La opinión de Juan Manuel de Prada
La segunda fase
Día 03/12/2013 - 06.10h
SIEMPRE había pensado que el sarcasmo más sangrante que puede inspirar la desgracia ajena se encontraba en el Lazarillo, cuando el clérigo avariento que mata de hambre al protagonista le tiende unos huesos roídos por el mismo y le dice: «¡Toma, come, triunfa, que para ti es el mundo!». Pero esta semana el ministro Guindos se ha despachado con frases al menos igual de sarcásticas y sangrantes:
—Lo que se hizo hace año y medio ha dado frutos, pero el esfuerzo de perfeccionamiento tiene que completarse con una segunda reforma laboral.
Los frutos de la primera reforma laboral podrían resumirse diciendo que cuando entró en vigor había en España cien mil desempleados menos que hoy. Dato que, en abstracto, puede hacernos creer que ha sido casi inocua, si no fuera porque cuando empezó a aplicarse parecía imposible que todavía pudiera destruirse más empleo, después de las escabechinas de años anteriores. Pero, más que por esos cien mil empleos escabechados, sería interesante analizar los frutos de la primera reforma laboral considerando cómo eran los empleos que ha permitido destruir y cómo los que ha creado: comparar, por ejemplo, el nivel adquisitivo de unos y otros, sus condiciones de contratación o las garantías que asistían al trabajador despedido entonces y ahora. Comprobaríamos que, en efecto, la primera reforma laboral ha dado sus frutos, aunque sean frutos envenenados para el trabajador, que ha visto cómo lo convierten en un instrumento del que se puede prescindir fácilmente, para ser sustituido por otro que esté dispuesto a trabajar –a modo de pieza de recambio– en condiciones más indignas y a cambio de un salario más miserable. Asegura el ministro Guindos que tal reforma ha logrado que «la percepción de España sea, desde el punto de vista laboral, muy atractiva para la inversión extranjera»; pero aún hace falta, para que esa percepción sea totalmente fetén, un «esfuerzo de perfeccionamiento». Con un par.
Guindos entiende el trabajo como un mero instrumento de producción; y así, su depauperación le importa una higa, con tal de que atraiga «inversión extranjera» (o sea, ventajistas que se aprovechen de la explotación del trabajador español). Escribían Gustave Thibon y Henri de Lovinfosse en su obra Solución social que el fin supremo de la economía «no es producir, ni exportar a cualquier precio, pues puede que se logre quizás producir y exportar más a costa de imponer a los trabajadores cargas intolerables. (…) Cuanto peor se pague al trabajador menos podrá consumir y vendrá el marasmo económico y con él el paro, que tanto daña tanto al empresario, cuyas empresas se vienen abajo, como al capitalista, cuyos recursos se le harán estériles». Pero Thibon y Lovinfosse escribían su obra cuando las economías eran nacionales; la globalización permite que la economía de un país se destine a la producción, mediante una mano de obra mal remunerada, aunque no haya consumo: así ha hecho el Occidente opulento deslocalizando sus empresas y pagando sueldos misérrimos a africanos o europeos del Este; y este es el papel que ahora se le ha asignado a España. Que un ministro español muestre su satisfacción ante este fenómeno es, en verdad, sangrante; y resulta amedrentador que ahora se disponga a lanzar una «segunda fase» que complete el «esfuerzo de perfeccionamiento». En ese sintagma, tan modosito, tan científico, tan aséptico, tan eufemístico, hay algo de aquello que Hannah Arendt llamaba «banalidad del mal». Ya sólo falta que, cuando la «segunda fase» empiece a funcionar, Guindos diga a los trabajadores: «¡Tomad, comed, triunfad, que para vosotros es el mundo!».