Cruda realidad / Londres y los aldeanos de la aldea global
Mientras sigamos fingiendo que, en el fondo, todo el mundo comparte nuestros valores, lo de Londres del viernes noche seguirá siendo una ocurrencia habitual. Porque quienes hablan todo el rato de la 'aldea global' tienden, en efecto, a ser bastante aldeanos.
El terror volvió a Londres en este agitado comienzo de Ramadán, no vaya a ser que los británicos olviden lo que les dijo su alcalde, Sadiq Khan, de origen pakistaní y confesión musulmana, en el sentido de que este tipo de cosas es el precio que hay que pagar por vivir en una gran ciudad como la capital británica.
Curioso, porque cuando era la capital del imperio más extenso que ha existido no contaba con este tipo de incidentes.
Quieren a toda costa que nos resignemos, que nos hagamos a la idea, más que nada para que no osemos preguntarnos si hay alternativa a este avance acelerado hacia un mundo sin fronteras que nos venden como inevitable y que exige albergar al grueso del Tercer Mundo en nuestras tierras.
De ahí la insistencia en que el yihadismo no guarda la menor relación con el ‘verdadero’ Islam, una religión histórica de mandamientos que cualquiera puede consultar y que, sin embargo, nuestros líderes conocen mejor que sus propios adherentes durante casi un milenio y medio.
Esa es la arrogancia que nos va a perder, ese es el imperialismo ideológico al que están ciegos.
El globalista al uso parte de un planteamiento íntimamente contradictorio. Pretende que el soberanismo, expresión política del amor por lo propio, es un concepto pueblerino, un sentimiento de aldea que no tiene sentido y con el que acabará -está acabando- una comunidad global en la que las fronteras tienen cada vez menos sentido.
Y, sin embargo, las ideas con las que quiere ver regida esa comunidad planetaria no pueden ser más estrechamente provincianas.
Lejos de ser un ilustrado escéptico, el globalista es el más fanático de los evangelizadores, convencido contra toda evidencia de que, al final, todo el mundo tiene por bueno lo que él y su sociedad de origen tienen por bueno.
Esto que digo no tiene nada que ver con el hecho de que exista una moral objetiva. Da, además, la casualidad de que la raíz última de la moral globalista es, grotescamente deformada, la misma fe que profeso y que ha dado a Occidente su cosmovisión durante siglos.
Pero que exista o no una moral universal es debatible; que todas las culturas compartan la misma, no. Y ese es el error, el enorme error, el trágico error del globalista. Es la combinación de Cecil Rhodes y Gandhi, y la mezcla es explosiva.
Veamos cómo va esto: todas las culturas son iguales, todas valen lo mismo, debemos liberarnos de nuestra visión eurocéntrica y abrazar la diversidad.
Pero los subsaharianos tienen que descubrir que la sodomía, lejos de ser un crimen, es una alternativa sexual que debe ser celebrada; los musulmanes necesitan hacerse a la idea que no hay diferencias sino triviales entre hombres y mujeres; los hindúes deben superar definitivamente su sistema de castas y su recelo por el de fuera; los chinos y, en realidad, tres cuartas partes del planeta tiene urgencia de aprender que la pluralidad es sagrada y la diversidad, una bendición.
¿Ven a qué me refiero? El misionero que llegaba de Birmingham con una ingenuidad provinciana a hacer de los salvajes buenos anglicanos, ese cliché que tantas burlas ha suscitado, era más universalista y menos reduccionista que el moderno progre occidental difundiendo con fanatismo un evangelio que ni siquiera tiene la excusa de estar sobrenaturalmente revelado o desprenderse naturalmente de lógica alguna.
Es una nueva modalidad de imperialismo que busca imponer al planeta modas ideológicas que ni siquiera aquí hemos terminado de digerir y que tienen toda la pinta de ser efímeras como lo es casi todo en nuestro tiempo.
Mientras sigamos fingiendo que, en el fondo, todo el mundo comparte nuestros valores, lo de Londres del viernes noche seguirá siendo una ocurrencia habitual.
Porque quienes hablan todo el rato de la ‘aldea global’ tienden, en efecto, a ser bastante aldeanos.