Las tres leyes del progresismo
El pensamiento progresista puede sistematizarse también
mediante un número reducido de leyes sencillas. No se trata aquí de enumerar
los tópicos más comúnmente manoseados, sino de abstraer unas reglas formales.
Carlos López Díaz –
Por alguna razón misteriosa, o que al menos lo parece,
existen muchos fenómenos, estudiados por las disciplinas más diversas, que
pueden ser descritos mediante tres leyes: no dos ni cuatro, sino precisamente
tres.
Citemos por ejemplo las tres leyes de Newton, las de Kepler,
las de Mendel o las de los gases. En el campo de las ciencias sociales, Robert
Conquest propuso el trío de leyes conocidas por su nombre, y en la literatura
de ciencia-ficción son dignas de mención las populares tres leyes de la
robótica, formuladas por Isaac Asimov.
El pensamiento progresista puede sistematizarse también
mediante un número reducido de leyes sencillas. No se trata aquí de enumerar
los tópicos más comúnmente manoseados, sino de abstraer unas reglas formales,
previas a cualquier contenido concreto. Las exponemos a continuación.
“No olvidemos que el medio en que
surge el progresismo es la civilización cristiana, no la islámica, la hindú o
la china”
Primera Ley: El progreso sólo se da en una dirección
Corolario: Quien discrepe acerca de cuál sea esa dirección,
está en contra del progreso. Por ejemplo, para un progre, la legalización del
aborto es un paso más en el camino de la liberación de la mujer.
En cambio, quien considera que es todo lo contrario, un
drástico paso atrás en la defensa de la dignidad de la vida humana, será un
integrista fanático que está en contra de las mujeres y por supuesto del
progreso.
La primera ley propugna un monopolio de la verdad, lo que
implica un conflicto ineludible con la verdad revelada según el cristianismo.
No olvidemos que el medio en que surge el progresismo es la civilización
cristiana, no la islámica, la hindú o la china. Sin tener en cuenta esto, no se
entiende nada.
El progre, por mucho que presuma de tolerante y escéptico,
se cree en posesión de la verdad absoluta. También el cristiano, pero la
diferencia crucial es que el segundo no esconde el carácter indemostrado de sus
dogmas de fe.
No engaña a nadie sosteniendo que sus convicciones se
derivan exclusivamente de la razón y la ciencia (aunque no rehúse apoyarse
también en ellas), como sí hace el progre.
Dicho sea de paso, nada más falso que ese supuesto apoyo de
la ciencia a las tesis progresistas. Estas, en lo que respecta al papel de la
cultura en las diferencias entre los sexos, por ejemplo, entran en
contradicción con las abrumadoras evidencias científicas que, sin negar la
influencia del medio, ponen de relieve el enorme peso de la genética. Lo ha
expuesto ampliamente, por citar sólo a un autor, el psicólogo evolucionista
Steven Pinker, en su conocida obra ‘La tabla rasa’.
Cuando un magistrado como Antonio Salas publica en las redes
sociales determinadas reflexiones de sentido común sobre el problema de la
violencia que sufren algunas mujeres, ideas que chocan con la visión oficial de
la ideología de género, la reacción de ciertas indignadas feministas es
recomendarle al juez cursillos de formación.
Ni se les pasa por la cabeza la idea de que tal vez sean
ellas, y ellos, quienes tienen un déficit formativo, que suplen con mantras
ideológicos.
“Para un progre, la crisis de la
familia tradicional es un progreso, aunque sólo fuera porque la percibe como
una tendencia imparable e irreversible”
Segunda Ley: El progreso es inevitable a largo plazo
Corolario 1: Aquello que es (supuestamente) inevitable a
largo plazo, necesariamente será un progreso. Corolario 2: Oponerse al progreso
no sólo es inmoral, es también inútil.
Para un progre, la crisis de la familia tradicional es un
progreso, aunque sólo fuera porque la percibe como una tendencia imparable e
irreversible. No queda otra opción que asumirla como un signo de los tiempos.
De ahí la matraca de que la Iglesia debe adaptarse a las
transformaciones sociales, discurso interiorizado por una parte del propio
clero.
La segunda ley establece un evidente fatalismo histórico,
extrapolado aventuradamente a partir del avance tecnológico, desde el
descubrimiento del fuego hasta el desciframiento del genoma humano. Es sin duda
propio de una cosmovisión materialista o positivista.
Que, sin ir más lejos, el director del Proyecto Genoma
Humano, Francis S. Collins, al igual que tantos grandes científicos, sea un
ferviente cristiano, no es obstáculo para que los progres sigan recreándose en
su tosco relato maniqueísta del conflicto entre razón y fe, en el que
indefectiblemente –nos aseguran– triunfará la primera.
“Los progres despliegan un talento
innegable para distinguir entre injusticias intolerables y otras
‘comprensibles’ o incluso legítimas”
Tercera Ley: El progreso no se puede medir con la misma
escala de valores en todas partes
Las violaciones de derechos humanos en países de economía
socialista o no occidentales no son juzgadas por los progres con la misma
severidad que gastan con países democráticos.
Como mucho, admitirán la existencia de “errores” y
“excesos”, pero nunca reconocerán que el problema se encuentre en las tesis
progresistas de partida. Y con frecuencia culpan a los países democráticos de
la pobreza, el terrorismo y hasta las catástrofes climáticas.
La tercera ley está emparentada inequívocamente con el viejo
principio de que el fin justifica los medios, exacta antítesis de la ética
cristiana, como ilustró inolvidablemente Arthur Koestler en ‘El cero y el
infinito’.
Los progres despliegan un talento innegable para distinguir
entre injusticias intolerables y otras “comprensibles” o incluso legítimas, al
considerarlas como el precio inevitable que debe pagarse por el triunfo y la
supervivencia de la revolución de turno.
Así amparan desde el genocidio de La Vendée hasta los presos
de ETA; pasando, cómo no, por las criminales dictaduras socialistas del siglo
pasado y el actual. Esta bula de la que goza el comunismo no se limita a las
izquierdas.
La presidenta de la comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes,
expresó en una ocasión su “respeto” por los comunistas. En su disculpa cabe
suponer que no debe haber leído a Koestler… Ni a Solzhenitsyn, ni a Revel, ni
tal vez nada.
Concluyendo, el pensamiento progresista hace del progreso un
dios, y como tal invencible e incuestionable. Una patética caricatura del Dios
judeocristiano, al que no por casualidad ansía ver desterrado del espacio
público.