La representación política y el sistema
2 diciembre, 2014
De lo que prometí hablar es de la representación y de la
participación política, que es uno de los terrenos donde los indignados
parecían sentirse más insatisfechos. Y en eso, los que se quejaban el 15 de
marzo no hacían más que poner de manifiesto un sentir común a otros muchos.
Representar en el ámbito de la acción consiste en hacer algo en
lugar de otro, cuando éste no puede hacerlo por sí mismo. La acción propiamente
humana, o racional, presupone una decisión deliberada que sopesa las ventajas y
desventajas de cada acción posible antes de ejecutarla. Atendiendo a esto cabe
diferenciar dos modos de representación. El primero consiste en sustituir a
otro en todo el proceso, desde la deliberación a la ejecución. Eso
ocurre, de manera radical, por ejemplo, cuando un tutor es nombrado para hacer
las veces de una niño o de un demente; pero también cuando el representado
nombra él mismo al representante, pero deja completamente en sus manos la dirección
de sus asuntos, en razón de su propia incapacidad o por la causa que sea. El
otro modo de representación es el que podemos llamar mandato. Consiste en
transmitir y, si es caso, defender, la decisión ya deliberada y tomada por el
representado. Así, los abogados o los albaceas, además de ser elegidos por la
persona a la que representan, están obligados a hacer lo que previamente éstos
han decidido.
Aunque sólo sea en los distintos ámbitos de la vida familiar, en
la comunidad de vecinos o en nuestro trabajo, todos tomamos decisiones
conjuntas, habiendo previamente discutido con otros miembros de la misma
sociedad los pros y los contras de lo que cabe hacer. En esas sociedades
inmediatas, cada uno empieza por representarse a sí mismo; pero, por poco
amplia que sea la sociedad de que se trate, muy pronto se hace necesario
delegar en alguno la representación ante otros organismos. Así una comunidad de
propietarios o inquilinos elige a uno de ellos para que defienda ante el
consistorio, o ante los tribunales, las decisiones previamente tomadas por la
comunidad. En esos casos cotidianos y triviales, aunque se ponen en juego
asuntos de escasísima importancia, si se comparan con los que trata el Gobierno
de la nación, nadie tolera que el representante tome por su cuenta decisiones
ajenas o contrarias a las que previamente ha tomado la comunidad en sus
reuniones. Y si el representante resulta infiel, la comunidad lo depone o le
demanda.
De estas consideraciones evidentes se puede colegir que el género
de representación naturalmente deseado por cualquiera, es lo que hemos llamado
mandato, mientras que, por lo general, se rechaza la representación
sustitutoria, hecha excepción de los casos en que se hace imprescindible.
En sus orígenes, la democracia, o gobierno del pueblo, no tenía
necesidad de representantes, dado que ese régimen político nació en las
pequeñas ciudades-estado de la antigua Grecia, donde las decisiones eran
tomadas por los ciudadanos directamente. La democracia liberal, bajo cuyo
régimen vivimos, en razón de la amplitud de las sociedades en que se da, exige
que el gobierno, supuestamente ejercido por los ciudadanos, se efectúe a través
de representantes electos. Parecería lógico que, si para cualquier cosilla de
poca monta exigimos que los representantes se atengan a nuestras decisiones,
cuando se trata del bien común de la patria lo exijamos con mucho más
rigor. Y, sin embargo, como es de toda evidencia, la representación de los
ciudadanos en los actuales parlamentos democráticos es a la manera de la sustitución
y no del mandato. Toda posibilidad de influencia sobre el gobierno se reduce a
una elección periódica, que depende exclusivamente de factores irracionales,
como las esperanzas que pueda despertar un partido político, atendiendo a un
programa que no tiene obligación alguna de cumplir; o a la atracción de un leader capaz de
engatusar con su aspecto o su verborrea.
Los partidos políticos que mediatizan la representación del pueblo
lo hacen como el tutor de un niño cuyas opiniones no merece la pena consultar.
En las elecciones nos ofrecen listas precocinadas, que no cabe alterar, y ponen
todas las trabas posibles para a la presentación de candidatos minoritarios;
tras ellas el ya presidente del gobierno, y su partido, tienen, de hecho, las
manos libres para dirigir todos las aspectos de nuestra existencia, sin más
límite que el que ellos mismos quieran imponerse, pues no hay cauce alguno
eficaz para influir sobre sus decisiones.
Algún ingenuo todavía será capaz de creer que la Constitución de 1978 establece unos
límites infranqueables, sin darse cuenta de que sus artículos son
voluntariamente ambiguos y elásticos. Sólo un ejemplo: el artículo 31 dice que
el sistema tributario «en ningún caso, tendrá carácter confiscatorio». Pero
como eso es cuestión de unos porcentajes que no se indican, resulta que si el
límite de lo confiscatorio lo fija el Gobierno en un 99% de nuestros bienes y
sueldos, se cumple la supuesta norma. Y, si por casualidad la Constitución
ofrece alguna dificultad, en manos de los partidos está cambiarla. Nada cabe
esperar del Tribunal Constitucional, cuyos miembros están designados por los
partidos, ni tampoco de la libertad de expresión y manifestación. ¿Qué efecto
han tenido, por ejemplo, las inmensas manifestaciones contra el aborto, fuera
de las molestias que producen en el tráfico? A los ciudadanos descontentos sólo
les queda esperar unas nuevas elecciones, que sólo serán racionales en cuanto
rechacen el gobierno precedente, pero serán tan irracionales como las
anteriores en su apuesta por otro candidato. Porque la deliberación, la
decisión y la ejecución quedarán de nuevo en manos del partido elegido.
Todo esto es trivial para el que no desee engañarse, pero conviene
recordarlo a quienes creen que, con apoyar un nuevo partido, puede darse un
vuelco al sistema representativo. Eso no producirá más que una de las
convulsiones de anarquía o dictadura que sufre el sistema periódicamente y que,
en caso de triunfar
Podemos,
podría conducir a un sistema de tipo soviético, pero sin las pocas virtudes
(comparativamente hablando) que éste pudo tener.
La única transformación verdaderamente antisistema sería devolver
su verdadero valor a la democracia directa y a la representación entendida como
mandato. Ambas cosas se complementan: la democracia directa debería darse, a su
manera, en cuantas sociedades, más o menos pequeñas, desarrolla su vida el
común de los mortales. Sobre las cuestiones que atañen a esas comunidades, como
el barrio, el municipio o el trabajo, tiene cada uno una opinión mucho más
acertada que la que puede ofrecer cualquier instancia superior de gobierno. Si,
a su vez, las decisiones comunes de las sociedades inferiores, en lugar de
quedar limitadas al uso interno, pudieran transmitir sus peticiones y
necesidades las sociedades en que se engloban —comarca, región o reino,
sociedades laborales, confederaciones— de modo que, escalón por escalón,
tuvieran voz en las Cortes sin mediar partidos, se podría decir que todos
tendrían la debida participación en los órganos gubernamentales.
Esta es la forma de representación defendida por una tradición de
sensatez multisecular, que tiene sus antecedentes en las fuentes más remotas
del pensamiento político occidental. Esta es la doctrina sostenida hoy por el Carlismo, que no se contenta con concebir
abstractamente al hombre como elemento del conjunto social del que surge el
Estado, sino más bien como ser sociable, enraizado en su patria a través de sus
hijos, de su familia, de su pueblo y su trabajo; y que, por eso mismo, pone a
la patria por encima de todo ello.
Esta forma tan natural de participación política, cuyas ventajas,
fríamente consideradas, deslumbran por su evidencia, ha sido voluntariamente
postergada y desprestigiada desde los tiempos de la Revolución Francesa, cuando
triunfaron las ideas de Locke y Rousseau. En su designio de acabar con la
sociedad precedente, recurrieron al ya viejo mito del hombre primitivo que,
tras vivir solitario, libre e igual a sus semejantes, pactó la constitución de
una sociedad en orden a hacerse más fuerte. A ella entregó los derechos que le
asistían en su estado original, de modo que una voluntad general vino
substituir a la suya individual, hasta el punto de que debiera sentirse
personalmente libre cuando el gobernante por él elegido tomara cualquier
decisión, por perjudicial que individualmente le resultase. Tras este mito late
la idea racionalista de un organismo de poder —el Estado— que, por aunar
la voluntad de todos los individuos, tiene la ilimitada facultad de organizar
la sociedad, sin consideración hacia las sociedades formadas naturalmente, cuya
existencia sólo podrá ser tolerada, en la medida en que Estado no crea
conveniente absorber sus funciones.
En la
teoría tradicional, fundada en la experiencia de lo históricamente realizado,
las sociedades más amplias se legitimaban desde las inferiores abajo, hasta
culminar en un poder supremo, al que juraban acatamiento, a condición de que él
jurase también respetar sus fueros y autonomía. A esto opone el derecho
revolucionario un gobierno de poder omnímodo directamente adquirido de los
individuos. Y, para ello, recurre al mito ancestral del pacto constituyente,
sobre la cual se asienta aquel hondo prejuicio, ya denunciado, que identifica
al gobierno, o al Estado, con el único sujeto posible de la acción política y
social. Ese es el prejuicio que pide ser vencido cuando aflora de manera
natural la indignación por el abismo entre las gentes y los gobernantes y se
desea, con toda justicia, cambiar el sistema.
Unos objetan a esto que se trata de una solución reaccionaria, que
pretende un imposible retorno al pasado, pero ¿cabe mayor retorno que volver a
la situación, previa a toda historia comprobada, del hombre primitivo y
solitario? Otros dicen que es cosa casi imposible realizar hoy un cambio tan
profundo, pero ¿acaso la Revolución no supuso un cambio mucho más radical y
antinatural?
José Miguel Gambra