El espíritu de asociación
El amor a la independencia es carácter peculiar del pueblo castellano, conservado, siempre en aumento, hasta recientes siglos. No sucede lo mismo con el afán de aislamiento que hoy domina a los castellanos, pero que no ha sido en tiempos pasados defecto de la raza. Muy al contrario, los ascendientes de los castellanas viejos son unos antiquísimos precursores de la federación en España, tanto que sus naciones fueron de las únicas de la península que formaron entre sí una federación, no limitándose a esto su deseo de asociarse con otros pueblos, ya entre cántabros e iberos, sino una federación permanente, hubo al menos repetidas alianzas y cambios de auxilios.
Un hombre tan autorizado a hablar de estas cosas como D. Francisco. Pi y Margall, escribe lo siguiente: (Las Nacionalidades,, Libro III, Capitulo 1):
«Se da generalmente el nombre de España a toda la tierra que al sudoeste de Europa separan del resto del Continente los montes Pirineos y el mar de Cantabria.
Observemos ahora que
Pero, lo que nos importa para nuestro objeto es fijarnos en esa disposición de nuestros ascendientes tan favorable a la asociación, que les indujo a formar una confederación cuando todos los pueblos españoles vivían en el mayor, mientras que el nuestro no sólo se confederaba entre sí, sino que entablaba relaciones con los cántabros que fueron todo a lo largo de la historia compañeros tan inseparables de Castilla
Lo que importa a nuestro objeto
es señalar que los castellanos conservando siempre su libertad local, constituían sin embargo
confederación; tanto que el Sr. Lecea, copiando al Sr. Pidal, dice en su libro La Comunidad y Tierra de Segovia, hablando de la
constitución de Castilla «...era por este tiempo, digámoslo así, federal, una
multitud de pequeñas repúblicas y monarquías, ya hereditarias, ya electivas,
con leyes, costumbres y ritos diferente a cuyo frente estaba el jefe común.» Ese jefe común no era otro más
que el rey de Castilla. Prosigue el Sr. Pidal diciendo: «En Castilla
había varias clases de gobierno una era el de las Comunidades o Concejos, especie de repúblicas que se
gobernaron bastante tiempo por sí mismas, que levantaban tropas, imponían
pechos y administraban justicia a sus ciudadanos›
El espíritu de independencia es genuinamente ibero genuinamente cántabro; genuinamente castellano, por tanto, hasta el punto que ningún puebla del mundo podría prestar ejemplos tan concluyentes de heroísmo por la independencia como los de nuestras antecesores, pero ese espíritu de independencia viene unido a otro de solidaridad con el vecino, que dio coma resultado no tan solamente confederación de las municipalidades castellanas, formando el reino, sino también la creación de aquellas Hermandades de que después hablaremos, que son otra prueba más del espíritu federativo de los viejos castellanos.
Hemos señalado como rasgo característico de nuestro pueblo, un amor sin límites a la propia independencia, pero hemos dicho también que era condición peculiar de nuestras gentes el respeto a los pactos, la fidelidad tan alabada por amigos y enemigas de nuestra gente, y con el respecto al pacto una consideración firme y decidida a la persona ajena. ¿Puede haber pueblo con mejores condiciones carácter que estas para vivir en confederación? ¿Puede ser un pueblo así dominador ni absolutista?
El culto a la independencia originó la autonomía de los concejos castellanos y el sentido de federación procuró la unión de unos y otras formando la nación merced al vínculo federal del que era representante el poder real.
La fidelidad característica de la raza para la observación de todo lo pactada, era el principio de armonía entre estos dos temperamentos de nuestra gente, ya que todo el gobierno del país consistía en el cumplimiento de los fueros locales o generales que más que otra cosa eran pactos verdaderos entre cada villa, ciudad o comarca y el rey símbolo del conjunto de todas ellas, entre el interés local representado por el municipio y el general representado por la monarquía. Cuando se rompió este equilibrio, cuando se dejaron de observar los pactos, cuando el poder real se desnaturalizó olvidando su misión, comenzó la corrupción del cuerpo castellano su alma se disipó en el tiempo y el espacio.
Valentin Almirall, el propulsor del movimiento regionalista de Cataluña, dice en su libro El Catalanismo, al describir el carácter catalán: «otra circunstancia muy digna de tenerse en cuenta en el temperamento de nuestro pueblo, es su repulsión a ensalzar a los hombres y su afán de arraigar instituciones. Los hechos más grandiosos de nuestra historia y hasta los de nuestra leyenda, son o parecen ser obra de la colectividad». Esto que Almirall dice de Cataluña y los catalanes es tan aplicable, o mejor dicho, más aplicable todavía a Castilla
Aquí, corno en todo cuanto se refiere a Castilla
Las naciones leonesas (León, Asturias y Galicia) como pueblo que llevaba en sus venas más o menos porción de sangre celta, se distinguían por su temperamento conquistador, necesitaban caudillos que las guiasen, y los caudillo son siempre figuras ensalzadas a las que los pueblos dominadores tienen que aguantar a veces con la misma humille humillación que los pueblos conquistados.
El temperamento de Castilla es otro muy distinto. Desde los iberos hasta nuestros días, apenas suenan nombre personales en nuestra historia; toda -es anónimo, todo es labor colectiva y no se sabe la mayor parte de las veces dónde, cuándo, ni cómo se inició. Una de las más grandiosas epopeyas de la historia de toda el mundo, la forman los sitios de Numancia, y sin embargo, las plumas que rinden a la ciudad ibera los más honrosos homenajes que se han escrito, apenas consignan los nombres de Megara y de Retogenes, tal vez porque en el recinto numantino no había más figuras distinguidas que las precisas, muy respetadas sin duda alguna, pero nada aduladas ni glorificadas. Aparte la figura del Cid, de tan marcados rasgos godos, poco ligada a su nación, hasta el extremo de militar muchas veces con otros reyes en empresas que en nada interesaban a Castilla, aparte de esta figura con tantos caracteres de legendaria, los héroes que ha producido Castilla por si sola, se han limitado a recobrar el suelo patrio castellano, debiendo de reconocer que no han existido personajes que, cubiertos de laureles por su pueblo, hayan dado a la posteridad nombres gloriosos; Lo que pasa en el orden guerrero, ocurre del mismo modo en la literatura; así es que sabemos que el Poema del Mío Cid fue lanzado al aire desde los riscos sorianos de Medinaceli, pero no sabemos quién fuera el cantor anónimo. Otro tanto ocurre con nuestras instituciones celebradas por sus méritos, sin que los honores lleguen a sus autores, porque esto es también en Castilla o de autor desconocido o producto del esfuerzo de todos. Hay que confesar que Castilla tiene el defecto de no premiar con un recuerdo honroso a los hombres que la engrandecieron
Luis Carretero Nieva
El regionalismo castellano.
Segovia 1917
Pp. 77-83
El regionalismo castellano.
Segovia 1917
Pp. 77-83
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