Escribe aquí, en Actuall, Miguel Vidal Santos un fascinante artículo sobre la ‘hegemonía de la izquierda’ 
-más bien parece monopolio- en el panorama intelectual y social moderno, y ese es un charco 
ante el que se me hace muy difícil pasar de largo sin chapotear alegremente un rato.
 Ustedes sabrán disculparme.
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No voy a enmendar una coma de su columna, que suscribo, pero me gustaría aportar una 
cuantas contradicciones innovadoras que han permitido a la izquierda -prefiero hablar de
‘progresía’, porque buena parte de la autodenominada ‘derecha’ compra íntegro el 
planteamiento esencial- gobernar las mentes y las estructuras sin oposición digna de tener 
en cuenta.
Se dice que no hay nada nuevo bajo el sol, y si esto es cierto en un sentido profundo, no lo 
es menos que los mismos materiales admiten muchas combinaciones, y el Pensamiento Único
 ha logrado innovar imponiendo una serie de contradicciones en los términos como base de lo q
ue constituye hoy el dogma del sistema: la revolución institucionalizada, la rebeldía dócil, 
a modernidad atemporal, la diversidad homogénea, el victimismo privilegiado y otras por el estilo.
La izquierda tiene un lenguaje de revuelta, de cambiar el mundo de base, de oponerse a los poderosos. Problema: están en el poder
Del victimismo privilegiado no hablaré mucho, que ya lo he tratado a menudo: es la idea de que 
estar oprimido es un mérito que concede prestigio social y, por tanto, poder y dinero, lo que lleva
 a una disparatada carrera por ver quién está más oprimido.
La opresión no tiene por qué tener nada que ver con la biografía real de la persona que la
esgrime, sino que la confiere la mera pertenencia a un grupo de víctimas certificado: mujeres, 
personas con orientaciones sexuales ‘alternativas’, razas distintas a la blanca, inmigrantes, 
transexuales, especies no humanas…
En esta curiosa y nueva estratificación, debemos creer que un peón albañil es más privilegiado 
que Ana Patricia Botín, o que el último empleado de una hamburguesería de Londres, por ser 
nativo, oprime a su alcalde, Saddiq Khan.
La revolución institucionalizada es uno de los más logrados e ingeniosos. La izquierda tiene un 
lenguaje de revuelta, de cambiar el mundo de base, de oponerse a los poderosos. Problema: están 
en el poder. Toda verdadera ‘revolución’ sería contra ellos, y hasta ahí no llega su estupidez. 
Así que mantienen el lenguaje revolucionario, hablando como si en lugar de ocupar los despachos
 luchasen en las barricadas. Para ello tienen que fingir que el verdadero poder pertenece a una
 nebulosa y nunca definida casta. ¿Absurdo? Bastante, pero parece que ‘cuela’.
El corolario a lo anterior es la rebeldía dócil, es decir, crear mediante el adoctrinamiento 
más intenso y eficaz que han conocido los siglos una generación que se cree rebelde r
epitiendo las consignas que se les dictan desde arriba. Así, se creen ‘diferentes’ repitiendo
 todos lo mismo y piensan ‘luchar contra el sistema’ cuando en realidad lo apuntalan y 
perpetuan. Esto es un espectáculo digno de ver, una verdadera obra de arte.
De aquí lo de la diversidad homogénea. Se ensalza una diversidad de pega, banal, de folclore 
y color, al tiempo que se impone la más férrea homogeneización. Debemos creer, por ejemplo,
 que los globalistas aman la ‘diversidad’ porque quieren hacer que una ciudad de Sudeste 
Asiático sea indistinguible de otra del África Austral, todas, por cierto, según nuestro modelo
 occidental ilustrado. Todos tienen que pensar igual, hasta el detalle, y actuar del mismo modo, p
ero procediendo de sitios distintos y cubriendo una paleta de orientaciones e identidades 
sexuales que no pocas veces hay que inventar de la nada.
La modernidad atemporal también tiene su gracia. ‘Moderno’ es uno de los calificativos 
más codiciados hoy, y tratan de definir con él la diferencia entre la verdad y el error, el bien
 y el mal, como si una cosa fuese buena el lunes y mala el jueves.
Pero, naturalmente, el tiempo pasa para todos, y muchas de las ideas sobre las que se basa el
 Pensamiento Único, si no todas, peinan canas cuando tienen algo que peinar. Las consignas 
de Mayo del 68, que siguen gobernándonos, son de la segunda mitad del pasado siglo. Así q
ue se decreta que hay ideas que son atemporalmente modernas, algo así como los Rolling Stones, 
que siguen yendo de rompedores aunque les falta poco para actuar en los conciertos con
 andador y un equipo geriátrico entre bastidores.
Mi remedio es: hagámonos todos de izquierdas. Rabiosamente de izquierdas, ganándoles en radicalidad
Son modernos por definición, porque ven su época, no como una más en la línea de la historia, 
sino como su culminación y corona. Mucho antes de que Francis Fukuyama hablara del ‘fin de
 la historia’, la progresía reinante ya estaba seguro de haber llegado a él, al menos en lo que a o
pinión se refiere.
¿Cómo puede acabarse con este reino del absurdo y la mentira? Se me ocurre un remedio, tan 
desesperado y radical como suelen serlo cuando se quiere atajar un mal en fase terminal, pero q
ue tendría, estoy segura, una eficacia absoluta e inmediata.
Podríamos llamarlo ‘huelga a la japonesa’ de la derecha real, y se basa en un secreto evidente del 
pensamiento único: es totalmente inviable, y solo se mantiene porque se le resiste, aunque 
sea tácitamente.
Mi remedio es: hagámonos todos de izquierdas. Rabiosamente de izquierdas, ganándoles en
 radicalidad. Que todos los varones proclamen ser mujeres. No es muy difícil ni exige 
transformación alguna, no teman: según el dogma, nadie puede decirte en qué consiste
 ser mujer, y puedes seguir con tu vida de siempre.
Okupemos al okupa, pidamos que se dupliquen, que se tripliquen las subvenciones a
 tal o cual causa. Pidamos en vez de dar, distribuyamos en lugar de producir.
Todo el tinglado se vendría abajo en menos de un mes si todos nos hiciésemos de izquierdas. 
Lástima que probablemente también se derrumbaría nuestra civilización y habría
 que empezar desde el principio. Esa es la parte mala, pero yo creo que compensa.