El filósofo Ludwig Wittgenstein afirmaba que el lenguaje tiene la propiedad de representar la realidad del mundo. La importancia del lenguaje como medio de comunicación y transmisión de ideas ha sido una constante en la historia de la humanidad. Pero además, los mensajes implícitos en las palabras sin duda afectan a nuestra manera de percibir el mundo y modelan nuestro pensamiento. Alain de Benoist sostenía que “toda lengua es un código, y este código determina categorías de pensamiento. George Orwell lo demostró en 1984: quien controla el poder de definir las palabras, controla también las mentes”.
Viene esta reflexión a cuento de la operación humanitario/mediática del buque Aquarius y el uso indiscriminado del término refugiado para calificar a los ocupantes de la embarcación. Según la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados, hecha en Ginebra el 28 de julio de 1951 y el Estatuto de los Refugiados, hecho en Nueva York el 31 de enero de 1967, tienen la consideración de refugiado aquellas personas que se encuentren fuera del país de su nacionalidad y corren el riesgo fundado de ser perseguidas por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social u opiniones políticas y no puedan, a causa de dichos temores, acogerse a la protección de su país de origen. Por tanto, el inmigrante por causas económicas de ninguna manera puede ser calificado como refugiado. Nadie en su sano juicio se atrevería a denominar a los miles de jóvenes que han tenido que expatriarse fuera de España en busca de trabajo como refugiados. De igual manera, los cientos de miles de inmigrantes procedentes del tercer mundo que llegan a Europa para mejorar sus condiciones de vida económicas, tampoco pueden denominarse refugiados, hagan dicho viaje con o sin riesgo para su integridad física.
Sin embargo, aprovechando la situación de los verdaderos refugiados amenazados por la guerra civil en Siria, se ha permitido una manipulación del lenguaje que sirve a la pretensión de definir como refugiado a cualquier inmigrante que llega a las costas europeas. De esta forma, quienes piden el control de la inmigración y la expulsión de los inmigrantes ilegales son unos desalmados, gentes insensibles a las indiscutibles razones humanitarias que asisten a cualquier refugiado para ser acogido en nuestras sociedades, que tienen el deber moral de ser solidarias con ellos. Se intenta silenciar a quienes, más allá del sentimentalismo superficial, cuestionan las políticas favorables a la inmigración sin fronteras. Al usar percepciones emocionales en vez de significaciones racionales, se priva a la opinión pública de elementos de juicio para clarificar objetivamente las cuestiones relativas a la inmigración.

Estamos ante una trampa del lenguaje, las categorías de refugiado e inmigrante son jurídica y moralmente diferentes. Por legítimo que sea buscar superar las duras condiciones económicas del país de origen y por inexcusable que resulte auxiliar a quien se encuentra en peligro en el mar, no es posible equiparar la figura del refugiado, persona perseguida, con la del inmigrante. Al utilizar el vocablo refugiado para referirnos indistintamente a todos ellos se superpone su significado al de inmigrante, de tal forma que se elimina cualquier examen crítico sobre las motivaciones de las personas que pretenden llegar clandestinamente por mar a Europa. Se trata de operar sobre la sensibilidad y la emotividad de los ciudadanos para crear un estado de opinión favorable a tratar de manera idéntica la acogida en supuestos tan diferentes, ya que en el caso del perseguido se le deberá dar asilo, y en el caso del inmigrante ilegal, una vez socorrido y puesto a salvo, se le debería devolver a su país de origen.
Estas artimañas para manipular el lenguaje en relación con la inmigración no son nuevas, viene sucediendo con los términos inmigrante ilegal e irregular. Se tilda de racista y xenófobo usar el término ilegal. Las personas no son ilegales. Lo políticamente correcto sería decir inmigrante irregular. Lo que no deja de causar perplejidad, porque entonces, ¿las personas sí pueden ser irregulares? Nuevamente nos encontramos con un subterfugio lingüístico que esconde un mensaje que pretende manipular la realidad.
Quien entra o permanece en un país violando su legislación comete una ilegalidad, igual que quien incurre en cualquier otro comportamiento ilícito, sea defraudar al fisco o comercializar un producto alimentario sin cumplir con los debidos trámites administrativos, etc. Cuando se cambia “ilegal” por “irregular”, en realidad de lo que se trata es de sustituir en la mente del destinatario un término que va asociado a una reprobación social por otro que es considerado disculpable. La carga significativa de uno u otro vocablo es transcendente, quien comete una ilegalidad debe sufrir sus consecuencias, mientras que un comportamiento irregular siempre será subsanable. La fuerza del lenguaje, en un caso apoya las posturas favorables a la “expulsión” de los inmigrantes que no han respetado la legislación y en el otro, justifica a aquellos que patrocinan su “regularización” aunque hayan vulnerado la ley.
Según las últimas estadísticas publicadas por el Ministerio del Interior, menos del 30 % de los extranjeros que son detenidos por infringir la legislación sobre extranjería y permanecer ilegalmente en España son expulsados, en cuanto a las expulsiones judiciales, conforme a las memorias de la Fiscalía General del Estado, poco más del 5 % de extranjeros condenados por la comisión de un delito son expulsados. Y no existe ningún tipo de presión social que demande una solución. Quizá algo tenga que ver la teoría sobre la comunicación “del medio es el mensaje” enunciada por Marshall McLuhan, porque en las modernas sociedades de masas no se dice algo porque sea verdad, se toma como verdad porque se dice.