UNA INFAUSTA
DICOTOMÍA
El
nuevo mapa político de España nos la muestra compuesta por doce entidades
autónomas Correspondientes a nacionalidades o regiones históricas bien
conocidas y otras cinco regiones político-administrativas de reciente
invención.
Esto implica una grave dicotomía -ya lo hemos dicho-
de la nación española en dos zonas de características muy diferentes y en
cierto modo contradictorias: la de los españoles integrados a su patria en
regiones con hondas raíces nacionales de cuya vieja historia se sienten
continuadores, y la de los españoles a quienes ha tocado vivir en nuevas
regiones carentes de tradición nacional, definidas sin el previo consentimiento
de los pueblos ni su posterior aprobación.
Los españoles de las entidades tradicionales poseen,
en general, fiel memoria histórica y conciencia comunitaria de sus respectivas
nacionalidades o regiones. Los de las
comunidades autónomas de reciente invención no pueden tener semejantes
vinculaciones con ellas; y, en ocasiones, consideran tales entes como algo
extraño que les ha sido impuesto contra sus íntimos sentimientos.
No es, por lo tanto, el actual mapa de las entidades
autónomas símbolo unánimemente aceptado de un sentir patriótico de los pueblos
de España.
Muchas son las actividades culturales promovidas por
los gobiernos de las comunidades autónomas de vieja tradición que continuamente
refuerzan la memoria histórica y la conciencia comunitaria de sus pueblos. Muchas y muy reiteradas han sido a la vez las
declaraciones de los gobernantes de las entidades autónomas de nueva creación
sobre la necesidad de que los ciudadanos recuperen la conciencia de su
identidad regional. Pero ¿qué conciencia
castellana se le puede pedir que recupere a un leonés del Bierzo o de
Sanabria?, o ¿qué memoria histórica leonesa tiene que recobrar un castellano de
Sepúlveda o de Medinaceli?.
Así,
los leoneses tienen hoy que elegir entre aceptar la «común historia» de las
cinco provincias leonesas con las castellanas de Burgos, Soria, Segovia y
Ávila, renegando de la suya leonesa; o rechazar todo un cúmulo de
mistificaciones y exigir el reconocimiento de la personalidad histórica leonesa
de su antiguo reino de acuerdo con el texto y el espíritu de la Constitución.
Para evitar que tomen este auténtico camino es
preciso fabricar en sus mentes una conciencia comunitaria adecuada; de aquí la
aparición de esas nuevas historias castellano-leonesas precipitadamente
pergeñadas que amoldan el pasado a las conveniencias políticas del momento y
ofrecen a un público inadvertido volúmenes enteros de una «Historia de Castilla
y León» de la que están excluidas Cantabria, La Rioja y las provincias de
Madrid, Guadalajara y Cuenca, es decir, la mayor parte de las tierras
castellanas.
El problema
de las nacionalidades es, sobre todo, una cuestión de sensibilidad ante la
conciencia patriótica. Es de desear que
todos los españoles sintamos con entusiasmo nuestra condición de tales; pero es
una evidente realidad que algunos, carentes de conciencia de nacionalidad
particular, se sienten españoles a secas -sin regionalismo alguno- y por ello
se consideran más españoles que quienes se mantienen vinculados a España a
través de su particular nacionalidad o región histórica.
Estos catalanes de la Generalitat -se dice a veces en
Valladolid, en Burgos o en Albacete- no piensan más que en Cataluña. ¿Pues en
qué, si no en Cataluña, debe pensar fundamentalmente el gobierno catalán? ¿En
qué, si no en Burgos, debe pensar el ayuntamiento burgalés? Para ocuparse de la gobernación de España y
de sus problemas en general están las instituciones genéricamente españolas: la
Corona, el Gobierno central, las Cortes Generales, el Tribunal
Constitucional...
Sucede que en las regiones recién establecidas (que separan a unas
provincias castellanas de otras, a la vez que unen a algunos castellanos con
los leoneses, a otros con los toledanos y manchegos, y aíslan a otros) no puede
florecer un entusiasmo de la misma calidad que en Cataluña, el País Vasco y
otras auténticas nacionalidades o regiones históricas. ¿Qué fervor puede
suscitar el conglomerado castellano-leonés en los ciudadanos de León a quienes
les fue negada la autonomía leonesa? ¿Y qué sentimiento puede despertar ese
mismo compuesto regional en la gran mayoría de los segovianos a quienes,
después de negárseles el derecho a su autonomía, se les incluyó contra su
expresa voluntad en una arbitraria región que no es ni sienten suya?
No es, ciertamente, una entusiástico exaltación del ánimo lo que en
los habitantes de Lozoya, Buitrago, Navalcamero o Chinchón que conozcan la
historia castellana de su pueblo y estén encariñados con ella puede producirles
el verlo hoy convertido en despersonalizado apéndice de la metrópoli
madrileña dentro de una recién inventada comunidad autónoma.
La dualidad de criterios seguida en la configuración del mapa de las
autonomías ha dividido, pues, a la nación española en dos grupos de pueblos que
no pueden estimar a la patria común de igual manera.
Ya hemos señalado la trascendencia histórica que Felipe González
reconocía a los procesos autonómicos, y los temores que en los años 1976-1980
manifestaba de que las autonomías se establecieran a la ligera o sobre
planteamientos demagógicos, con el riesgo de que posteriormente pudieran abocar
a sentimientos de frustración en quienes hubieran puesto en ellas sus
esperanzas. Lamentablemente, así ha
sucedido en los casos de León y de Castilla; y hoy hay leoneses y castellanos
que se sienten amargamente frustrados al contemplar cómo, mientras la gran
mayoría de las nacionalidades y regiones históricas de España desarrollan sus
respectivas culturas con plena autonomía, el País Leonés y Castilla han
desaparecido del mapa polftico de España.
Más fácil y de más venturosos resultados hubiera sido mantener y
desarrollar respetuosamente las personalidades históricas de los antiguos
reinos de León, Castilla y Toledo (o Castilla la Nueva) y haber otorgado a
Madrid un Estatuto adecuado a su condición constitucional de capital de la
nación española.
La Constitución de 1978 ha sido concebida con muy elevados
propósitos. Contiene grandes
posibilidades de desarrollo nacional y, en general, ha sido aplicada con
acierto. Si bajo su nombre se han
cometido graves errores (eliminación de los antiguos reinos de León y Toledo y
despedazamiento del de Castilla), no ha sido a causa de sus preceptos ni de sus
instituciones, sino del mal uso político de que en algunos casos ha sido
objeto. Y si, de esta manera, tales
errores han sido posibles dentro del marco constitucional, con mayor razón, sin
salirse de él deben ser enmendarlos.
(Anselmo Carretero
y Jiménez. .El Antiguo Reino de León (País Leonés).Sus raíces históricas, su
presente, su porvenir nacional. Centro de Estudios Constitucionales. Madrid
1994, pp 863-866)