domingo, 13 de abril de 2014

¿Necesitamos los partidos políticos?

Mencionaba Alexis de Tocqueville la prohibición de la representación en los municipios de Nueva Inglaterra, como secuestro de la participación vecinal directa. De hecho hasta el propio George Washington tenía prevenciones acerca de los partidos políticos como maquinarias de poder sin límites.

La Confederación Helvética hace descansar su democracia en último término en los ciudadanos, a través de los mecanismos de iniciativa popular y del referéndum, de manera que la primera y la última palabra la tienen los ciudadanos y no los partidos. Algo similar se podría decir de las comunas y los cantones donde el vecino es el primer y último pilar de la democracia municipal.

Muy diferente de todo esto, por nuestros pagos aumenta cada vez más la partitocracia, tendiéndose de manera notoria hacia un bipartidismo o mejor dicho bimacropartidismo, que además se trata de colar desvergonzadamente como sumún de la democracia. Hasta muchos denominados castellanistas, poco conocedores del viejo régimen comunero castellano, que algunos confunden con régimen comunista, tienen pretensiones partidistas: un gran partido, una gran extensión, un gran poder; naturalmente que hasta la fecha no son sino pretensiones ilusorias y larvadas de esas metas temibles, pero que los identifica si no cuantitativamente si cualitativamente con cualquiera de los grandes partidos en candelero. Es decir más de lo mismo.

Anexamos un artículo de Paul Johnson , en el que discurre acerca de estos temas en el ámbito anglosajón pero fácilmente extrapolable a otros ámbitos  



¿NECESITAMOS LOS PARTIDOS POLÍTICOS?, ¿Llevaba razón Washington?

 Paul Jonson Libertad Digital, suplemento Ideas.


¿Necesitamos los partidos políticos? Rara vez se plantea esta cuestión. Quizá debiéramos formularla de otra manera: ¿hasta qué punto necesitamos a los partidos políticos? Porque, ciertamente, el costo moral de tenerlos es elevado, y sigue creciendo. Gestionar y promover partidos políticos sale muy caro en el siglo XXI. Recaudar los fondos necesarios apelando al idealismo de los fieles ya no es posible, si es que alguna vez lo fue. Entran, pues, en liza motivaciones más primarias, lo que significa corrupción de una u una forma. Y la experiencia parece sugerir que, en casi todas las democracias occidentales, la recaudación de fondos es, a día de hoy, y con diferencia, el mayor foco de corrupción.  La venta de títulos nobiliarios a cambio de cuantiosas donaciones a las arcas del partido viene siendo un escándalo en Gran Bretaña desde hace tiempo. No se trata simplemente de la venta de unas "condecoraciones" que permiten al receptor –tras desembolsar, pongamos, un millón de libras en efectivo – llamarse (y ser llamado) Lord; se trata también de la venta de un escaño en el Parlamento, puesto que los poseedores de títulos nobiliarios vitalicios tienen derecho a ocupar una banca en la Cámara de los Lores, el equivalente británico del Senado norteamericano. Así pues, ello les concede el ingreso a lo que se ha denominado "el mejor club de la Tierra", que encima les concede un estipendio. Más gasto. También les permite –y este punto es crucial – discutir, enmendar y votar las leyes que pasan por el Parlamento.  Cierto, los poderes de la Cámara de los Lores son inferiores a los de la Cámara de los Comunes. No puede echar abajo los proyectos de ley, pero puede retrasarlos y alterarlos. Nadie sabe con exactitud cuántas personas han comprado sus escaños en la Cámara de los Lores. Podrían ser más de 100 (de un total de 725), y esa cifra puede crecer. Hasta hace poco los títulos nobiliarios se entregaban exclusivamente a quienes pagaban a tocateja; ahora se ha descubierto que a los ricos se les ha concedido o prometido títulos a cambio de préstamos en condiciones favorables. La fuente de esta nueva forma de corrupción es el nuevo Partido Laborista, que anda buscando un sustituto de los sindicatos como principal fuente de ingresos. No obstante, los conservadores y los liberaldemócratas también han intentando recaudar dinero prometiendo favores. En cuanto un partido es lo suficientemente grande, puede abrirse camino en los derroteros del enjuague. Vender títulos nobiliarios es una estratagema característica de los británicos, pero el fenómeno de la corrupción está presente en toda Europa, especialmente en Alemania, Italia, Francia y España. En estos cuatro países, prácticamente todos los escándalos financieros importantes de los últimos veinte años con políticos de por medio tienen su origen en la recaudación de fondos para los partidos. Algunas de las más altas figuras políticas han sido acusadas de cometer abusos en la recaudación de fondos, entre ellos el presidente francés, Jacques Chirac, cuando era alcalde de París, y Helmut Kohl, cuando era canciller de Alemania. La defensa suele ser la misma: "Pero lo hice por el partido". Pero sigue siendo corrupción. Y coger dinero para el partido acaba por dar paso al hábito de coger dinero para los individuos. El más reciente escándalo relacionado con los títulos nobiliarios ha dejado impertérritos a los políticos británicos más curtidos. "El dinero tiene que recaudarse de alguna manera", dicen. "Si no se nos permite vender títulos, los partidos tendrán que ser financiados por el contribuyente". ¿Soy el único en encontrar ultrajante esta sugerencia? Significaría, de hecho, que la gente estaría obligada a conceder subsidios a un monopolio político ejercido a perpetuidad por políticos profesionales.  Este asunto, en qué medida la recaudación de fondos para las campañas –tanto del partido como personales – conduce a la corrupción, es objeto de controversia en EEUU. Ciertamente, se conceden cargos a los donantes importantes, incluso destinos diplomáticos fundamentales. A menudo he pensado que esto representa una enorme desventaja para los esfuerzos diplomáticos norteamericanos a la hora de exponer sus políticas al mundo, algo que, hoy más que nunca, es de crucial importancia.  George Washington abordó el problema de los partidos políticos hace 200 años, en su Discurso de Despedida. Reconocía, a regañadientes, que es "probablemente cierto" que, "dentro de ciertos límites", "en los países libres los partidos políticos son controles útiles de la administración del Gobierno y sirven para mantener vivo el espíritu de la libertad". Pero añadía que el espíritu partidario no había de ser "alentado". "Siempre habrá suficiente para todo propósito necesario", agregaba. Y, dado el "peligro constante de que lo hubiera en exceso, el esfuerzo por mitigarlo y aplacarlo ha de correr, forzosamente, por cuenta de la opinión pública".  Asimismo, comparaba la competición partidaria con un incendio: "El fuego precisa de vigilancia constante, no sea que, en lugar de calentar, consuma". Los occidentales deberíamos reflexionar acerca de cómo pasar sin partidos políticos todopoderosos y altamente organizados, o al menos sobre cómo reducir su influencia. ¿Por qué no promover que se presenten a las elecciones individuos más independientes? ¿Qué papel deben desempeñar los independientes en los parlamentos y congresos del siglo XXI?  Durante los dos últimos siglos, los partidos políticos han dominado cada vez más nuestras legislaturas, constituido nuestros gobiernos y dado forma a nuestras sociedades. Pero si son instituciones tan exitosas e indispensables, ¿por qué son tan corruptas? ¿Es inteligente intentar exportar esta tradición partidista a las democracias que intentamos levantar en países como Irak y Afganistán? Después de todo, en Israel, que es una democracia genuina, el extremadamente fragmentario sistema de partidos es un obstáculo para un gobierno bueno y estable. Este tipo de cuestiones ha de plantearse y debatirse en los medios, los think tanks y los departamentos universitarios de Ciencias Políticas. No debemos mantenernos por toda la eternidad en la línea derrotista en que estamos atascados con el viejo sistema de partidos.