Mientras la economía fue considerada una 'ciencia moral' (y, desde luego, no puede ser otra cosa, puesto que depende de las decisiones de los hombres), una de las cuestiones más debatidas por el pensamiento económico fue la usura. En cambio, cuando los moralistas fueron expulsados del pensamiento económico, se dejó de escribir y pensar sobre ella. Pero se diga o se oculte, lo cierto es que la usura se halla en el corazón del sistema capitalista (en realidad, es la gangrena de su corazón); y también en la raíz de todos los desórdenes económicos y morales que hoy padecemos.
Si volvemos la vista atrás (algo que el hombre contemporáneo tanto aborrece, para no tener que arrepentirse de sus errores), comprobaremos que la usura estuvo siempre prohibida. «No darás a tu hermano dinero a usura, y no le exigirás más granos que los que le hubieres dado», leemos en el Levítico. Y en el Evangelio de San Lucas, Jesús proclama: «Amad a vuestros enemigos, haced bien y prestad, sin esperar nada a cambio». Aristóteles consideraba execrable «el tráfico de dinero que saca ganancia de la moneda»; y el derecho civil de la Edad Media lo declaró delito. En su encíclica Vix pervenit, Benedicto XIV condenaba el pecado de usura, que se comete «cuando se hace un préstamo de dinero y, con la sola base del préstamo, el prestamista demanda del prestatario más de lo que le ha prestado»; y todavía León XIII, en Rerum novarum, se refería, en un sentido más genérico, a la «usura devoradora... un demonio condenado por la Iglesia pero de todos modos practicado de modo engañoso por hombres avarientos». La condena de la usura fue unánime, siquiera hasta la ruptura de la Cristiandad ocasionada por la Reforma, cuando los príncipes protestantes empezaron a introducir legislaciones que, so capa de favorecer el comercio y el sistema bancario, confundían el lucro legítimo con la usura. Desde entonces, la usura se ha convertido en el 'pan nuestro de cada día', también en el ámbito católico, o seudocatólico.
En el lenguaje corriente, por usura entendemos el 'cobro de un interés excesivo por el préstamo de un capital'. Pero antes de entrar a fijar cuál es el interés excesivo y cuál el interés lícito que puede cobrarse por el préstamo de un capital debemos reparar en una cuestión que suele pasar inadvertida. Y es que la usura se sustenta sobre una aporía, consistente en aceptar que el dinero puede reproducirse con la mera ayuda del tiempo; y que, pasado un cierto tiempo, quien ha prestado, por ejemplo, cien monedas, puede reclamar ciento diez, con independencia del uso que se haya dado a esas monedas. Pero lo cierto es que el dinero es un bien consumible que no se reproduce, por lo que como señalaba Aristóteles los intereses se convierten en un modo de adquisición contrario a la naturaleza y, por lo tanto, deben ser reprobados.
Sin embargo, del mismo modo que afirmamos que el dinero en sí mismo no puede reproducirse, no es menos cierto que, mediante nuestro trabajo, el dinero puede generar un beneficio. Pensemos, por ejemplo, en el propietario de un terreno que pide un préstamo para montar un sistema de riego que le permite multiplicar por tres los frutos que ese terreno le brinda. Sería plenamente justo que quien prestó el dinero que permitió al propietario triplicar sus cosechas demande un interés; porque lo que hace que un interés sea o no legítimo no tiene que ver con que sea más o menos alto, sino con el hecho de que el capital prestado haya servido para generar un beneficio. La participación del prestamista en la riqueza generada por su préstamo no puede considerarse usura; usura consiste en creer que el mero préstamo de dinero devenga interés. Usura es el cobro de intereses sobre un préstamo improductivo, o de intereses superiores al incremento de riqueza real generado por un préstamo productivo.
Pero nuestra época se niega a establecer una distinción entre préstamos improductivos y productivos; e impone el cobro de un interés como fruto del dinero prestado, independientemente de su uso. Así, no solo ha erigido el dinero en patrón y medida de todas las cosas, sino que afirma que puede multiplicarse por arte de birlibirloque, desligado de los bienes a los que representa y sin intervención del trabajo humano. Solo que esta multiplicación, a la vez que enriquece ilimitadamente a unos, se logra a costa del empobrecimiento también ilimitado de otros. Esto es lo que está sucediendo en nuestros días: por eso, mientras la propaganda nos apedrea las orejas repitiendo que ya hemos salido de la crisis y que España vuelve a «generar riqueza», usted se tienta los bolsillos y descubre que cada vez están más vacíos.
Si volvemos la vista atrás (algo que el hombre contemporáneo tanto aborrece, para no tener que arrepentirse de sus errores), comprobaremos que la usura estuvo siempre prohibida. «No darás a tu hermano dinero a usura, y no le exigirás más granos que los que le hubieres dado», leemos en el Levítico. Y en el Evangelio de San Lucas, Jesús proclama: «Amad a vuestros enemigos, haced bien y prestad, sin esperar nada a cambio». Aristóteles consideraba execrable «el tráfico de dinero que saca ganancia de la moneda»; y el derecho civil de la Edad Media lo declaró delito. En su encíclica Vix pervenit, Benedicto XIV condenaba el pecado de usura, que se comete «cuando se hace un préstamo de dinero y, con la sola base del préstamo, el prestamista demanda del prestatario más de lo que le ha prestado»; y todavía León XIII, en Rerum novarum, se refería, en un sentido más genérico, a la «usura devoradora... un demonio condenado por la Iglesia pero de todos modos practicado de modo engañoso por hombres avarientos». La condena de la usura fue unánime, siquiera hasta la ruptura de la Cristiandad ocasionada por la Reforma, cuando los príncipes protestantes empezaron a introducir legislaciones que, so capa de favorecer el comercio y el sistema bancario, confundían el lucro legítimo con la usura. Desde entonces, la usura se ha convertido en el 'pan nuestro de cada día', también en el ámbito católico, o seudocatólico.
En el lenguaje corriente, por usura entendemos el 'cobro de un interés excesivo por el préstamo de un capital'. Pero antes de entrar a fijar cuál es el interés excesivo y cuál el interés lícito que puede cobrarse por el préstamo de un capital debemos reparar en una cuestión que suele pasar inadvertida. Y es que la usura se sustenta sobre una aporía, consistente en aceptar que el dinero puede reproducirse con la mera ayuda del tiempo; y que, pasado un cierto tiempo, quien ha prestado, por ejemplo, cien monedas, puede reclamar ciento diez, con independencia del uso que se haya dado a esas monedas. Pero lo cierto es que el dinero es un bien consumible que no se reproduce, por lo que como señalaba Aristóteles los intereses se convierten en un modo de adquisición contrario a la naturaleza y, por lo tanto, deben ser reprobados.
Sin embargo, del mismo modo que afirmamos que el dinero en sí mismo no puede reproducirse, no es menos cierto que, mediante nuestro trabajo, el dinero puede generar un beneficio. Pensemos, por ejemplo, en el propietario de un terreno que pide un préstamo para montar un sistema de riego que le permite multiplicar por tres los frutos que ese terreno le brinda. Sería plenamente justo que quien prestó el dinero que permitió al propietario triplicar sus cosechas demande un interés; porque lo que hace que un interés sea o no legítimo no tiene que ver con que sea más o menos alto, sino con el hecho de que el capital prestado haya servido para generar un beneficio. La participación del prestamista en la riqueza generada por su préstamo no puede considerarse usura; usura consiste en creer que el mero préstamo de dinero devenga interés. Usura es el cobro de intereses sobre un préstamo improductivo, o de intereses superiores al incremento de riqueza real generado por un préstamo productivo.
Pero nuestra época se niega a establecer una distinción entre préstamos improductivos y productivos; e impone el cobro de un interés como fruto del dinero prestado, independientemente de su uso. Así, no solo ha erigido el dinero en patrón y medida de todas las cosas, sino que afirma que puede multiplicarse por arte de birlibirloque, desligado de los bienes a los que representa y sin intervención del trabajo humano. Solo que esta multiplicación, a la vez que enriquece ilimitadamente a unos, se logra a costa del empobrecimiento también ilimitado de otros. Esto es lo que está sucediendo en nuestros días: por eso, mientras la propaganda nos apedrea las orejas repitiendo que ya hemos salido de la crisis y que España vuelve a «generar riqueza», usted se tienta los bolsillos y descubre que cada vez están más vacíos.
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