sábado 10 de enero de 2009
Contención, Educación, Post-modernidad
por el Dr. Aníbal D´Angelo Rodríguez
Tomado de Revista Cabildo, Bs.As., noviembre de 2004, pp. 27-30.
Contención.
Con cualquier
motivo, cada vez que se habla de escuelas y colegios, salta el sustantivo
“contención”, el adjetivo “contenido” y el verbo “contener”.
El diccionario dela Academia
da, de este último, tres acepciones
El diccionario de
1. Llevar o encerrar dentro de sí una cosa a
otra;
2. Reprimir o sujetar el movimiento o impulso de un cuerpo;
2. Reprimir o sujetar el movimiento o impulso de un cuerpo;
3. Reprimir
o moderar una pasión.
Desde luego, hay que descartar la tercera acepción. Nada más ajeno
a la cultura moderna que semejante idea. Las pasiones tienen vía libre y a eso
se lo conoce con el nombre de “libertad”. Veamos entonces la segunda acepción
de la palabra: reprimir o sujetar a algo o a alguien. La primera idea que se
nos viene a la mente es que, puesto que “reprimir” está prohibido, se ha
acudido a la palabra contención para reemplazar una idea nefanda para la
modernidad. Pero me parece que aquí hay algo más que el escamoteo de un término
y su reemplazo por un sinónimo. En definitiva, la educación moderna no sabe qué
hacer con el supuesto objeto de sus desvelos, es decir el alumno, el
“educando”. Guiada por una psicología sin alma, enredada en los laberintos de
una pedagogía que no sabe pasar más allá de los “métodos”, el alumno ha
terminado por convertirse en una incógnita y, eventualmente, en un peligro. Si
hasta ha empezado a hablarse del riesgo educacional como una
clase muy especial –y muy aguda- del riesgo laboral. Con sus
agresiones físicas cada vez más comunes pero sobre todo con su indiferencia cada
vez más profunda, con su desapego cada vez más acentuado, el alumno se ha
convertido en un desconocido, en un ser del que cualquier cosa puede esperarse,
desde una cuchillada hasta una mirada de infinito desprecio. Me corrijo: el
desprecio es –al fin y al cabo- una cierta relación entre personas. El que
desprecia le está diciendo al despreciado: “Te he pesado y medido y te rechazo
por lo que eres”. La actitud del alumno posmoderno es mucho peor. Se puede
traducir simplemente en “No tengo interés en vos, ni en pesarte ni en medirte.
No tengo interés en lo que pretendes enseñarme. Para decirlo todo de una vez:
no tengo interés en nada. Y de la cultura socialmente vigente, no de tus
envejecidas enseñanzas, saco como conclusión que puedo hacer –y probablemente
intentaré hacer- cuanto se me venga en gana”.
En estas condiciones debe entenderse lo de la “contención”. El
alumno es como una bomba de tiempo cuyo reloj nadie sabe cuándo va a dar la
señal de estallar. Entonces hay que contenerlo, es decir “contentarlo”
(esa es la verdadera traducción de la palabra) para demorar lo más posible el
estallido. O –en todo caso- que acontezca lejos, en el tiempo y en el espacio,
de las aulas. Y eso, al fin y al cabo, más o menos se logra. Chicos que matan a
tres de sus compañeros y hieren a cinco, son pocos. (Este es el argumento de un
lamentable sueltito de Orlando Barone en La Nación del 3 de Octubre [2004])
La mayoría de los alumnos, ya lejos de las aulas, cuando se mira
en el espejo y ve que nada serio ha aprendido, que nada le han dicho ni sabe
sobre el sentido de su vida, estalla en mil pedazos y se convierte en la nada
que le han metido en el alma durante su paso por las escuelas, colegios y
universidades, cuando apenas si ponía en práctica la primera acepción del verbo
contener: estaba dentro de un aula en vez de vagar por las calles. Y no mucho
más.
Educación
y contención.
Desde luego, hay que agregar que nada más opuesto a la educación que la contención. Aún en la primera y casi inocente versión de la contención, cuando se refería simplemente a sacar a los chicos de las calles y meterlos en un colegio pensando que de esa manera consumirían menos drogas, realizarían menos asaltos y golpearían a menos gente. Porque educar (e-ducere) tiene la misma raíz que conducir (con-ducere) y consiste precisamente en llevar al educando a donde debe llegar para ser el mismo en su versión mejor.
En ese “ser lo que se debe ser” bajo la amenaza de –en caso
contrario- “ser nada” que San Martín aprendió de los griegos. O sea, se opone
aquí una educación que conduce a algún lado y una contención que mantiene al
alumno inmóvil aunque intentando –eso sí- llenarlo de conocimientos. Sólo que
no se aprende ni literatura, ni inglés, ni matemática para saber literatura,
inglés o matemática. Las asignaturas son los instrumentos para embellecer,
mejorar y desarrollar al máximo de sus posibilidades el alma de los educandos.
Todo esto no niega ni las “salidas laborales” que tanto preocupan a nuestros
especialistas, ni los estudios sobre metodologías mejores o peores que ocupan
hoy un espacio desproporcionado. Simplemente relega todo eso al papel
instrumental y secundario que tiene y pone el acento en un proceso que debe ser
difícil (“no hay métodos fáciles de aprender cosas difíciles”: Chesterton) pero
gozoso para el profesor y el alumno, al menos en la perspectiva que dan los
años, cuando se borran los inevitables accidentes de la ruta.
Pero esta educación moderna se empantana en los métodos y su himno
debería ser el que canta Serrat con letra de Machado: “Caminante, no hay
camino, se hace camino al andar”. Y entonces ¿cómo podrían convencer a los
convocados a las aulas que tiene sentido seguir un camino tan marcado como el
de la enseñanza, que hasta tiene “programas” como mapas de recorrido? ¿Hay
camino o no hay camino?. Y si lo hay, ¿lleva a alguna parte?.
Convencer a alguien que llega a las aulas con el alma ya
impregnada del relativismo de la cultura actual de que vale la pena un esfuerzo
cuya meta se ha desdibujado hasta borrarse… es tarea no difícil sino imposible.
El único reemplazo a mano es el de la utilidad y de la “salida laboral”. Pero
en primer lugar esa salida ya no es tan clara como lo era hace cincuenta años y
los “medios” nos regalan los ojos día a día con las imágenes de señores y
señoras (y hasta señoritas) que con tercer grado aprobado –con suerte- se ganan
muy bien la vida pateando una pelota o moviendo la colita en las pasarelas.
Lo de la utilidad de las aulas naufraga así lastimosamente. Por
otra parte, ya Platón (La
República , Libro II) ponía entre los bienes “penosos”
aquellos que se refieren al “ejercicio de cualquier profesión lucrativa”. Se
aprecian porque nos son útiles y pueden ser útiles a los demás, pero no pueden
compararse a aquellos que se aprecian por sí mismos, como la alegría y la
virtud. Dos cosas que han huido de las aulas modernas. Ya no hay la alegría de
saber ni se busca el goce de la virtud ni de la sabiduría. Pero si ha
desaparecido hasta la minúscula pero apreciable alegría propia de la juventud,
esa que estalla sin motivo preciso, por el solo hecho de ser jóvenes. Una
violencia apenas contenida, un turbio resentimiento contra todo lo noble, un
espeso magma sexual que inunda las aulas precozmente y las mutila… ése es el
clima de nuestras aulas y por eso “contener” al alumno en ellas es ya una
hazaña digna de Hércules.
Y muy pocos directivos o profesores alcanzan la estatura del
mitológico protagonista de los doce trabajos, aunque a veces tengan que tener
esos doce trabajos para alcanzar un sueldo apreciable.
Educación
y posmodernidad.
Es
que la educación de nuestros tiempos se ha convertido en un teorema sin
solución, como el de Fermat. Si educar es, como dijimos, llevar al alumno a
algún lado (o mejor, ayudar al alumno a que llegue por su pie a algún lado)
entonces el relativismo reinante equivale a la muerte de la
educación tal como se la entendió por milenios: un proceso
que exige del alumno la actitud (ya que no el conocimiento) previa de que hay
algún lado al que ir. Pero esa actitud es rigurosamente incompatible con un
mundo en que ya no hay verdad sino verdades que cada cual hace a su gusto, en
el que ya no hay bien o mal sino “valores” que cada uno construye como se le da
la gana.
Esta situación pone inexorablemente al alumno en la más profunda
imposibilidad de pisar siquiera el umbral del conocimiento auténtico, que
comienza con las preguntas ¿qué es esto? ¿dónde estoy, de dónde vengo y adónde
voy? No hay educación sin pregunta por el ser, sin conciencia de las raíces, es
decir sin tradición. En la revista Ñ de Clarín del 16/10/04 le dan la palabra
(y una página) a un señor Lecuna, que es –parece- “educador e investigador
pedagógico en management educativo” (sabe Dios lo que será ese oficio).
Comienza no del todo mal, lamentando la disolución de los “roles sociales
paradigmáticos: papá, mamá, la maestra, el policía y el sentido de pertenencia
e identidad nacional” pero luego tropieza en el feo bache de una cita de
Sarmiento para el cual “la educación no debe tener otro fin que el aumentar
(las) fuerzas de producción, de acción y de dirección, aumentando cada vez más
el número de individuos que las posea”.
Bueno, que lo creyera Don Domingo Faustino en la segunda mitad del
siglo XIX, lo entiendo. Pero es difícil aceptar que se repita hoy esa idea,
justo cuando asistimos a las exequias de una educación inspirada en ella. Es
como pretender resucitar a un muerto de tuberculosis rociándolo con una dosis
generosa de bacilos de Koch. Por otra parte, la cultura posmoderna tiene dos
versiones: una para imbéciles, difundida por la televisión. Y otra para…
imbéciles también, pero entonces cultos. O por lo menos leídos.
Los pocos establecimientos educativos que tratan de escapar de
este esquema se dedican, en definitiva, al trabajo de
Penélope. Tejen por la mañana, en las aulas, lo que la TV desteje por las noches en el
hogar. Y después se asombran de que los alumnos practiquen una violencia
emparentada con la de los animales (aunque peor, porque la de estos nunca es
gratuita).
A mí no me admira que un educando reparta balazos como confites
entre sus compañeros. Lo que me admira es que no arrojen
todos los días granadas de mano en unas aulas que los convocan a un esfuerzo
duro sin explicarles jamás nada que se acerque siquiera a sus verdaderas
preocupaciones. Por ejemplo, el sentido de sus vidas.
http://cruzamante-actualidad.blogspot.com/2009/01/contencin-educacin-post-modernidad.html