martes, 5 de agosto de 2014

Los ideales (Luis Carretero Nieva 1917)


Los ideales  

 

El campesino castellano sólo se representa al Estado bajo el aspecto del recaudador de contribuciones que le saca los cuartos y del comisario de quintas que le lleva los hijos. De los servicios que presta hoy día el Estado, ninguno llega hasta él. Su Estado es, pues, ahora como en la antigüedad, el ayuntamiento, y sus jefes, son los caciques. ¿Qué tiene de extraño que las conocimientos del país y los acontecimientos de la política exterior le dejen por completo indiferente? Estas palabras, que parecen salidas de los la­bios de algún castellano viejo, ansioso de despertar en su pueblo el ansia de redención, no son sino del ya citado Adolf Schulten, el hombre que mejor ha conocido a Castilla la Vieja de cuantos la han pisada en las últimas décadas el que mejor podría decir a las vallisoletanos cuán falsos son los conceptos que de nuestra región se han formado; el que mejor podría marcar las enormes diferencias de raza, de ideales y carácter, que hay entre el puebla leonés y el castellano.

 

Schulten ha llegado a saber toda esto por dos caminos: por su observación personal y por sus conocimientos pro­fesionales de la raza celtibérica y de su historia. Schulten, tratando de explicarse la manera de ser de los castellanos viejos en todo lo relativo a la cosa pública, escribe: «Espiritual y corporalmente no puede negarse que desciende en lo bueno y en lo malo de las antiguos celtíberos ».

 

El castellano se quita de encima el Estado, lo mejor que puede. Para (él) el Estado, no es más que una traba a su libertad personal. No hay que olvidar que uno de los rasgos salientes del carácter castellano o celtibérico es la indolencia y sólo por la indolencia de la raza pudieron las legiones romanas dominar uno de los pueblos más valientes de cuantos encontraron en las batallas; el pueblo que tiene ese concepto del Estado que es tan amante de la independencia suya y ajena y que por añadidura sólo sacude su indolencia para defender su tranquilidad, no puede ser jamás pueblo ansioso de conquistas, ni enamorarse de las grandes nacionalidades.

 

En aquella gran agregación castellano-leonesa de la historia con la que muchos confunden a nuestra Castilla, cuando sólo era una parte de ella, hay que considerar una porción de elementos. En esa confederación entraban varios pueblos y cada uno aportó su temperamento y sus ideales y el espíritu de esa agregación era una suma de los elementos que la integraban, de los pueblos leonés, gallego y asturiano, hermanas en raza y del pueblo castellano, di­ferente de aquellos tres. Los dos grandes emblemas de gloria de aquella confederación fueron las conquistas ini­ciadas en Covadonga y terminadas en Flandes, y la grandeza del municipio, venida a tierra precisamente cuando el imperialismo nacional estaba en todo su apogeo. Es indu­dable que el espíritu aventurero y de conquista, acicate de actividad guerrera, fue fruto debido a los elementos de los Reinos de León, Asturias y Galicia y que la grandeza del Municipio, síntoma de amor a la independencia, resultado de la terquedad celtíbera opuesta a toda subordinación, apego a las costumbres ya establecidas por indolencia de adaptarse a otras nuevas, fue el producto del elemento castellano.

 

 En la esfera política el orgullo y la terquedad castellana se tradujo en horror a toda sumisión, a toda disciplina, a toda subordinación; es decir, en el fraccionamiento del país en mil comunidades pequeñas y en la libérrima organización de las mismas.

 

 El Estado es para el castellano un enemigo molesto y carísimo. Solamente le conoce sangrándole los bolsillos y dando leyes prohibitivas. Por añadidura ha visto que el Estado español gobierna para Cataluña y otras regiones industriales, como verá muy pronto que también gobierna para Valladolid y otras ciudades que saben obtener su protección. El Estado le prohíbe con muy buen acuerdo cortar árboles en los bosques, pero no le da medios para hacer más útil su penosísimo trabajo en el campo. El Estado procura conservar la riqueza pública cuando sólo le cuesta dictar reglas y castigos, pero se abstiene de fomentarla cuando deba de hacer algún sacrificio. Tanto los caracteres de la raza, como la ineficacia del Estado, han creado en la mente del campesino castellano una indiferencia extremada en cuestiones políticas y un desprecio y desconocimiento completo del interés general. En su cerebro no hay que buscar ideas republicanas ni monárquicas. En los Ayunta­mientos muchas veces ni siquiera hay un retrato del rey, y en cuanto al Congreso y el Senado, saben que existe, por­que los candidatos se lo dicen en días de elecciones.

 

 Este divorcio entre el Estado y el pueblo existe también en otras regiones españolas, pero no con los mismos rasgos. El vascongado, si no tiene muestras de los beneficios del Estado, las recibe en cambio de sus Diputaciones forales. El catalán, no tendrá gran subordinación al Poder cen­tral y desconfiará acaso de la capacidad de éste para dirigir la Nación, pero en cambio sabe lo mucho que valen las energías de Cataluña por su organización regional y saborea los beneficios que le reporta

 

 

Luis Carretero Nieva

El regionalismo castellano

Segovia 1917

 

 

 

 

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