martes, 5 de agosto de 2014

El espíritu de asociación (Luis Carretero Nieva 1917)



El espíritu de asociación


El amor a la independencia es carácter peculiar del pue­blo castellano, conservado, siempre en aumento, hasta re­cientes siglos. No sucede lo mismo con el
afán de aisla­miento que hoy domina a los castellanos, pero que no ha sido en tiempos pasados defecto de la raza. Muy al contra­rio, los ascendientes de los castellanas viejos son unos antiquísimos precursores de la federación en España, tanto que sus naciones fueron de las únicas de la península que formaron entre sí una federación, no limitándose a esto su deseo de asociarse con otros pueblos, ya entre cánta­bros e iberos, sino una federación permanente, hubo al menos repetidas alianzas y cambios de auxilios.

Un hombre tan autorizado a hablar de estas cosas como D. Francisco. Pi y Margall, escribe lo siguiente: (Las Na­cionalidades,, Libro III, Capitulo 1):

«Se da generalmente el nombre de España a toda la tierra que al sudoeste de Europa separan del resto del Continente los montes Pirineos y el mar de Cantabria. La Historia, en sus primeros tiempos, nos la presenta habitada por multitud de naciones que no enlaza ningún vínculo social ni político. Viven todas completamente aisladas, y ni siquiera se unen para contener las invasiones de Car­tago y Roma, que no tardan en hacer de esta infortunada región pasto de su codicia y campo de batalla de sus eter­nos odios. Si algún día las junta la necesidad,  con la ne­cesidad desaparece la alianza. Solo de cinco de estas naciones sabernos que se confederasen: las de la Cel­tilberia. De las demás, combate ordinariamente cada cual por su reducida patria, no siendo raro que esgrima a la vez sus armas contra los extranjeros y los vecinos. En la época de Augusto sucede por acaso que astures y cántabros se alcen contra las legiones de Roma; a pesar de su contigüidad y de sus comunes peligros no confunden ni reúnen jamás sus ejércitos». Y poco después agrega el gran escritor del siglo pasado, hablando de las mismas gentes autóctonas de España: «Llevan unas su espíritu de independencia hasta la ferocidad y el heroísmo, consagrándose hasta la muerte por no consentir la servidumbre: doblan otras fácilmente la cabeza al extranjero y se acomodan al trato de sus vencedores. Es distinta su cultura y hasta su origen. Proceden urcas de los iberos, otras dé los celtas y otras son mezcla de las dos razas».


Observemos ahora que la Celtiberia fue conocida con este nombre por los escritores griegos y romanos, que fun­dados en su situación occidental, con relación a los demás pueblos iberos, la supusieron poblada por una raza mezcla de ibera y de celta; pero un análisis de las costumbres, de las poblaciones, de los vestigios todos de la vida de nues­tros ascendientes, y el estudio de los mismos escritos de los propios autores, demuestran que no tenían ni la menor semejanza, ni afinidad de ningún género con los pueblos celtas, siendo hoy verdad reconocida y sancionada que los celtas no influyeron para nada entre los pobladores de la llamada Celtiberia. Esta región era, como dice el gran Pi y Margall, una confederación de cinco pueblos y según el sabio Costa, estas tribus o naciones eran: Arévacos, Tur­módigos, Belos, Tithios y Lusones (lusitanos aragoneses). No se comprendía en esta confederación a los vacceos, nación o tribu celta, más o menos pura, la más civilizada entre las confinantes con la llamada Celtiberia, que ocupaba tierras de Valladolid, Palencia y Zamora.

Pero, lo que nos importa para nuestro objeto es fijarnos en esa disposición de nuestros ascendientes tan favorable a la asociación, que les indujo a formar una confederación cuando todos los pueblos españoles vivían en el mayor, mientras que el nuestro no sólo se confederaba entre sí, sino que entablaba relaciones con los cántabros que fueron todo a lo largo de la historia compañeros tan inseparables de Castilla la Vieja y tan esenciales en constitución que sin el concurso del pueblo cántabro, ni hoy ni en el pasado se concibe a nuestra región.

 

Lo que importa a nuestro objeto es señalar que los castellanos conservando siempre su libertad local, constituían sin embargo confederación; tanto que el Sr. Lecea, copiando al Sr. Pidal, dice en su libro La Comunidad y Tierra de Segovia, hablando de la constitución de Castilla «...era por este tiempo, digámoslo así, federal, una multitud de pequeñas repúblicas y monarquías, ya hereditarias, ya electivas, con leyes, costumbres y ritos diferente a cuyo frente estaba el jefe común.» Ese jefe común no era otro más que el rey de Castilla. Prosigue el Sr. Pidal diciendo: «En Castilla había varias clases de gobierno una era el de las Comunidades o Concejos, especie de repúblicas que se gobernaron bastante tiempo por sí mismas, que levantaban tropas, imponían pechos y administraban justicia a sus ciudadanos›


El espíritu de independencia es genuinamente ibero genuinamente cántabro; genuinamente castellano, por tanto, hasta el punto que ningún puebla del mundo podría prestar ejemplos tan concluyentes de heroísmo por la independencia como los de nuestras antecesores, pero ese espíritu de independencia viene unido a otro de solidaridad con el vecino, que dio coma resultado no tan solamente confederación de las municipalidades castellanas, formando el reino, sino también la creación de aquellas Hermandades de que después hablaremos, que son otra prueba más del espíritu federativo de los viejos castellanos.
Hemos señalado como rasgo característico de nuestro pueblo, un amor sin límites a la propia independencia, pero hemos dicho también que era condición peculiar de nuestras gentes el respeto a los pactos, la fidelidad tan alabada por amigos y enemigas de nuestra gente, y con el respecto al pacto una consideración firme y decidida a la persona ajena. ¿Puede haber pueblo con mejores condiciones carácter que estas para vivir en confederación? ¿Puede ser un pueblo así dominador ni absolutista?

El culto a la independencia originó la autonomía de los concejos castellanos y el sentido de federación procuró la unión de unos y otras formando la nación merced al vínculo federal del que era representante el poder real.


La fidelidad característica de la raza para la observación de todo lo pactada, era el principio de armonía entre estos dos temperamentos de nuestra gente, ya que todo el go­bierno del país consistía en el cumplimiento de los fueros locales o generales que más que otra cosa eran pactos verdaderos entre cada villa, ciudad o comarca y el rey símbolo del conjunto de todas ellas, entre el interés local represen­tado por el municipio y el general representado por la monarquía. Cuando se rompió este equilibrio, cuando se deja­ron de observar los pactos, cuando el poder real se desnaturalizó olvidando su misión, comenzó la corrupción del cuerpo castellano su alma se disipó en el tiempo y el espacio.

Valentin Almirall, el propulsor del movimiento regio­nalista de Cataluña, dice en su libro El Catalanismo, al describir el carácter catalán: «otra circunstancia muy digna de tenerse en cuenta en el temperamento de nuestro pue­blo, es su repulsión a ensalzar a los hombres y su afán de arraigar instituciones. Los hechos más grandiosos de nuestra historia y hasta los de nuestra leyenda, son o parecen ser obra de la colectividad». Esto que Almirall dice de Cataluña y los catalanes es tan aplicable, o mejor dicho,
más aplicable todavía a Castilla la Vieja, del mismo modo que parecen pronunciadas expresamente para Castilla aque­llas p labras del maravilloso Castelar: «Si hay algún árbol cuyas raíces lleguen hasta las entrañas de nuestra tierra y se pierda entre los celajes de las tiempos pretéritos, sin  duda alguna es la forma municipal, derivada las primeras tribus autóctonas y definida por la prudencia  y sabiduría de Roma». Es decir, que ya tenernos aquí una institución tan antigua tomo nuestros autóctonos, del pueblo, de la colectividad, anónima en su origen, que aun cuando institución general entonos los antiguos reinos o naciones de la península, no alcanza en ninguna de ellas la grandiosidad que en Castilla, ni produce  en ningún sitio tan variadas derivaciones como en nuestra tierra.


Aquí, corno en todo cuanto se refiere a Castilla la Vieja tenernos que suplicar siempre al lector y recordárselo continuamente, que no confunda a nuestra región o antiguo ,reino de Castilla con la agregación de que formó parte llamado por antonomasia y con una falta de precisión, cuya consecuencias pagamos ahora, con el nombre de Castilla pero integrada, sobre todo, por el reino de León y estando regidos por la misma corona leonesa como Asturias y Galicia y las conquistas hechas por todas esas naciones leonesas, siendo motivo de continua confusión que el todo se denominado con la palabra, nombre de una parte y precisamente de aquella que, por su abolengo de raza, por el temperamento de su gente, por la situación geográfica que ocupa en contacto con otros pueblos más afines a ella que los que por azar fueron sus compañeros de agregación, por sus costumbres civiles, y por su manera de vivir más se distinguía del conjunto de los estados, agregados solo por el hecho de tener el mismo monarca. Así es que cuando Almirall marca la condición de los catalanes que se consigna en las palabras arriba transcritas, trata de hacer resaltar una oposición entre el carácter catalán y el que toma por castellano,
confundiendo a Castilla con el conjunto de las pueblos o naciones a que estuvo agregada.

Las naciones leonesas (León, Asturias y Galicia) como pueblo que llevaba en sus venas más o menos porción de sangre celta, se distinguían por su temperamento conquistador, necesitaban caudillos que las guiasen, y los caudillo son siempre figuras ensalzadas a las que los pueblos dominadores tienen que aguantar a veces con la misma humille humillación que los pueblos conquistados.


El temperamento de Castilla es otro muy distinto. Desde los iberos hasta nuestros días, apenas suenan nombre personales en nuestra historia; toda -es anónimo, todo es labor colectiva y no se sabe la mayor parte de las veces dónde, cuándo, ni cómo se inició. Una de las más grandiosas epopeyas de la historia de toda el mundo, la forman los sitios de Numancia, y sin embargo, las plumas que rinden a la ciudad ibera los más honrosos homenajes que se han escrito, apenas consignan los nombres de Megara y de Retogenes, tal vez porque en el recinto numantino no había más figuras distinguidas que las precisas, muy respetadas sin duda alguna, pero nada aduladas ni glorificadas. Aparte la figura del Cid, de tan marcados rasgos godos, poco ligada a su nación, hasta el extremo de militar muchas veces con otros reyes en empresas que en nada interesaban a Castilla, aparte de esta figura con tantos caracteres de legendaria, los héroes que ha producido Castilla por si sola, se han limitado a recobrar el suelo patrio castellano, de­biendo de reconocer que no han existido personajes que, cubiertos de laureles por su pueblo, hayan dado a la poste­ridad nombres gloriosos; Lo que pasa en el orden guerrero, ocurre del mismo modo en la literatura; así es que sabemos que el Poema del Mío Cid fue lanzado al aire desde los riscos sorianos de Medinaceli, pero no sabemos quién fuera el cantor anónimo. Otro tanto ocurre con nuestras instituciones celebradas por sus méritos, sin que los honores lleguen a sus autores, porque esto es también en Castilla o de autor desconocido o producto del esfuerzo de todos. Hay que  confesar que Castilla tiene el defecto de no premiar con un recuerdo honroso a los hombres que la engrandecieron­



Luis Carretero Nieva
El regionalismo castellano.
Segovia 1917
Pp. 77-83

 
 
 

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