El totalitarismo no es, como suele creerse, una inflación del aparato burocrático-administrativo del Estado, o acaso una proyección del poder omnímodo de este.  Aunque ciertamente así es como se ha presentado históricamente, esta es solo una de las posibilidades entre las muchas en que puede encarnarse.
La Kampuchea de los Khemeres rojos era totalitaria hasta el tuétano y, sin embargo, el Estado había sido destruido por los revolucionarios. Quizá nadie haya avanzado tanto en la senda del totalitarismo como los khemeres camboyanos; y, sin embargo, estos destruyeron todas las instituciones, el ejército, los tribunales, la policía, las universidades, la sanidad… ¿totalitarismo sin Estado?

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Tampoco el totalitarismo nazi expresaba un Estado que abarcara todas las esferas de la vida pública; el ejército quedó al margen de su control hasta los últimos meses del régimen, la economía era en buena medida privada y las Iglesias tampoco fueron “coordinadas” hasta sus últimas consecuencias, sobre todo la católica; los alemanes, además, podían abandonar el país cuando quisiesen. ¿Entonces?
Lo que caracteriza al totalitarismo no es necesariamente el peso del Estado, sino la imposición a toda la sociedad de una religión política
Lo que caracteriza al totalitarismo no es necesariamente el peso del Estado, sino la imposición a toda la sociedad de una religión política y el consecuente despliegue de lo que Michael Burleigh denomina las “causas sagradas”. Frente a lo que se ha dado por supuesto tantas veces, en las sociedades totalitarias, lo primero que se ha sometido al poder de la religión política ha sido el Estado. Hablamos impropiamente, pues, de Estado totalitario, cuando deberíamos hablar de sociedad totalitaria.
La cuestión de fondo es, entonces, si una democracia puede adoptar rasgos totalitarios o, incluso, si puede convertirse ella misma en un régimen totalitario. Y la respuesta es que, en realidad, un totalitarismo consecuente es mucho más posible en una democracia y que, si aún no se ha producido de forma completa en nuestros días, ello es sólo porque los sistemas totalitarios históricamente reconocibles dieron un salto adelante tan velozmente entre los años 20 y los 40 del siglo pasado que han tenido la virtud de retrasar la conversión de la democracia de origen liberal en democracia totalitaria.
Porque el verdadero carácter de nuestra época, considerada en su conjunto desde la Ilustración y las revoluciones liberales del XIX, es el de la tendencia a una sociedad ideológicamente homogeneizada, finalidad, confesa o no, de las ideologías dominantes.
El dictador nazional-socialista, Adolf Hitler / Flickr
El dictador nazional-socialista, Adolf Hitler / Flickr
Las consideraciones que se han hecho del totalitarismo desde el siglo XX son, sin duda, muy variadas. Se han producido innumerables ensayos, tratados, críticas, en todos los órdenes del pensamiento histórico y social. Pero, quizá, la más paradigmática de las controversias a este respecto es la que se produjo a fines de los años cuarenta entre dos de las más destacadas plumas del panorama literario sajón, Aldous Huxley y George Orwell.
Sobradamente conocida es la visión del segundo que, plasmada en la celebérrima 1984, cifraba en el triunfo del socialismo soviético el futuro del planeta, en lo que describía como una bota militar aplastando un rostro humano como imagen gráfica de ese mismo futuro.
Obra última del rebelde escocés, aclamada universalmente –puede que por reflejar los temores de un mundo considerado libre y que, quizá, tenía más miedo a la esclavitud comunista que verdadera querencia a un sistema político que se presentaba como su contrario- encontró en Huxley un contradictor decidido y, por lo demás, certero.
La población “amaría su esclavitud”, por lo que no sería necesario ejercer coacción alguna sobre ella; la esclavitud se fabricaría a través la educación
Lo que Huxley proponía como modelo de futuro no era la visión de un totalitarismo anónimo basado en la evolución de una dictadura al uso, con un fuerte poder militar dominando la sociedad, una represión abierta y una visible fractura entre dominantes y dominados; por el contrario -y esto remitía antes a una evolución a partir de la democracia que a una dictadura abierta-, para Huxley el consenso “libre” era la clave de lo que vendría en un futuro no muy lejano. La población “amaría su esclavitud”, por lo que no sería necesario ejercer coacción alguna sobre ella; la esclavitud se fabricaría a través la educación y de unos medios de comunicación plurales cuyo mensaje de fondo sería muy aproximado.
Parece evidente que, para la consecución de este fin –sobre todo si se considera el actual estado de globalización-, no es necesario que el sistema se constituya como una dictadura clásica. Aún más, el mantenimiento de un sistema formalmente democrático facilitaría las cosas; el desarrollo tecnológico refuerza los elementos de control de manera pretendidamente desideologizada y neutra.
La aparente pluralidad social es apenas un barniz, bajo el cual las formas de ser y de pensar se homogeneízan a enorme velocidad
Los elementos que vertebran las sociedades de nuestro tiempo conforman una verdadera religión política. La aparente pluralidad social es apenas un barniz epidérmico, bajo el cual los hábitos, las costumbres y, sobre todo, las formas de ser y de pensar se homogeneízan a enorme velocidad. Las semejanzas convergen, raudas, en los más variados aspectos. Las personas que habitan el siglo XXI son menos conscientes de su sometimiento que nunca antes.
Hoy, como ayer, también son agentes extraños al Estado los que ponen a este a su servicio. Los programas de identidad de género, aborto y esterilización han sido impulsados, con enorme eficacia en todo el mundo, por las fundaciones privadas de los multimillonarios estadounidenses, convirtiendo a la ONU en su instrumento.
Panorámica de la Asamblea General de las Naciones Unidas /Flickr
Panorámica de la Asamblea General de las Naciones Unidas /Flickr
No hay que buscar en esto anomalía alguna; la política de los Estados Unidos se ha basado siempre en la defensa de los intereses privados, económicos e ideológicos, de sus más poderosos ciudadanos. Con este servir los objetivos de los grupos de Bill Gates, de Rockefeller, de Ted Turner, lo que hace es consecuente con su proceder secular. Sólo después de la implementación de programas con carácter universal, los Estados –muchos de ellos coaccionados- han adoptado dichas políticas.
Lo que se está construyendo ante nuestros ojos es una sociedad totalitaria como el mundo no ha conocido otra
En Occidente, esos mismos Estados han abrazado la causa de su autodestrucción con la seguridad del sonámbulo, pues la desaparición de la nación-estado es condición necesaria para conducir a buen puerto la causa del Nuevo Orden Mundial.
Lo que se está construyendo ante nuestros ojos es una sociedad totalitaria como el mundo no ha conocido otra. Sin Stasi, sin KGB, sin Securitate. Una sociedad que sólo muy ocasionalmente usará de los recursos represivos clásicos para mantener su orden, erigido sobre unas creencias dogmáticas que constituyen una verdadera religión de reemplazo de la religión verdadera. Más pronto que tarde esta será también conminada a adaptarse a las normas de la sociedad globalizada mundial. El precio de la supervivencia será la obediencia.
A este totalitarismo le importan menos las relaciones políticas de los hombres que su privacidad. Lo que verdaderamente persigue es el viejo sueño revolucionario de moldear al hombre para crear uno nuevo. Sus imposiciones abarcan desde lo dietético hasta lo sexual, pasando por los hábitos de salud o el tiempo libre. Y a todo ello acceden las personas del siglo XXI sin concederle la más mínima importancia; al contrario, más seguras que nunca de su libertad.
No hay razón alguna para que el nuevo totalitarismo se parezca al antiguo
Permítanme despedirme con unas palabras de Aldous Huxley, al que ya hemos citado con anterioridad:
Desde luego, no hay razón alguna para que el nuevo totalitarismo se parezca al antiguo. El Gobierno, por medio de porras y piquetes de ejecución, hambre artificialmente provocada, encarcelamientos en masa y deportación también en masa no es solamente inhumano (a nadie, hoy día, le importa demasiado este hecho); se ha comprobado que es ineficaz, y en una época de tecnología avanzada la ineficacia es un pecado contra el Espíritu Santo”.
“Un Estado totalitario realmente eficaz sería aquel en el cual los jefes políticos todopoderosos y su ejército de colaboradores pudieran gobernar una población de esclavos sobre los cuales no fuese necesario ejercer coerción alguna por cuanto amarían su servidumbre. Inducirles a amarla es la tarea asignada en los actuales estados totalitarios a los Ministerios de Propaganda, los directores de los periódicos y los maestros de escuela.”


Historiador, profesor y escritor. Ha publicado tres libros de su mano y colaborado en otros dos. Está pronto a publicar un cuarto y ya prepara el quinto. Desconfía de las multitudes y de las mayorías, y está convencido de que a cada época la salva un pequeño puñado de hombres que tienen el valor de ser inactuales.