En España, las autonomías han producido que haya más políticos que médicos, policías y bomberos juntos.
El mensaje único de lo políticamente correcto impone a los españoles una celebración que a priori anestesia cualquier análisis. Es cierto que el próximo 6 de diciembre habrán transcurrido 40 años desde que la Constitución obtuviera el respaldo del 88% del 67% que votó de cuantos españoles podían votar, pero de ahí a que sea motivo de merecida celebración en 2018 hay una gran diferencia. El amplísimo respaldo en referéndum que tuvo la Carta Magna demostró inequívocamente en 1978 el anhelo de democracia que había en aquellos momentos, cosa en lo que los españoles del siglo XXI coincidimos plenamente. Sin embargo, lo que es cuestionable es si la efeméride debemos calificarla como celebración. Porque celebrar lleva implícito alabar, festejar y elogiar y si alabamos y elogiamos a la democracia de España en 2018, seguramente nos estaremos confundiendo. Que no nos nuble el juicio el compartido deseo de libertad de ayer y de hoy, y evaluemos pues con responsabilidad qué hemos hecho con esa libertad que asumimos. Precisamente eso, aclarar el juicio, es lo que me propongo en este artículo de opinión.
Aparte de haber vivido en libertad, que no es poco, ¿ha servido para algo más la democracia? Porque si la respuesta a dicha pregunta es negativa, lo que se celebraría cada año sería únicamente que ya no estamos bajo una dictadura, que es lo que anhelaron principalmente quienes votaron SÍ en aquel referéndum de 1978, con lo que habría que concluir que habríamos avanzado nada, y por ahí van los tiros. Solo dos Partidos políticos han gobernado en este período. Quien se autodenomina socialista obrero ha arruinado dos veces a España y ha disparado el paro siempre que ha estado en el Gobierno a límites jamás vistos hasta cada uno de esos momentos.

Por si fuera poco, y para mayor escarnio de los auto calificados socialistas, ese Partido ha protagonizado, cada vez que ha tocado poder, la mayor corrupción de este país, con casos como los de los descarados robos de miles de millones de euros públicos a los más desfavorecidos, los parados. Pero, por otro lado, quien se autodefine humanista cristiano y liberal en lo económico, el otro Partido político, además de haberse subido también al tren de la corrupción, como el socialista, ha demostrado que ni defiende el derecho a la vida, con lo que de cristiano tiene lo que yo de astronauta, ni aplica principios liberales en la economía, pues en su última oportunidad de gobernar España, incluso con mayoría absoluta, incrementó la deuda pública en más de 400.000 millones € y disparó los impuestos, lo cual demuestra su insólita traición al liberalismo económico y su bochornoso abrazo a las siempre fracasadas recetas socialistas a lo largo de la historia de la Humanidad. Más claramente, el Partido Popular es quien ha incrementado más, y más rápido, la deuda pública y quien asimismo ha elevado más la fiscalidad en un menor intervalo de tiempo. Con lo que de liberal en lo económico tiene lo que yo de violinista.
Dejando de lado, y cuesta mucho, los aspectos económicos que nos llevan a concluir por ejemplo que en 1978, con un PIB ocho veces menor, España tenía la mitad del paro que tiene en 2018 o que la deuda pública de cada español era de 3.000 € frente a los casi 25.000 € que asumimos los españoles de 2018, y analizando otros aspectos, vemos que el desolador panorama no se limita a las finanzas, sino que se extiende a otros órdenes.
Por ejemplo, el insostenible estado autonómico que desde 1978 hemos desarrollado. La Constitución permitió desarrollar una monstruosa estructura institucional y empresarial pública que arroja como resultado que la España de 2018 tenga 1 político por cada 115 ciudadanos frente al 1 por cada 325 de Francia o al 1 por cada 800 de Alemania. En España, las autonomías han producido que haya más políticos que médicos, policías y bomberos juntos; o que en EEUU, que tiene 325 millones de habitantes frente a los 47 de España, haya 412 coches oficiales frente a los 12.000 de España.
Esta megalomanía institucional que ha permitido desarrollar la Constitución de 1978 no se detiene en las someras, pero impactantes, cifras que he proporcionado anteriormente. El delirio de grandeza, cual si país infinitamente rico se tratara, también abarca, por ejemplo, proporcionar sanidad universal a cualquier inmigrante ilegal que jamás haya cotizado, incluyendo las pruebas diagnósticas más avanzadas y las intervenciones quirúrgicas más costosas, cosa que nos convierte en algo completamente insólito en el contexto internacional. También damos vivienda y dinero público a quienes entren por una de nuestras fronteras con la intención de quedarse, vayan a aportar o no a España. Pero el infinito buenismo en el que estamos instalados permite que se pueda quemar la bandera de España o insultar públicamente a cualquier símbolo o institución del Estado, sin que ello tenga consecuencia alguna para quien lo haga.
Por último, es preciso entender la triste realidad que vivimos hoy y que definitivamente niega taxativamente que los españoles tengamos en 2018 una democracia saludable y, por tanto, alabable. Dicha realidad es la que tanto el PSOE como el PP han permitido durante décadas a los separatistas, pactando con ellos siempre y tolerando su presencia en todas las instituciones del estado. La democracia española, bajo el paraguas de la Constitución, permite que quienes tienen como objetivo acabar con la democracia y con la propia Constitución estén en el Senado, en el Congreso y en los 17 Parlamentos y Gobiernos autonómicos para consumar impunemente sus bastardas intenciones.
Comunistas que sueñan con dictaduras marxistas leninistas para España y violentos independentistas radicales, que fantasean con la liquidación de la soberanía nacional de los españoles, se han aprovechado y aprovechan de la debilidad y ganas de poder de los dos únicos partidos políticos que han gobernado en España. Nadie puede festejar en nombre de la democracia una situación de golpe de estado crónico cuya respuesta es nula por parte de ese Estado. España y su democracia viven en 2018 una auténtica vergüenza sin parangón entre los países con democracias avanzadas.
La parte buena, no quiero acabar este artículo sin mentarla, es que no está todo perdido. La posible reversibilidad del lastre autonómico y la consecuente viabilidad económica de España; la cierta recuperación de todas las competencias autonómicas por el Estado y el derivado giro hacia la igualdad real de todos los españoles, y el rescate del patriotismo democrático español naufragado son realmente posibles. Asimismo, se puede acabar, con todas las herramientas democráticas que brinda la propia Constitución española, con el golpe de estado que sufre España. Todo está en nuestras manos y solo si conseguimos estar a la altura del histórico reto, solo en ese caso, será cuando podremos verdaderamente celebrar la onomástica de la Constitución de España. No antes.