Cruda realidad / Cuando el Capital se hace de izquierdas
No hay firma de peso que no parezca aborrecer con todas sus fuerzas a la derecha, posicionándose en los extremos más progresistas de la guerra cultural. Y aquí viene lo extraño de las nuevas prédicas empresariales: ni siquiera pretenden caer bien a sus clientes.
Hoy me he topado con el enésimo comentario -con vídeo- en Twitter sermoneándonos sobre cómo tenemos que educar a nuestros hijos. En este caso, se trataba de preguntar a las criaturas si dan su permiso para que colguemos sus fotos en redes sociales, porque por lo visto ahora son autoridades en derechos de imagen.
Pero no quiero entrar en si el consejo es bueno o malo; ni siquiera pretendo quejarme de ese irritante hábito que tienen tantos de ir dando leccioncitas que nadie les ha pedido. Así son las redes. No, lo que me ha puesto de los nervios es que el sermoncito me lo da una operadora de telefonía móvil.
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No es, naturalmente, la única. De hecho, parece haberse convertido en una auténtica plaga esta de los comerciantes decididos a arreglar nuestras vidas, enmendar nuestras malas inclinaciones y, en general, convertirse en inesperados maestros de moral en lo que no tiene absolutamente nada que ver con su negociado. Y, para asombro de tontos, siguiendo por lo común la opinión más izquierdista a mano.
Pocas historias de amor desdeñado tan tristes como la que tiene por protagonistas a la derecha al uso y a las grandes empresas. Daría para un tango especialmente desgarrador.
Yo crecí en ese entorno político en que ser de derechas era automáticamente dar la razón a las empresas, mejor cuanto más grandes, aunque solo fuera para denigrar al Estado, ese torpe, patoso y malévolo mastodonte. En los otros aspectos del ‘canon’, los morales y sociales, había más margen de discusión. ¿Familia? Bueno, todo el mundo sabe que hay diferentes tipos de familia. ¿Vida? En fin, no estamos en la Edad Media (¿qué les pasa a este gente con la Edad Media?). Pero todos podían repetir, traducido, el mantra americano: lo que es bueno para General Motors es bueno para América.
Muchas de las consignas que meten a tacón, muchos de los ‘avances’ que celebran, ni siquiera son especialmente populares entre sus clientes
Porque solo había, realmente, dos bandos, la empresa -la ‘libre iniciativa’- y el Estado, y había que elegir con todas las consecuencias. Y, oh sorpresa, ahora vemos que no hay firma de peso en el mundo que no parezca aborrecer con todas sus fuerzas a la derecha, a la opinión conservadora, posicionándose invariablemente en los extremos más progresistas de la guerra cultural.
Si este banco contrata costoso espacio en medios para presumir de que en su plantilla hay más mujeres que en la de ningún otro, aquella petrolera se ufana de celebrar con extático entusiasmo el Día del Orgullo y la cadena de hipermercados de más allá gasta sus buenos euros en anunciar ‘urbi et orbi’ que tiene un departamente en el que solo contrata a transexuales.
Lo curioso del asunto es que no parecen querer halagar a su clientela, que sería lo normal. Nadie cree en esos banqueros cariñoso que se desviven por tu negocio y te preguntan por las clases de ballet de tu hija, porque ya estamos todos de vuelta sobre lo que significa la publicidad: caer bien, congraciarte con el usuario. Eso, al menos, tiene sentido. Porque se trata de vender, ¿no?
Y aquí viene lo extraño de las nuevas prédicas empresariales: ni siquiera pretenden caer bien. Muchas de las consignas que meten a tacón, muchos de los ‘avances’ que celebran, ni siquiera son especialmente populares entre sus clientes. No parecen buscar empatizar con su cliente potencial, sino darle lecciones de moral. A veces, incluso, insultarles o, al menos, reprocharles lo bárbaros que son y lo desfasados que están.
¿Qué razón puede tener una firma generalista, que vende a un mercado masivo, para publicitar su apoyo entusiasta a políticas que solo interesan a grupos marginales, su hostilidad con modelos de familia, nacionalidad o sexualidad que corresponden a la mayoría de sus clientes?
El último caso sonado, comentadísimo en redes, es el de Gillette, un anuncio que parece encargado por la competencia, porque no concibo que un solo usuario varón de mi círculo no se sienta insultado cuando la empresa les acusa, en bloque, de ‘masculinidad tóxica’.
Pero es solo el caso más descarado de un torrente de prédicas ultraprogresistas, como si el vender relojes, libretones o coches de lujo diera una especial autoridad moral o un mayor conocimiento del alma humana que necesitan compartir con el resto del mundo. Intento, de verdad, entender el proceso por el que las grandes empresas -el terrible ‘Capital’ que denostaban los izquierdistas clásicos- se han lanzado como una sola en defensa de todas las causas, aun las más disparatadas, de la misma ideología que siempre ha dicho despreciarla, y cerrando filas contra todas las posturas de la facción que siempre las ha apoyado. Pero no puede resultar más cómico.
La gran defensa ética de la economía de mercado es que premia el servicio. El que más sirve a los otros, el que le presta un mayor servicio, reza la teoría, es el que más gana. Pero la relación estaba siempre clara, y aunque, personalmente, el empresario podía ser un Creso con más millones que pelos y el cliente medio, un donnadie, colectivamente era la empresa el sirviente y la clientela, el amo.
Por eso todo esto no tiene ni pies ni cabeza. Puede, naturalmente, haber firmas de este tipo que actúen por seguidismo de las demás, y otras muchas quieran apuntar a los nichos de mercado representados por los contingentes de víctimas autodesignadas. Pero tiene que haber, además, verdaderos creyentes que arrastren a los demás. ¿Qué razón puede tener una firma generalista, que vende a un mercado masivo, para publicitar su apoyo entusiasta a políticas que solo interesan a grupos marginales, su hostilidad con modelos de familia, nacionalidad o sexualidad que corresponden a la mayoría de sus clientes?