jueves, 21 de marzo de 2013

Pillería



Por si acaso No conocías esta “Pilleria” , es una insignificancia para lo que hacen ahora...

EL CONDE DE ROMANONES

Cuan Bueno es Saber ....para conocer !

Es antológica la anécdota protagonizada por don Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones. Este caballero fue elegido diputado ininterrumpidamente por la circunscripción de Guadalajara desde 1891 a 1923 en las listas del Partido Liberal. Y el secreto de sus reiterados triunfos electorales era una habilidosa combinación de caciquismo y clientelismo hasta el punto de hacer de la provincia alcarreña su verdadero feudo.

En cierta ocasión, don Antonio Maura, que llegaría años después a ser jefe del Partido Conservador y Presidente del Consejo de Ministros en varias ocasiones, decidió disputar el escaño al jabonoso conde. Se presentó en Guadalajara y allí se le informó de que tendría muy complicada la cosa pues el Conde de Romanones ofrecía a cada elector 2 pesetas por voto y que eso había generado un tejido cautivo muy difícil de rasgar.

- Muy bien, dijo Maura. Si Romanones paga el voto a 2 pesetas, yo lo pagaré a 3.
Y, dicho y hecho, Maura empezó a comprar los votos a 3 pesetas.

Pasados unos días Romanones llegó a Guadalajara, como siempre, a repetir la jugada. Pero cuando hubo llegado se le informó que ese año lo tendría realmente difícil puesto que Maura se le había adelantado y además había ofrecido 3 pesetas por voto. Entonces Romanones no vaciló. Fue localizando a los electores que habían sido tentados por Maura y, uno por uno, les iba diciendo:
- Toma un duro y dame las tres pesetas (que habían previamente recibido de Maura).

El resultado lo pueden imaginar: Romanones arrasó, los electores se embolsaron cada uno un duro (cinco pesetas) y a Romanones los votos le costaron a dos, como de costumbre.

¿Y todavía hay ingenuos que dicen que hemos progresado?

 

Federalismo (Rafael Gambra)


FEDERALISMO
según Rafael Gambra Ciudad


"Frente a ellos existe un federalismo lógico y viable, complemento natural de patriotismo, que definimos ya como un sentimiento radicalmente distinto del nacionalismo. Es el federalismo que se concibe, no. como un postizo sistema de agrupar nacionalidades ya hechas, sino como un modo natural de evolucionar y crecer la vida política de los pueblos. Este federalismo no se refiere sólo a las relaciones Internacionales, sino también al gobierno de los pueblos desde sus más pequeñas células comunitarias. El proceso que a lo largo de la Edad Media creó las actuales nacionalidades europeas fue un proceso profundamente federativo. Pero puede decirse también que la vida y constitución interna de los pueblos fue durante aquellos siglos, y desde sus orígenes, una coexistencia federal Cada pueblo de España, por ejemplo, se concebía como una comunidad de familias o vecinos, y tenía sus ordenanzas propias y una propiedad comunal que se consideraba como patrimonio de todas esas familias, inalienable porque no pertenecía sólo a la generación presente, sino también a las venideras. Cada municipio tenía su organización jurídica y sus leyes propias, adaptadas a sus costumbres y modos de vida. A lo largo de las luchas de la Reconquista todos los pueblos se consideraban, como por un derecho natural, independientes en lo que concernía al gobierno interior o municipal, pues los reyes y señores feudales se limitaban a exigir los pechos o tributos y la aportación personal para la guerra. El Estado, en el concepto moderno de una estructura nacional uniforme de la que todo organismo inferior recibe una vida delegada, no existió en la antigüedad ni en la Edad Media. De aquí que los primeros tratados sobre el Estado denomina-
sen Del Príncipe, porque la persona del rey era el único elemento coordinador de aquella coexistencia de poderes autónomos, la fuente de una autoridad (la de los alcaldes), que debía hacer justicia de acuerdo con las ordenanzas de cada célula comunitaria. Puede deducirse de aquí que el federalismo ha sido principio informador de la sociedad en que hoy se asientan los Estados nacionales, sociedad que podía considerarse como una coexistencia federal de comunidades autónomas, auténticamente sociales. Hasta bien entrado el siglo XIX los valles navarros pirenaicos mantenían sus propias ordenanzas con un contenido jurídico autónomo, de las que sólo subsisten ya leves vestigios, y cada Junta de Valle hacía una declaración de guerra propia cuando el rey la declaraba. Esta constitución interna de los pueblos se prolongaba en el exterior con unas ilimitadas posibilidades de federación, que llegaron parcialmente a realidad hasta que el proceso resultó truncado con el advertimiento del constitucionalismo nacionalista. Federal fue la génesis de lo que hoy' llamamos España -la unión voluntaria, histórica, de los pueblos españoles-, como federal es su escudo, constituido por la agrupación de cuatro diferentes bajo una misma corona. Esta federación se realizaba a veces a favor de la política matrimonial de las casas reinantes; otras, a causa del proceso de homogeneización y contacto que entre los pueblos se operaba y de sus consiguientes conveniencias históricas. La no realización de alguno de estos dos factores dificultaba a veces la federación; pero ésta, por uno y otro camino, se verificaba o podía, al menos, verificarse. La condición general para que la sociedad tuviera esta estructura y este dinamismo federalista fue la comunión de los espíritus en la unidad superior y última de la Cristiandad. El que esta unidad o aglutinante social tuviera trascendencia universal (para el mundo civilizado u occidental, al menos), y que fuese de naturaleza espiritual y religiosa, hacía de la unidad política un factor en cierto modo inesencial, algo moldeable por la Historia y ajustable a los hechos.


Las unidades políticas que hoy llamamos naciones podían ampliarse a medida que las distancias se acortaban o que las diferencias locales disminuían en un proceso de unión federativa que no privaba a los pueblos de seguir gobernados por sí y por sus leyes en aquello que sólo a ellos concernía.

Cuando la paz de Westfalia reconoció la escisión religiosa, la unidad social de Europa dejó de ser religiosa para convertirse en meramente jurídica y política ; la Cristiandad dejó de existir como patria de todos los hombres para transformarse en una coexistencia de poderes políticos propiamente nacionales. Entonces el carácter último e inapelable -sagrado- que había tenido la Cristiandad, se traslada a lo que hoy llamamos sinónimamente Nación o Estado. Estas realidades salen así del terreno de lo histórico y cambiante, para pasar al de lo esencial e intangible; pasan del campo de lo conversable al de lo dogmático.

Las sociedades políticas dejan de ser la convivencia federal, bajo una autoridad de poderes locales e históricos anteriores en su origen a esa autoridad y autónomos en su gobierno, y se convierten en estructuras uniformes y centralizadas hacia el interior y cerradas hacia el exterior. Hablar de federación será desde este momento un imposible teórico y práctico, porque no existe ya un lenguaje superior al de las propias nacionalidades sobre el que entenderse.
Cualquier proyecto de federación internacional sonará a blasfemia, como a un creyente sonaría el hablar de una fusión de cristianismo y mahometismo mediante una reducción a sus puntos coincidentes.

Sin embargo, el federalismo o régimen político abierto sigue siendo, como radicado en la naturaleza de las cosas, algo necesario para la sociedad, y que ésta reclama de mil modos diversos. Aun al margen del pensamiento católico y tradicional, el federalismo ha resurgido continuamente, desde el antiguo doctrinarismo federal de Pi y Margall hasta la actual proliferación de movimientos federalistas. Pero todos estos modernos federalismos -verdades a medias, fragmentos de un más amplio sistema- han pretendido restaurar aquel viejo proceso federativo prescindiendo de la ya perdida unidad religiosa, es decir, sobre bases meramente practicistas. Nunca han llegado, sin embargo, a realizaciones, ni pueden llegar, porque hablan entre si lenguajes diferentes.
Una sociedad puede mantenerse en su organización política sin unidad religiosa, es decir, sobre bases sólo practicistas, cuando las instituciones sociales y autónomas .--,federales- no se han destruido, sino que han mantenido -por inercia- su propia vida y dinamismo. Tal es el caso de los pueblos británicos.

Pero cuando la estructura social ha desaparecido bajo la acción uniformista de los Estados unitarios no podrá reconstruirse una sociedad federal sin una
previa unidad religiosa y sin el respeto estricto a la realidad histórica que conserve cada pueblo, a la propia espontaneidad de su vida social. Porque pretender crear desde el Estado organismos infrasoberanos y autónomos es, práctica y teóricamente, empresa contradictoria."
De "Eso que llaman Estado" Ed. Montejurra. Madrid, 1958

(Foro Carlista 2 Dic 2003)