Ya están aquí
Vivimos todos angustiados excepto los verdaderos culpables, que van de acá para allá haciéndonos la peineta, tan felices
La última vez que intenté volar a EE UU sufrí, al llegar al mostrador de facturación, un interrogatorio inesperado por parte de un gorila, supongo que del FBI, al que debí de parecerle sospechoso. Me preguntó quién había hecho la maleta, a lo que contesté, intimidado, que yo. Luego quiso saber si la había perdido de vista en algún momento. Hice memoria y recordé que, en efecto, mientras desayunaba, la había abandonado en el dormitorio. ¿Ha tenido acceso alguien a ella durante ese tiempo?, insistió. Mi mujer, respondí. El tipo compuso un gesto de desconfianza tal que me hizo dudar, mezquinamente, de ella. Así es que preferí, antes que abrir la maleta exponiéndome a que descubriera los explosivos, renunciar al viaje. Volví a casa, dije que me sentía mal y me metí en la cama.
Estos días, frente a la corrupción y el crimen generalizados, recuerdo con frecuencia ese pánico irracional de quien, sin haber hecho nada censurable, actúa como si escondiera un cadáver en el maletero. Cada mañana, al abrir el periódico y ver el panorama, me pregunto cuánto tardará aún la policía en descubrir que fui yo el autor de las grabaciones ilegales entre políticos y examantes. ¿Hallarán, por cierto, en el disco duro de mi ordenador algún correo de Urdangarin, de Corinna o de Diego Torres que me comprometa? ¿Estaré, sin saberlo, implicado en el caso Bárcenas? ¿Me habrá utilizado alguien de coartada para una fechoría que aún no ha sido descubierta? ¿Tendré un Jaguar en el garaje, una cuenta corriente en Suiza, una deuda secreta sin saldar? Y entonces me descubro jadeando de angustia. Y si en ese momento suena el timbre, doy por seguro que es la policía. Ya están aquí, me digo imaginando mil formas de suicidarme para evitar el escándalo. Entretanto, los verdaderos culpables van de acá para allá haciéndonos la peineta, tan felices.