martes, 2 de agosto de 2016

La crisis del centro-reformismo llega a los fogones


La crisis del centro-reformismo llega a los fogones

Por Pablo Molina



La publicación del último libro de Santi Santamaría (La cocina al desnudo) ha producido en la alta gastronomía el mismo efecto que la soflama ilicitana de Rajoy en el PP, cuando invitó a los liberales y conservadores del partido a coger la puerta. En ambos casos, las declaraciones políticamente incorrectas de un personaje destacado en un determinado ámbito obligan al resto a pronunciarse.

Las coincidencias acaban ahí, pues mientras Santamaría denuncia la deriva progresista de la alta cocina y sugiere una vuelta a los orígenes de la tradición gastronómica española, Rajoy hizo exactamente lo contrario en términos de filosofía política. En todo caso, la crisis está servida (nunca mejor dicho).



La actual cocina española, la de más relumbrón y proyección internacional, está, efectivamente, de un progresismo que asusta. No es infrecuente sentarse a la mesa en el restaurante de cualquier chef español y verse inmediatamente haciéndole frente a una espuma de zanahoria nitrogenada o a unas uvas rellenas de médula de atún y manos de cerdo. En el primer caso, uno se siente agredido; en el segundo, no sale de su sorpresa, al pensar en el pulso que hay que tener para meter los callos del animal dentro de cada grano.



Naturalmente no hay que atender a la literalidad de los platos que figuran en la carta, pues la creatividad sin límites suele afectar también a la redacción de los textos que definen la comida, así que más bien se trata de que el cliente comience a experimentar las sensaciones de la comida progresista mientras lee lo que el restaurante es capaz de ofrecerle para su deleite. No se pierdan la cara de gilipuertas de los clientes primerizos cuando hojean la carta de un restaurante chic, mientras intentan hacerse una idea aproximada de qué narices quiere decir el responsable del establecimiento con una descripción que ocupa tres líneas y acaba indefectiblemente con algo como "... al aroma del pimentón azucarado del huerto de la abuela Nekane". Pues sepa que es aproximadamente la misma que la de usted, aunque no se dé cuenta.



No crean que estoy en contra de la nueva cocina. Estoy a favor, por supuesto, y, de hecho, todos consideramos a Ferrán Adriá un genio. Lo que no sabemos aún es en qué. Desde luego, no lo es en el campo de la cocina, pues el insigne restaurador no elabora recetas, sino performances tecnoemocionales a través de la reconstrucción del paradigma multisensorial de los nutrientes, que suena de cojones pero alimenta más bien poco.



Tengo por mi biblioteca un libro de alta gastronomía que me regaló hace años un rico industrial aceitero con cincuenta recetas de los mejores chefs españoles, incluido por supuesto el maestro Adriá. El genio de El Bulli ofrece en ese libro la receta del pan con tomate (como lo leen), pero ligeramente deconstruido y vuelto a confeccionar de forma revolucionaria. El resultado, según muestra la imagen, es un esferoide anaranjado (como un huevo de pava pero algo más rojizo) metido en una copa de cristal, donde le acompaña una cucharita. Y es que Ferrán Adriá desintegra molecularmente el plato tradicional, coge todos los átomos, los pone en fila de a dos en la tabla de cocina y con ayuda de un generador de positrones y el inevitable acelerador de partículas, imprescindible en toda cocina que se precie, construye una nueva realidad que no suele parecerse en nada al concepto tradicional que uno tiene de los alimentos. Una gozada por la que merece la pena pagar un par de cientos de euros, bebida aparte.



Uno debe salir de esos restaurantes completamente hambriento, pero con el espíritu henchido de gozo y los sentidos rebosantes de estímulos agradabilísimos. Parafraseando a aquel catedrático de la II República que explicaba a sus alumnos lo que le ocurría a veces con Kant, diré que al salir de El Bulli no puedes hacer nada en dos o tres días, pues te encontrarás "transido de Adriá".



Las cocinas de los grandes restaurantes ya no se parecen en nada a los fogones tradicionales. Más bien son laboratorios de química en los que un equipo de expertos realiza sus complicados experimentos con ayuda de los más innovadores aparatejos. Yo he visto en un canal temático de cocina a uno de estos genios con las manos en la masa (es una frase hecha; no la tomen en sentido literal) mientras un ayudante le secaba ocasionalmente el sudor de la frente. Me pareció estar asistiendo a una complicada operación de transplante de riñones, y no a un programa en que un cocinero preparaba los ídem al oporto. O sea, una pasada.



No parece que ni siquiera libros como el de Santamaría vayan a revertir el proceso reformista de la gastronomía española, pero al menos todo este festival culinario de progreso tiene una ventaja: los propietarios de los bares colindantes a los restaurantes chic se van a seguir forrando con los clientes que salen de éstos llorando por un buen pincho de tortilla. La alta cocina alimenta poco, pero a cambio ofrece una extraordinaria oportunidad para la sinergia alimenticia. Es sólo cuestión de aprovechar la circunstancia.