Cruda realidad / Las mujeres
acabaremos con la Ley de
Violencia de Género
Esa ley que parece privilegiarnos se puede usar contra un hombre al que amamos,
un marido, un novio, un padre, un hermano, un hijo, un amigo. Y está sucediendo,
cada vez más. Y eso, estoy convencida, es lo que ayudará a crear masa crítica para
acabar con este disparate
Siempre me ha puesto muy nerviosa esa persona, más común ahora que en otra épocas, que responde a
cada verdad estadística con un “pues yo tengo un primo…”. A nadie nos interesa tu primo (o tu cuñado, o
el amigo de tu vecino); en nada invalida una regla la existencia de una excepción, más bien, si atendemos
al dicho, lo contrario.
Pero, ay, las estadísticas también las carga el diablo, que las venden de todos los colores y para cualquier
ocasión, y está el establishment progre tan desesperadamente activo comercializando su mercancía averiada
que también estas hay que tomarlas cum grano salis, y darles vueltas y revueltas para ver cómo se hicieron y
qué historia cuentan de verdad. Porque si el INE me jura que se han producido más zapatos por habitante
que nunca en la historia y yo no hago más que ver gente descalza por la calle, lo natural es cuestionar
el dato.
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Me pasa con lo de las denuncias falsas. Los partidarios de la nefasta Ley de Violencia de Género, que pone
fin a miles de años de garantías jurídicas en Occidente, tiran mucho de una estadística de la Fiscalía según la
cual tales denuncias falsas se reducen al ridículo porcentaje de un 0,001%. No es que no me lo crea: es que
es absolutamente increíble, de entrada.
Está la evidencia anecdótica de que hablaba antes en el caso de los descalzos: si una sabe de un conocido que
ha sido falsamente acusado de violencia doméstica, puede achacarlo a la casualidad y hasta sentirse
sorprendida de haber entrado en conocimiento de semejante ‘rara avis’ -¡un 0,001% solo, y voy y le
conozco!-; pero si los casos alrededor se multiplican, la casualidad empieza a entrar en el terreno del
milagro.
Concluir que las mujeres, por el contrario, no mentimos jamás, como cacarean las feministas y repite la propia vicepresidente del Gobierno, no solo se opone a lo que todos sabemos desde siempre, nos convierte a las mujeres en seres angelicales y rompe por completo el discurso de la igualdad con los hombres
Pero en esto prefiero incluso el análisis a priori, es decir, razonar sobre si tal resultado es siquiera posible
en su planteamiento. Y, como nos pasaba cuando analizábamos la ‘brecha salarial’, la cosa no tiene sentido
desde el origen. Si el ordenamiento jurídico exige a quien acusa que pruebe sus acusaciones es precisamente
porque la gente que tiene un incentivo para mentir lo hace con irritante frecuencia. Y hay miles, miles de
motivos.
Concluir que las mujeres, por el contrario, no mentimos jamás, como cacarean las feministas y repite la
propia vicepresidente del Gobierno, no solo se opone a lo que todos sabemos desde siempre, nos convierte
a las mujeres en seres angelicales y rompe por completo el discurso de la igualdad con los hombres, sino
que ni siquiera es algo que crean las propias instituciones en cualquier otra instancia.
Esa cifra fantástica corresponde a las mujeres condenadas en firme por denuncia falsa, pero que de todas las denuncias, solo dos de cada diez terminan en condena
Si el Estado que Carmen Calvo representa creyera eso de que “a las mujeres hay que creerles siempre sí o
sí”, no nos exigiría papel alguno en nuestra declaración de la renta. Bastaría que declarásemos cuánto hemos
ingresado y, sin más comprobaciones, pagáramos lo que corresponde. Y es que no, ¿verdad?
E incentivos existen tantos como motivaciones humanas. Puede ser rencor contra el ex, pero no hace
falta llegar a la crueldad, porque también es método expeditivo para lograr la custodia exclusiva de los
hijos en caso de divorcio o, sencillamente, acelerar el proceso, algo que aconsejan algunos abogados
de pocos escrúpulos. También hay empleos reservados para mujeres maltratadas, acceso a
vivienda, concesión de ciudadanía y otros incentivos absolutamnte obvios.
Luego una rasca y descubre que no, que esa cifra fantástica corresponde a las mujeres condenadas en
firme por denuncia falsa, pero que de todas las denuncias, solo dos de cada diez terminan en condena,
con lo que, o bien la Justicia española es la peor del mundo, o buena parte de esas ocho denuncias
que no prosperan -y por las que ninguna mujer responde- sean falsas.
Un tuitero con muchos seguidores ha pedido en Twitter que los varones que han sido objeto de injusticias
notorias a partir de la Ley de Violencia de Género refieran su caso en la red social. Aclaro: mi actitud hacia
cualquier historia personal que leo en redes sociales es de absoluto agnosticismo. Nada absolutamente
me impide empezar un mensaje en ellas con las palabras “como catedrático en Física Nuclear creo que…
” o de colar como vivencia personal una novela por entregas.
Ni creo ni descreo, pero me ha interesado especialmente una historia por la sencilla razón de que, aunque
fuera falsa, puede ocurrir en cualquier momento y, de forma muy similar, ha sucedido a gente que me es
cercana.
No voy a copiar entero el testimonio, porque es largo, bastantes tuits, y porque ustedes mismos pueden
encontrar el hilo en su cuenta, @mamadrastras, pero si me ha interesado especialmente es porque quien
escribe es -o se supone que es, ya digo que es irrelevante- una mujer, la segunda pareja de un separado que
de sopetón recibe la denuncia, la llegada de la policía y el calvario habitual. “Le sacan de casa esposado.
En el parque de la urbanización están tus vecinos, que ven la escena. Se hacen corrillos, miran… llaman
a los niños para que vayan con ellos. Esos niños que juegan con tu hijastra cada tarde. Al salir ves 3 coches
patrulla. Pocos para recoger pedazos”.
Y me interesa porque estoy convencida de que seremos las mujeres, por nuestro propio interés, las
que echaremos abajo esta funesta ley que hemos recibido con indiferencia o aplauso por un mecanismo
psicológico muy evidente.
Imaginen una España futura en la que los cristianos, reducidos a una minoría absoluta, son maltratados
y discriminados y un gobierno considera que, tratándose de una minoría marginada y objeto de ataques
desproporcionados en número, decide que cuando un cristiano acuse a un no creyente de daño físico o
psicológico, se le crea de entrada y se meta en el calabozo al presunto agresor.
Bien, usted es un cristiano y probablemente considere la medida un disparate. Pero, en fin, está también
harto de que se le insulte y veje y, qué diablos, nunca se sabe cuándo va a venir bien echar mano de una
ley que nos beneficia. ¿Entiende? Puede pensar que no va a necesitar la ley, pero que no le viene mal
algo que le favorece personalmente.
Creo que muchas mujeres, y no pocos hombres, han visto así la Ley de Violencia de Género. Pero como
hemos dicho en otras ocasiones, hombres y mujeres no somos como razas distintas o clases o
nacionalidades diferentes que, mal que bien, pueden permitirse vivir apartadas. Y lo
que parece favorecernos hoy puede ser nuestra ruina mañana.
Eso es lo que veo más a menudo. Ya no son solo hombres los que se quejan de la ley, ni solo mujeres
que parten del disparate teórico y jurídico que supone, sino de amargas experiencias personales,
como la de @mamadrastras. Porque esa ley que parece privilegiarnos se puede usar contra un hombre al
que amamos, un marido, un novio, un padre, un hermano, un hijo, un amigo. Y está sucediendo, cada
vez más. Y eso, estoy convencida, es lo que ayudará a crear masa crítica para acabar con este disparate.