Juan Manuel de Prada
Una secretaria judicial se ha declarado partidaria de perseguir el piropo, aduciendo que «supone una invasión a la intimidad de la mujer» y que «nadie tiene derecho a hacer un comentario sobre su aspecto físico». Sospecho que esta buena mujer confunde el piropo con la grosería burda y soez, porque no conozco a ninguna mujer española a la que le ofenda el piropo, como no conozco a nadie en sus cabales a quien le amargue un dulce. Los piropos halagan a la mujer sin complejos que los recibe, que gusta de ver celebrada espontáneamente su belleza, aunque a veces ensaye un mohín de disgusto (pero es mohín de coquetería); y la mujer sin complejos que ya no los recibe añora los piropos de antaño, cuyo recuerdo guarda como un tesoro.
Piropo significa, literalmente, 'fuego' en griego; y es como un beso de fuego que se arroja a la belleza que pasa desprevenida a nuestro lado, incendiando de rubor sus mejillas. El piropo es un impulso de la más delicada y noble estirpe, porque además de denotar finura de espíritu en quien lo improvisa (y hay piropeadores con una inspiración poética que ya quisieran para sí muchos versificadores coñazos) es desinteresado, ya que no busca recompensa (aunque conozco alguna mujer que se quedó tan prendada de la elegancia de un piropo recibido en la calle que llegó a casarse con el piropeador). El piropo es el más bello hijo de la galantería, injertada en el efusivo carácter español, que necesita conmemorar poéticamente la belleza fugitiva (y por eso Eugenio dOrs definió el piropo como «madrigal urgente»). El piropo es todo un género literario, aunque sea de transmisión oral; y pretender perseguirlo legalmente es tan desquiciado como pretender prohibir el ditirambo. Que se persiga la grosería bestial me parecería bien, como me parecería bien que se prohibiera el vómito bilioso de los zoilos, porque ambos denotan amargura y bajeza moral; pero la grosería es al piropo lo mismo que el fariseísmo a la santidad o la bravuconería a la valentía. Y no veo yo la razón por la que los santos y los valientes deban recibir el castigo que merecen los fariseos y los bravucones.
Fuera de los países latinos el piropo no se entiende y se toma por «invasión de la intimidad» y todas esas majaderías políticamente correctas de la secretaria judicial. He aquí un subproducto del puritanismo protestantoide, que nunca pudo piropear a la Virgen María (¡llena de gracia!), ni venerarla bajo las mil bellísimas advocaciones que por estas tierras se estilan, y terminó pensando desquiciadamente que todo piropo era cosa sucia y malintencionada; legado aciago que luego el negociado feminista haría suyo. Julio Camba contaba la anécdota de una escritora inglesa que, paseándose por Cádiz, fue piropeada muy galanamente por un gaditano, lo que provocó sus iras; y airada fue a denunciar al piropeador ante un guardia urbano, quien a su vez la piropeó también, provocando que a la escritora inglesa le diese un telele de furia (tal vez fuese tan fea que sospechase que los piropos eran sarcasmos). Esta anécdota demuestra que los gaditanos, amén de finísimos guasones, son gente muy sufrida y abnegada, porque hay que tener muchas tragaderas para piropear a una escritora inglesa.
Yo no acabo de entender por qué llamar 'guapa' a una mujer, si se hace -como exige el piropo- de forma ingeniosa y admirativa, pueda ofenderla e «invadir su intimidad». Puedo entender, en cambio, que el piropo ofenda a la mujer que no lo recibe, como a Hera y Atenea ofendió el juicio de Paris, hasta el extremo de que se coaligaron para amargarle la vida (y, con la suya, la de todos los troyanos); y es que nada hay tan temible como el enojo de la mujer despechada a la que han hecho sentirse fea. En este sentido, mucho más eficaz que perseguir el piropo sería declararlo obligatorio por ley, de tal modo que no hubiese mujer que no recibiese piropos al pasearse por la calle; y además debería exigirse (¡con amenaza de sanción en caso de incumplimiento!) esmero y entusiasmo al piropeador, para evitar que su piropo pareciese desganado o fingido. Así no habría discriminación alguna para las mujeres, que lejos de sentirse «invadidas en su intimidad» se sentirían unánimemente halagadas; y los hombres aguzaríamos el ingenio una barbaridad, que falta nos hace, porque la contaminación de la corrección política nos ha tornado insípidos y ramplones delante de las mujeres, por miedo a enojarlas, y chocarreros y bestiales cuando ellas no están delante, por encono de machitos resentidos. ¡Piropos que quemen en los labios y hagan arder las mejillas es lo que necesita este pueblo que se ha ido quedando sin fuego, y no majaderías políticamente correctas que vengan a apagar su rescoldo moribundo!