Si reaccionamos con energía y determinación, todavía podemos librarnos de este yugo insoportable.
Se ha hablado y escrito abundantemente sobre la hegemonía ideológica de la izquierda en campos tales como el feminismo, la inmigración, el multiculturalismo, la globalización, la memoria histórica, el nacionalismo identitario, la seguridad, la defensa, la valoración de las sentencias de los tribunales, las sanciones a las dictaduras colectivistas y así sucesivamente. En todas estas cuestiones, el dominio de los conceptos denominados curiosamente “progresistas” es abrumador en los medios de comunicación, en los foros de debate y en el Parlamento. Ante esta avalancha de enfoques políticamente correctos los partidarios de la sociedad abierta y del respeto a la realidad contrastada, se encuentran en permanente retroceso y las fuerzas políticas que supuestamente deberían representar un tratamiento más objetivo de estos problemas actúan siempre acomplejadas sin atreverse a cambiar apenas nada cuando llegan al poder o a lo sumo intentando minimizar tímidamente el mal causado por las desastrosas etapas socialistas.
Se ha presentado recientemente en Madrid una plataforma civil llamada “España siempre” que se ha atrevido a abrir un debate sin cortapisas sobre el Estado de las Autonomías, esa forma sui generis de organización territorial del Estado que fue uno de las aportaciones más destacadas de la Transición al cambio democrático en la etapa de gestación de la vigente Constitución de 1978. La doctrina oficial, adoptada tanto por el Partido Popular como por el Partido Socialista, es que este método de fuerte descentralización política, legislativa, administrativa, simbólica y lingüística ha sido un éxito y que ha contribuido muy positivamente a lo largo de las últimas cuatro décadas al eficaz gobierno y al bienestar de los españoles. Los impulsores de “España siempre”, entre los que destaca el ex-ministro de UCD y conocida figura del liberalismo patrio Ignacio Camuñas, han señalado con razón que este lugar común está completamente reñido con la verdad a poco que se analicen los hechos con el rigor requerido.

En primer lugar se trata de un artefacto probadamente ineficiente, plagado de duplicidades, redundancias y entes inútiles de los más variados tipos. Resulta financieramente costosísimo y ha fragmentado el mercado interior español con los consiguientes perjuicios para el buen funcionamiento de las empresas. La diversidad regulatoria y las barreras lingüísticas han acabado con la libre movilidad de funcionarios, de profesionales y de negocios mitigando en buena medida el sano efecto de la competencia generadora de calidad. La corrupción se ha multiplicado al proliferar los centros de clientelismo y de capacidad de decisión. Lejos de pacificar a los movimientos separatistas catalanes y vascos, éstos han utilizado los poderosos instrumentos institucionales, financieros, educativos y de creación de opinión puestos a su disposición para socavar la lealtad constitucional, la Corona y la unidad nacional. La culminación de este largo y sostenido proceso de vulneración del gran pacto civil de la Transición ha sido el intento golpista de secesión unilateral en Cataluña que ha dividido peligrosamente a los ciudadanos de esa Comunidad y que la está arruinando. En cuanto a las diferencias de renta per cápita entre distintas partes de España, aunque en todas ha subido este indicador desde la implantación de la democracia, se han mantenido inalteradas, por lo que se puede concluir que el pretendido efecto igualador del sistema autonómico no se ha producido. Se mire por donde se mire, el Estado de las Autonomías presenta muchos más inconvenientes que ventajas y por tanto es evidente que una seria revisión de sus planteamientos y de su funcionamiento es más que necesaria.
Pues bien, el toque de atención de “España siempre” y su propuesta de examinar fríamente la posibilidad de la transformación del actual modelo territorial políticamente inmanejable y presupuestariamente insostenible en otro de naturaleza unitaria, con unas instancias centrales administrativamente descentralizadas y un poder local fuerte al estilo de Francia, Portugal, Polonia o Suecia, eliminando así el tinglado desordenado y carísimo que hoy nos enfrenta unos con otros, nos complica absurdamente la vida y nos vacía el bolsillo, ha recibido una tormenta de críticas acusándolo de anti-democrático, regresivo, totalitario y cosas incluso peores.
Es decir, que los separatistas están legitimados para proponer la liquidación de España como Nación y seguir ocupando tranquilamente sus escaños y sus cargos públicos y cobrando sus sueldos del erario pagado por los contribuyentes españoles, pero el que se atreva a sugerir una reforma profunda del Estado de las Autonomías en un sentido racionalizador para ganar en eficiencia, en cohesión nacional y en optimización de recursos, es un fascista irredimible. Dos pesas y dos medidas para juzgar las ideas bajo el prisma del pensamiento único progresista, un maximalismo asimétrico que considera las que vienen de un lado, por extremas y destructivas que sean, como aceptables y merecedoras de respeto, mientras que las otras, por sensatas y basadas en datos fehacientes que se muestren, han de ser condenadas sin remisión. Si no nos rebelamos contra esta hemiplejia axiológica, nos encaminamos directos a la descomposición social y a la miseria material. Se dirá seguramente que ya hay demasiada gente que vive de esa tramoya hipertrofiada como para que los partidos acepten su conversión en una arquitectura institucional que responda a las verdaderas necesidades del país. La respuesta es que somos más los que sufrimos las consecuencias de semejante abuso que los que sorben de sus ubres y que, por tanto, si reaccionamos con energía y determinación, todavía podemos librarnos de este yugo insoportable.