe entre morir en una trinchera o morir en una
fábrica día a día, en ambos casos no se es más que carne de cañón. Degradado
cada vez más el arte en trabajo para la mayoría, se advierte desde la época
renacentista, con el hito importante de Calvino, una extraña y siniestra
compensación que trata de dar tintes religiosos a la vida profesional,
reivindicando celosamente el tiempo y el alma, como si la razón necesaria y
suficiente de la condición humana fuese determinada empresa económica, comercia
o industrial y no la verdad, la sabiduría y la beatitud intemporal. Esta
moderna religión del trabajo ciega ante las diferencias irreductibles de arte y
trabajo ha extendido como buena nueva, parece que con general aceptación, la
honorabilidad y respetabilidad del trabajo, todos: profesores, investigadores,
artistas, ejecutivos, músicos o payasos presumen y alardean de lo mucho que
trabajan; ignorantes de la cualidad horizontal del trabajo moderno evocan
muchos aquello de “el trabajo realiza” , entre los que no faltan movimientos
autodenominados progresistas, eco amortiguado quizá de un sentido completamente
diferente que tenía arte, combinación jerárquica de acción y trabajo. Si de
verdad supieran lo que dicen se sorprenderían al comprobar que su significado
es aquel “vivan las caenas” de la época ominosa de Fernando VII. La hagiografía
hacendosa propone al yupi estresado como modelo ejemplar de virtudes
heroicas a imitar, incluso pondera las
excelencias del vértigo producido por infarto de miocardio laboral; se elude el
diagnóstico evidente; estamos saturados de trabajo, la industria se ha
convertido en un vicio, para curar esa insidiosa patología es necesario
administra una receta que de prioridad a la contemplación sobre el trabajo, y
esto con una urgencia cada vez más acuciante..
Es
lamentable que el sindicalista, el reformador social o el teórico
revolucionario limiten sus reivindicaciones a la retribución salarial y a las
condiciones de trabajo justas en cuanto consideran al obrero como mercenario y
víctima de un engranaje productivo, pero
no reivindican como hombre la oportunidad de ser un artista y de alcanzar la
perfección de un maestro. Lo primero acaso proporciones más medios y tiempo
libre para vivir como un burgués y adquirir sus mismos adornos reproduciendo
así un sistema productivo social meramente cuantitativo y sin trascendencia,
pero en absoluto eleva al obrero a la categoría de artesano y artista, vocación
a la que está destinado como hombre, muy bien expresada en palabras de Platón:
”se hará mejor y con mayor facilidad cuando cada cual haga solo una cosa, de
acuerdo con su genio; y esto es justicia para el hombre en si mismo”. Muy al contrario de todo esto parece abrirse
paso de forma cada vez más notoria la opinión de que en futuro lejos del arte,
lejos de la maestría, predominará cada vez más lo que se llama el reciclaje
laboral, perpetuación sin límites del aprendizaje meramente funcional, de la
recepción pasiva de formación, del adiestramiento simiesco y del infantilismo,
y todo esto con la ayuda y aplauso de los sindicatos que en teoría son los que
dicen defender al trabajador. Más allá de rentas, salarios y precios solo la
transmutación del trabajo en arte puede transformar el trabajo de mal necesario
en bien necesario.
El
arte en sentido tradicional no es en absoluto la actividad de un ser especial,
el genio, sino que es la manera correcta de hacer las cosas tanto en su aspecto
material como espiritual; el artista no es una clase especial de hombre sino
que el hombre es una clase especial de artista, es decir todo hombre que no sea
un holgazán y un parásito puede y debe ser un artista de alguna clase:
carpintero, pintor, herrero hombre de leyes, cocinero, agricultor, sacerdote,
tejedor ; hábil y satisfecho con la tarea de elaborar o disponer de una cosa u
otra de acuerdo con su naturaleza, formación y capacidad. En la cultura popular
es la obra maestra, la obra bien hecha y no el genio lo importante; así como el
genio es el exponente máximo de la individualidad, la obra maestra en la
cultura popular es por el contrario el exponente de la socialidad, es la prueba
de un aprendiz para ser maestro, para ser miembro de un gremio, para integrase
activamente en la sociedad. Habitualmente los miembros del gremio estaban
unidos de por vida, más que por intereses económicos y objetivos de producción
por un sentido ritual: tenían un santo
protector, un altar, un culto funerario, enseñas simbólicas, conmemoraciones,
rituales, reglas éticas, secretos profesionales, un sentido del honor e
impersonalidad en el trabajo, unos jefes cuya función solo podían ejercer
aquellos que tuvieran un nombre sin tacha y un nacimiento honorable, cuya
misión era hacer respetar las normas y deberes.
Las
consideraciones previas sobre la cultura popular pueden ayudar a particularizar
acerca de la cultura popular castellana, no sin antes indagar que puede
entenderse por pueblo castellano. Las consideraciones históricas al uso suelen
enumerar una serie de componentes étnicas humanas en el nacimiento de Castilla:
cántabros, visigodos, várdulos, hispano-romanos o mozárabes, con el correr de
los tiempos bereberes y con una imprecisión mucho más notable vascos, que de
ninguna manera existían como pueblo diferenciado en la época del nacimiento de
Castilla, ni tenían siquiera ese nombre. Pero ni las componentes étnicas, ni el
régimen económico agrario-pastoril, ni la geografía, ni los avatares históricos
son suficientes para explicar el nacimiento del pueblo castellano allá por el
siglo VIII, falta enumerar claramente el catalizador vital de todos esos
elementos que fue el cristianismo, él fue el atanor en que se forjó el pueblo
castellano y otros pueblos de la península. En este asunto no cabe especular
con evoluciones parciales más o menos progresivas, hay una visión de la
existencia y de la vida cristiana o no la hay, dicotomía un poco brutal pero
inexorable. El pueblo castellano y
cualquier otro pueblo no existió porque
evolucionaran poco a poco sus componentes, sino que existió a partir del
momento en que un catalizador espiritual lo puso en movimiento, algo tan simple
que acaso no de lugar a demasiadas elucubraciones y disquisiciones pero que es
así, otra cosa bien distinta sería el concepto de nación cuyo advenimiento fue
muy posterior.
Así
considerada la noción de pueblo surgida unánimemente de un catalizador
espiritual, responde más bien a la noción sánscrita de jana, pueblo unánime,
que no al griego etnos, que se refiere más bien a aspectos externos y
secundarios y menos aún a demos pura connotación cuantitativa que goza hoy de
prestigio sin igual. Desde esta perspectiva conviene esclarecer algunos tópicos
modernos proyectados sobre el pasado, uno de los cuales es el llamado mestizaje
cultural, que en el asunto que nos traemos entre manos viene a decir más o menos,
que el pueblo castellano fue una mezcla de cristianos, judíos y moros. Es
cierto que algunas elementos culturales y artísticos circularon entre los tres
pueblos de forma más fluida que en otras partes de Europa, que produjeron
corrientes artísticas tan importantes como el arte mudéjar con importantes
manifestaciones en Castilla, solo como muestra valgan la ermita de La Lugareja de Arévalo o
Santa Clara de Tordesillas. Esto no puede hacer olvidar que la esencia de la
cultura y del pueblo judío no son las canciones sefarditas, ni el estilo
arquitectónico de las sinagogas de Toledo, su esencia es la religión revelada
mosaica, que no deja precisamente muy bien parados a los gentiles, entre los
cuales incluye a cristianos y moros. Por su parte la razón última de ser de la
umma o pueblo creyente musulmán no son ni los arabescos de cerámica, ni la
mezquita de Córdoba, ni los pinchos morunos, ni el te verde sino la revelación
coránica, que excluye como enemigo al infiel y considera como pueblos de
segunda a los otros pueblos del Libro que son cristianos y judíos. Por tanto
puede hablarse de que en Castilla además del pueblo cristiano castellano, vivió
en ciertas épocas un pueblo judío y un pueblo morisco, unidos si pero no
mezclados como hoy día se pretende.
La
investigación histórica del siglo que acaba sobre los orígenes de Castilla ha
puesto de manifiesto que el pueblo castellano tuvo una organización
extraordinariamente libre y popular aunque el adjetivo sea una redundancia,
excepcional en la Europa
cristiana de aquel tiempo. Era ciertamente una sociedad estamental pero tanto
su estamento guerrero como su estamento eclesiástico eran de clara predominancia
popular, apenas existían aristócratas de alta alcurnia ni prelados eclesiásticos
de elevado rango ni grandes monasterios. Una de las causas que condicionó dicha
situación fue una larga guerra defensiva contra el Islam sin defensas
naturales. Caso distinto del vecino reino de León, cuyo estamento guerrero de
ascendencia visigótica era mucho más cerrado y exclusivo, y probablemente
también más eficiente militarmente que el guerrero popular castellano, de hecho
la reconquista avanzó mucho más rápidamente por las fronteras de León que por
Castilla. Pero la guerra popular castellana dejó una honda huella en la
cultura: los cantos de gesta y los romances, de los cuales nos ha quedado como
paradigma “El cantar del Mío Cid”, un arte de tipos o mejor aún de arquetipos,
en este caso el modelo del guerrero valeroso, justo, fiel y generoso;
conservada la memoria de las durante siglos por el pueblo surgió en Castilla
uno de los más sugestivos conjuntos poéticos de la literatura europea: el
Romancero, espléndida muestra de cultura popular que conmemora los orígenes de
la vieja Castilla en los romances viejos o tradicionales, como Fernán González,
los Infantes de Lara, el Cerco de Zamora, el Cid. Más allá de su autenticidad
histórica el romance es esencialmente una epopeya, así como la epopeya es un
mito, donde no es posible separar lo personal de lo impersonal, espacio vedado
a la pretensión estética o egoísta; mensaje destinado a todo hombre y
aprovechables según sus posibilidades, y
sin características individuales, puesto que el héroe es en el fondo una
manifestación particular o arquetipo de la providencia divina y por tanto del
ser. Nada más lejos de aquella atmósfera de peligro constante y de guerra que
el ideal burgués de bienestar y confort, así no es extraño que uno de los
adalides regeneracionistas del progreso material y burgués del siglo XIX,
Joaquín Costa, propusiera cerrar con siete candados el sepulcro del Cid. No
menos importantes fueron los romances juglarescos, con piezas maestras como el
romance del conde Arnaldos o el de Fontefrida, donde asoma una sutil sabiduría
esotérica que sorprende hasta a los fríos eruditos actuales. Unido al
romancero, o mejor inseparable de él surgió el cancionero popular anónimo, la
música instrumental pura no es una característica destacada de la cultura
popular, sino que más bien es una parte de algo superior en que canto y
narración son indisociables.
Quizá no fuera ajeno a ese talante
popular de la sociedad castellana, de los caballeros villanos, de las milicias
concejiles y de los concejos de Villa y Tierra, que fuera en Castilla donde más
densidad hay de toda Europa de ese estilo arquitectónico medieval eminentemente
popular que es el románico, buen indicio del sentido de la vida que imperaba en
la sociedad castellana. Aunque en realidad no es muy acertado pensar que “ in
illo tempore” todo era jauja, los embates al pueblo comenzaron desde tempranas
fechas, así en el 1.081 Alfonso VI promulga la Lex Romana que acaba
con el viejo rito cristiano mozárabe o hispano, cuyo origen remonta al
cristianismo primitivo y originario de la Hispania romana, que en muchos aspectos se podría
considerar ortodoxo en el sentido oriental del adjetivo, del que se perdieron
importantes manifestaciones de rito, liturgia y canto, del no se conserva más que unos libros de
música de cuya notación no se conserva la clave y que son por tanto
indescifrables. Aún se puede hacer una idea de lo que fue ese rito y de lo que
supuso su pérdida en las celebraciones mozárabes de la catedral de Toledo. Tal
ley promulgada significativamente por un
rey originario de León, Alfonso VI rey de León y solo por casualidades
históricas rey de Castilla, sustituyó de forma autocrática el rito
mozárabe por el rito romano, importado
por los monjes del Cluny, a lo que no
fue ajeno, como en todos los países del occidente europeo, un sentido de disciplina castrense propio de sociedades
guerreras, que encadenaron definitivamente a Castilla a los avatares históricos
de la Iglesia
de Roma, poseedora de fuertes connotaciones exclusivistas, burocráticas y
militares que tantas consecuencias habría de traer: Cisma, Cruzadas, crisis del
sigo XIII, Inquisición con hogueras, calabozos y potros incluidos, Reforma,
Contrarreforma, guerras de religión, misión expansionista obligada y coercitiva
etc.
En aquellos tiempos medievales se
manifestó curiosamente más que nunca la afinidad y hermandad de los distintos
pueblos hispánicos a pesar de tener regímenes políticos independientes; eran
entonces patentes los motivos de unidad cristiana, y por otra parte pone de
manifiesto que sin duda es más fácil el entendimiento de los pueblos
conscientes de su origen que no de las actuales naciones y estados. La
progresiva pérdida de irradiación y energía del cristianismo occidental no dejó
de tener repercusiones en el pueblo castellano como en todos los pueblos del
occidente europeo, la más importante de las cuales fue el ascenso imparable del
humanismo individualista. Como nota característica del arte popular castellano
cabe decir que un los tiempos posteriores al Renacimiento al ser Castilla un
país atrasado, de acuerdo con los
criterios burgueses modernos, conservó durante algún tiempo algunas
características del arte popular medieval tales como el anonimato del arte
gremial, incluso produjo entre otras alguna pepita de oro como la literatura y
poesía de esa mujer de pueblo que fue
Teresa de Ávila, que se le daba una higa la pretensión de poetisa sublime, o la capilla gótica de Mosén Rubí de
Bracamonte en Ávila, la misma ciudad de la santa, una de las últimas
construidas por los gremios de la masonería operativa.
Declinante el cristianismo y
ascendiente el humanismo y convaleciente por tanto el fundamento del pueblo, la
convivencia social comenzó a buscarse progresivamente en el derecho y la ley
exclusivamente humana, a veces demasiado humana, considerada como pacto social,
como atrevido intento de frágiles reciprocidades, es decir: de garantizar la libertad, más concebida como
una ausencia de coerción y cortapisas, cuando no como capricho más o menos placentero e ilusorio, que no como una
liberación absoluta de las condiciones limitantes de vida y muerte a que
aspiraba el cristianismo originario; de garantizar la igualdad, entendida como
comparación y no como unidad de procedencia y origen divino y finalmente de
intentar garantizar la fraternidad, intento mucho más ilusorio y evanescente
cuanto que la fraternidad residual de los pueblos provenía más de su pasado de
pueblo cristiano que no de pacto social alguno, espejismo que al faltar
principios de orden sagrado y metafísico ha dado lugar a una inflación de
moralismo asfixiante en las naciones occidentales. Así pues a una conciencia
progresiva de nación, humana, territorial, externa y temporal, corresponde una
pérdida progresiva de conciencia de pueblo, de origen, unidad y libertad
divina, ilimitada, interna y eterna. Pueblo y nación, como correspondientes a
tradicional y moderno respectivamente,
no son en absoluto términos sinónimos, a menos de reducir deliberada y
malintencionamente la noción de pueblo, de jana, a la mera
acumulación de características individuales o a la masa numérica, es decir a
demos, cómodo instrumento así de maniobras políticas de dudosa ejemplaridad y
elevación de fines. La estabilidad popular devenida exánime se convierte en el
frágil equilibrio nacional, temeroso y por tanto peligroso frente al extraño no
incluido en la nación e inquieto ante el ciudadano nacional que acaso quiera en
el fondo menos libre, igual y fraterno de lo que proclama. Y así devenida
España poco o nada quedó de la verdadera Castilla de su pueblo y de su cultura,
salvo ditirambos elogiosos y distorsionados que de cuando en cuando se
proclamaban para glorias un tanto sospechosas.
Un mal entendimiento del sentido de la
tradición donde ha desaparecido de escena la dimensión de la trascendencia y
solo queda la dimensión inferior de la historia, adornada a veces con
aditamentos fantásticos, ha dado pie para acusar con cierta razón que el reclamo del pasado, con la
divinización de sus glorias y sus héroes, adorados con incienso de veneración
idolátrica que tiene más de funeral de apolillados difuntos que de
conmemoración de lo eterno, viene finalmente a dar en lo que Chesterton llamaba
democracia de los muertos, que demasiadas veces ha exigido cual implacable
Moloch la muerte de los vivos, frecuentemente demócratas vivos. El recuerdo,
que no la identificación con el pasado, tan solo trata de preservar una
sabiduría intemporal irreducible a circunstancias de lugar y tiempo, bien
expresado en un adagio tradicional:
“No
sigo a los antiguos,
busco
lo que ellos buscaban”
R.E.S.