lunes, 16 de septiembre de 2013

Nacionalismo


 

En todo caso los Estados disimulan tras ellos las naciones, con sus interese y sus fracasos, sus amores y sus odios respectivos. La nación representa incontestablemente un valor superior al Estado que no tiene más que una significación funcional, en relación con la formación, la protección y  el desarrollo de la primera. Pero el valor nacional, como todos los otros valores, puede desfigurarse y pretender una significación suprema y absoluta. Llega a ser entonces nacionalismo egocéntrico, enfermedad de la que todos los pueblos están más o menos aquejados y que execra a todas las naciones salvo la suya, tiende a apoderase de  la totalidad de los valores. Incluso reconociendo el valor de la nación, la ética debe pues condenar la aberración del nacionalismo, comparable a las del estatalismo, del clericalismo, del cientifismo, del moralismo, del esteticismo, que ofrecen todas formas de idolatría. En todo caso, si debe condenarlo, debe pronunciarse también contra la mentira que se le opone: el internacionalismo. Las naciones, en tanto que valores positivos, forman parte jerárquicamente de la unidad concreta de la humanidad que engloba su diversidad.
 
Nicolas Berdaiev

Excelencia educativa


Excelencia educativa

José Miguel Gambra

"¿Hijo, qué quieres ser de mayor? Pues... hijo, papá". Así ironizaba sobre su vástago un camarero entrado en años que hablaba, hace unos días, con su compañero mientras servía la barra. "Ahora --prosiguió-- 'me se' va con la novia diez días a Mallorca. ¡Cómo viven estos chicos!"

Estos chicos, sin privarse de ningún placer adulto, prolongan indefinidamente la dependencia de sus padres y se gastan lo que ganan en coches, ordenadores, cadenas de música y diversiones. Estos chicos siguen con juegos de niños hasta los dieciocho años y, hasta los treinta, se pasan buena parte del día entretenidos con Internet y con la televisión. A los treinta y cinco, siguiendo el modelo de la serie Friends, tienen todavía pandillas. "Son mis amigos, por encima de todas las cosas", dice una famosa cancioncilla, con dejes de blasfemia. Y a los cuarenta, empiezan a plantearse el futuro, ante el probable óbito de sus progenitores: se compran un piso de una sola habitación, y todo lo demás sigue igual.

Estos chicos --y no tan chicos-- se divierten, y mucho, cosa que no tiene nada de nuevo. Lo nuevo es que, cuando pierden su tiempo en juergas y pasatiempos, no hacen, como en otro tiempo, algo de más, sino algo de menos. Se juntan, se aman, ven películas, oyen música, se emborrachan o fuman hachís como con desgana y aburrimiento. No lo hacen porque les desborde la fuerza vital de sus pasiones, sino porque les falta fuerza para pensar. Estos chicos ni siquiera son transgresores de normas y costumbres, porque la única norma que conocen es que no hay normas, lo único que creen es que nada es digno de crédito, de lo único que están convencidos es de que nada es verdad. Es decir, estos chicos son escépticos, pero no por exceso de crítica, sino por ausencia de pensamiento. En argot: son pasotas.

Estamos hechos para pensar, esto es, para conocer la realidad, que nos asalta con preguntas y evidencias intranquilizadoras. Pero pensar es doloroso, los datos son molestos y la realidad verdaderamente latosa. Por eso, hace falta mucho instrumento de diversión, mucha conexión con amigos por Internet, mucha repetición de máximas televisivas y, cuando esto no basta, mucho alcohol o suficiente droga para no pensar. Es necesario todo eso en grandes dosis para responder, siempre que se presenta un problema moral, político y religioso: "eso depende", "cada uno ve las cosas a su manera" o "yo paso de esos malos rollos, tío".

Estos chicos ¿de dónde han salido? De nuestro sistema de educación estatal. Lentamente, a base de sucesivos empujones y codazos el Estado Español, ese gran culpable, ha ido arrinconando la educación religiosa y familiar hasta monopolizar, más, mucho más que en otros países, la educación. Desde los ideales ilustrados contra el analfabetismo, hasta los planes de Villar Palasí, las Logses, las Loes, las Lous y todo ESO, pasando por estatismo educativo de Franco (que, por cierto, las jerarquías eclesiásticas admitieron sin chistar), la maquinaria estatal no ha hecho más que engullir todo el control de la enseñanza. Controla la edad de ingresar obligatoriamente en la educación, su duración y contenidos; controla que los listos no destaquen (por eso no pueden aprender a leer antes de los cinco años) y que los otros no se retrasen y, por ello, se les pasa de curso, hayan aprobado o no. Controla la ideología y los métodos de enseñanza, los castigos, los manuales, los exámenes y la preparación de los profesores. Controla el tamaño de los colegios, el de las aulas, el número de cursos y de alumnos por clase, de metros de patio, de gimnasio y de horas de clase, y de todo cuanto se les pueda ocurrir. Controla todo menos lo que debiera, a saber, que no haya bachilleres que no sepan escribir y que no haya profesionales incapaces en las carreras puramente civiles.

Las instituciones educativas se han convertido en grandes establos, de régimen cerrado en el caso de colegios e institutos, de régimen abierto en el caso de las universidades. Su fin ya no es educar, es decir, hacer hombres de bien capaces de enjuiciar cualquier asunto, como decía Aristóteles, sino mantener fuera de las calles a los alumnos y "socializarles", es decir, adoctrinarles en el relativismo democrático e igualar a todos en la ignorancia. No hablaré de las humillaciones que sufren los profesores. En breve tendrán que dar clase detrás de una urna de cristal acorazado y el orden será mantenido por la policía, como ya va a suceder en Francia. De los conocimientos sólo contaré que en 2º de Bachillerato, justo antes de entrar en la universidad, pregunté quien era anterior, Carlomagno o Alejandro Magno ¡y ninguno lo supo en toda una clase!.

Dado tan clamoroso fracaso ¿facilita el estado la educación privada o la educación eclesiástica? Nada de eso. Ni hace, ni deja hacer. No permite la enseñanza en casa. Para fundar un colegio no concertado, hay que empezar por poner alrededor de ocho millones de euros sobre la mesa. No digamos para una universidad. En Francia, cuna del estatismo educativo, los alumnos pueden estudiar a distancia y basta con una casa, y poco más, para hacer un colegio. He conocido una universidad tradicionalista en París, que expide títulos reconocidos por la Sorbona, y cuyos locales se reducen a dos o tres pisos de un edificio. Aquí no: la constitución declara la libertad de enseñanza, pero el estado pone tales exigencias materiales para que se establezca un colegio o una universidad, que ninguna asociación que no sea muy poderosa puede ni siquiera planteárselo.

Los informes Pisa, los de la OCDE y de otros organismos internacionales, han puesto recientemente en la picota el sistema educativo español como uno de los que están a la cola de los países desarrollados. Algunos, desde la perspectiva del estado de derecho democrático se han llevado las manos a la cabeza. Por ejemplo Pérez-Reverte, con la delicadeza que le caracteriza, ha puesto de vuelta y media a Zapatero (al cual llama imbécil) y a sus ministros y ministras (cuya madre no se olvida de mentar), porque las sucesivas reformas socialistas --no menos que las del PP-- han dado como resultado la ignorancia supina, la incapacidad de comprender el mundo, en que se halla sumida buena parte de nuestra juventud.

Pues bien, no estoy de acuerdo. Desde el punto de vista democrático, es un craso error calificar de desastrosa la educación pública española. Para verlo basta remontarse a Rousseau, padre doctrinal de la democracia, con su Contrato Social y padre, a la vez, de la pedagogía moderna, con su Emilio. Una cosa es complementaria de la otra. El pacto social conlleva que "cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la suprema dirección de la voluntad general". Si una voluntad particular se niega, por disconformidad, a obedecer a la voluntad general, es lícito someterla por la fuerza. Con ello, según dice Rousseau, se obliga al ciudadano a ser libre, pues sólo la constitución de la voluntad general impide que estemos sometidos a una voluntad de otra persona. La voluntad personal pasa, en lo que se refiera a los asuntos públicos, a ser voluntad general, que, de hecho, se identifica con la voluntad del que ha sido votado. En nuestro caso con la voluntad del Sr. Rodríguez y su corte de los milagros.

Ahora bien, cuando se ha amputado la voluntad personal en lo que a las cuestiones sociales se refiere; cuando todo el interés por los asuntos comunes, o por la patria, se puede plasmar solamente en el voto a partidos e individuos que harán lo que les venga en gana; cuando todo eso sucede --digo-- es necesario lobotomizar también la inteligencia sobre tales temas. Si se dejara que los españoles fueran educados en el sentido clásico de la palabra, es decir, si pudieran tener una concepción del mundo razonable, que les habilitara para juzgar sobre el bien y el mal en temas de política y en cualquier otro, su sufrimiento sería insoportable y resultarían, además, difícilmente gobernables. Al que le cercenan un órgano le anestesian; lo mismo debe hacerse con el que ha cedido su capacidad decisoria sobre sus deberes más importantes. Otra cosa sería crueldad. Los ciudadanos de una democracia sólo deben tener los conocimientos necesarios para la producción; deben limitarse a la profesión que les permite ganarse la vida y pagar los impuestos. Sobre todo lo demás, tienen que estar convencidos de que no cabe conocimiento seguro, y de que todo es cuestión de un gusto que queda a discreción de los representantes de la voluntad general.

Por eso, según dice Rousseau en el Emilio, la educación del niño individual deberá "ser puramente negativa, la cual no consiste ni en enseñar la virtud ni la verdad, sino en librar de vicios el corazón y el espíritu del error". ¿A qué se refiere con eso del vicio y del espíritu de error? Pues a los conocimientos que van más allá de lo que necesita en su vida personal, es decir, a los conocimientos filosóficos y a los que proporciona la Revelación. "Son los filósofos con su preceptos, los sacerdotes con sus exhortaciones los que envilecen" el corazón del niño, dice Rousseau. La enseñanza tiene como finalidad evitar las preocupaciones sobre el futuro, que nacen de la metafísica, de la religión y de la moral: "Si pudierais no hacer nada, ni dejar hacer nada, si lograrais tener sano y robusto a vuestro alumno hasta la edad de doce años, sin que supiera distinguir su mano derecha de la izquierda, desde vuestras primeras lecciones se abrirían lo ojos de su entendimiento a la razón, sin baches ni preocupaciones". Porque así disfrutará de la vida, sin que las teorías y religiones la ensombrezcan. "Padres --recomienda Rousseau--, tan pronto como puedan vuestros hijos gozar del placer de la existencia, haced que disfruten de él, y cuando les llegue la hora en que Dios los llame, no mueran sin haber disfrutado de la vida".

Vista desde la genuina doctrina de la democracia, la educación pública española es un éxito sin precedentes: tras un larguísimo período de instrucción, que se extiende hasta los veinticinco años, los discentes han aprendido a manejar, con más o menos pericia, unos instrumentos de producción y, sobre todo, han aprendido que nada más puede aprenderse. Se ha logrado que los alumnos no distingan la derecha de la izquierda, no ya hasta los doce años, como dice Rousseau, sino hasta la edad de jubilación. La inmadurez e inconsciencia del adolescente se junta con la recaída en la infancia del anciano. No sólo se les ha extirpado la voluntad particular en beneficio de la voluntad general, sino que se ha completado la operación con la ablación de toda concepción del universo que les permita juzgar con independencia de la voluntad general. Y si usted, amigo lector, duda que sea excelente tal educación, es porque se obstina en conocer, en creer y en desear el bien; es porque, en el fondo, todavía no es usted un demócrata.