Jordi Pujol y Oriol Junqueras
Desde que hace 35 años Jordi Pujol tomase al asalto el Palau de la Generalitat, los catalanes han sido sometidos a un incesante bombardeo acerca del hecho diferencial. La pertinacia con la que se nos ha reiterado ese hecho diferencial ha obrado el milagro de que aceptemos como algo natural su permanente invocación.
Pocas veces se ha reparado, sin embargo, en que la reivindicación de la diferencia es, en realidad, una proclama de la propia superioridad, pues solo quien se considera superior insiste en diferenciarse del prójimo tan obstinadamente como el nacionalismo ha venido haciéndolo; nadie reclama su diferencia para reivindicarse inferior. Cuando desde el separatismo catalán se insiste en el “hecho diferencial” a lo que se da rienda suelta es a algo tan parecido a la xenofobia y al racismo que cuesta diferenciarlo.

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¿Racismo en el nacionalismo catalán? Cuando el pasado mes de julio el dirigente de ERC Oriol Junqueras manifestó que, genéticamente, los catalanes estaban más cerca de los italianos y de los franceses que de los españoles, no fueron pocos lo que mostraron su estupor; para una amplia mayoría, la argumentación de tipo racial estaba ausente de los planteamientos del separatismo catalán. Resultaba impactante que un separatista empleara con sentido político un dato étnico.
Pero lo cierto es que no era la primera vez. Heribert Barrera, un líder histórico de su partido, Esquerra Republicana de Cataluña, había efectuado en el pasado reciente valoraciones abiertamente racistas acerca de las diferencias de inteligencia entre blancos y negros e insistido en que había que “esterilizar a los débiles mentales a causa de un factor genético”.
Barrera sostenía un nacionalismo de matriz claramente etnicista, de acuerdo al cual había que impermeabilizar Cataluña ya que “si continúan las corrientes migratorias, Cataluña desaparecerá; hay que evitar la inmigración no catalana”.
Jordi Pujol: “El andaluz es un hombre poco hecho, un hombre que hace cientos de años que pasa hambre y vive en estado de ignorancia y de miseria cultural”
Todavía estaba muy fresco el recuerdo de unas palabras de Jordi Pujol, escribiendo al respecto de la inmigración interior ya en los años 70: “El hombre andaluz es un hombre anárquico. Es un hombre destruido, un hombre poco hecho, un hombre que hace cientos de años que pasa hambre y vive en estado de ignorancia y de miseria cultural, mental y espiritual. Es un hombre desarraigado, incapaz de tener un sentido un poco amplio de comunidad”.
No hay que forzar la realidad para identificar a los emigrantes en el texto de Heribert Barrera como aquellos a quienes execra Pujol en su texto: los andaluces.
La idea no era nueva. El doctor Martí había comenzado, un siglo antes, a hablar en un inconfundible lenguaje de “higiene social” para impedir la entrada de “los degenerados y productos de razas inferiores -y además, decadentes- que se han introducido en Cataluña ejerciendo la acción desorganizadora que en todas partes realizan los elementos biológicos degenerados”.
Había que aislar a la raza catalana, según Almirall, porque “muchos de los defectos que muestra le han sido contagiados; para regenerarse ha de empezar por deshacerse de todo lo postizo que le ha sido impuesto”.
De estas consideraciones derivan los alegatos de Casas Carbó y de Lluhí y Rissech, que se deslizan hacia el racismo más abierto: “la autonomía es una idea simpática a los elementos de raza aria de España y es terriblemente antipática para los elementos de raza semítica”.
La raza semítica juega un papel abyecto en el imaginario secesionista catalán, lo que es resumido por Pompeyo Gener en el aserto que reza: “el hebreo es el esclavo por naturaleza”.
El castellano es el judío peninsular. Como tal, se halla más allá de toda redención. Pronto, sin embargo, los teóricos del nacionalismo catalán terminan encontrando la comparación poco apropiada, y buscan en latitudes más exóticas: los castellanos llegan a ser sólo comparables a “los zulúes, y antropófagos” por lo que “tardarán algunos siglos en disfrutar los frutos (sic) de un positivo bienestar social, pues estas razas de espíritu regresivo son refractarias al progreso humano”.
Lluhí y Rissec: “el nacer en tierras castellanas y ser tonto de necesidad es una misma cosa”
Apenas sí resulta algo menos ofensivo que la pretensión de Lluhí y Rissech de que “el nacer en tierras castellanas y ser tonto de necesidad es una misma cosa”. La consecuencia evidente, en fin, es que el español es considerado un ser incapaz, un disminuido, precisamente a causa de su genética oriental: “hay demasiada sangre semítica y bereber esparcida por la península…”
Así que ya hemos llegado a la consideración de la superioridad de la raza catalana. El periodista Pompeyo Gener consideraba que en España triunfaba una raza que ocupaba el territorio al sur del Ebro compuesta por los “semitas y presemitas (sic)”, encontrando incluso la presencia de elementos “mongólicos”, proveedora de los funcionarios que engrasan la maquinaria administrativa de “castellanos, andaluces, extremeños, murcianos, etc…”

Barrera: el cociente intelectual de los negros de EEUU es inferior al de los blancos

No era raro que, para 1899, apareciesen las tesis de Joan Bardina sobre la existencia de una España africana y semita frente a la Cataluña aria y europea, o las de Puig Sais, médico para quien había que “aumentar el número de catalanes de pura raza (…) que nosotros hemos de tener buen empeño en conservar pura…”
Casi cien años más tarde, el histórico dirigente de la izquierda nacionalista catalana, Heribert Barrera, afirmaba que “el cociente intelectual de los negros de EE.UU. es inferior al de los blancos”. En Cataluña lo tomaron como la excentricidad de un radical: a nadie le extrañó demasiado.


Historiador, profesor y escritor. Ha publicado tres libros de su mano y colaborado en otros dos. Está pronto a publicar un cuarto y ya prepara el quinto. Desconfía de las multitudes y de las mayorías, y está convencido de que a cada época la salva un pequeño puñado de hombres que tienen el valor de ser inactuales.