Los
ideales
El
campesino castellano sólo se representa al Estado bajo el aspecto del
recaudador de contribuciones que le saca los cuartos y del comisario de quintas
que le lleva los hijos. De los servicios que presta hoy día el Estado, ninguno
llega hasta él. Su Estado es, pues, ahora como en la antigüedad, el
ayuntamiento, y sus jefes, son los caciques. ¿Qué tiene de extraño que las
conocimientos del país y los acontecimientos de la política exterior le dejen
por completo indiferente? Estas palabras, que parecen salidas de los labios de
algún castellano viejo, ansioso de despertar en su pueblo el ansia de
redención, no son sino del ya citado Adolf Schulten, el hombre que mejor ha
conocido a Castilla la Vieja de cuantos la han pisada en las últimas décadas el
que mejor podría decir a las vallisoletanos cuán falsos son los conceptos que
de nuestra región se han formado; el que mejor podría marcar las enormes
diferencias de raza, de ideales y carácter, que hay entre el puebla leonés y el
castellano.
Schulten
ha llegado a saber toda esto por dos caminos: por su observación personal y por
sus conocimientos profesionales de la raza celtibérica y de su historia.
Schulten, tratando de explicarse la manera de ser de los castellanos viejos en
todo lo relativo a la cosa pública, escribe: «Espiritual y corporalmente no
puede negarse que desciende en lo bueno y en lo malo de las antiguos celtíberos
».
El castellano se quita de encima el Estado, lo mejor que puede. Para (él) el Estado,
no es más que una traba a su libertad personal. No hay que olvidar que uno de
los rasgos salientes del carácter castellano o celtibérico es la indolencia y
sólo por la indolencia de la raza pudieron las legiones romanas dominar uno de
los pueblos más valientes de cuantos encontraron en las batallas; el pueblo que
tiene ese concepto del Estado que es tan amante de la independencia suya y
ajena y que por añadidura sólo sacude su indolencia para defender su
tranquilidad, no puede ser jamás pueblo ansioso de conquistas, ni enamorarse de las grandes nacionalidades.
En
aquella gran agregación castellano-leonesa de la historia con la que
muchos confunden a nuestra Castilla, cuando sólo era una parte de ella, hay que
considerar una porción de elementos. En esa confederación entraban varios
pueblos y cada uno aportó su temperamento y sus ideales y el espíritu de esa
agregación era una suma de los elementos que la integraban, de los pueblos
leonés, gallego y asturiano, hermanas en raza y del pueblo castellano,
diferente de aquellos tres. Los dos grandes emblemas de gloria de aquella
confederación fueron las conquistas iniciadas en Covadonga y terminadas en
Flandes, y la grandeza del municipio, venida a tierra precisamente cuando el
imperialismo nacional estaba en todo su apogeo. Es indudable que el espíritu
aventurero y de conquista, acicate de actividad guerrera, fue fruto debido a
los elementos de los Reinos de León, Asturias y Galicia y que la grandeza del
Municipio, síntoma de amor a la independencia, resultado de la terquedad
celtíbera opuesta a toda subordinación, apego a las costumbres ya establecidas
por indolencia de adaptarse a otras nuevas, fue el producto del elemento castellano.
En la esfera política el orgullo y la terquedad castellana se tradujo
en horror a toda sumisión, a toda disciplina, a toda subordinación; es decir,
en el fraccionamiento del país en mil comunidades pequeñas y en la libérrima
organización de las mismas.
El Estado es para el castellano un enemigo molesto y carísimo.
Solamente le conoce sangrándole los bolsillos y dando leyes prohibitivas. Por
añadidura ha visto que el Estado español gobierna para Cataluña y otras
regiones industriales, como verá muy pronto que también gobierna para Valladolid y otras ciudades que
saben obtener su protección. El Estado le prohíbe con muy buen acuerdo cortar
árboles en los bosques, pero no le da medios para hacer más útil su penosísimo
trabajo en el campo. El Estado procura conservar la riqueza pública cuando sólo
le cuesta dictar reglas y castigos, pero se abstiene de fomentarla cuando deba
de hacer algún sacrificio. Tanto los caracteres de la raza, como la ineficacia
del Estado, han creado en la mente del campesino castellano una
indiferencia extremada
en cuestiones políticas y un desprecio y desconocimiento completo del interés
general. En su cerebro no hay que buscar ideas republicanas ni monárquicas. En
los Ayuntamientos muchas veces ni siquiera hay un retrato del rey, y en cuanto
al Congreso y el Senado, saben que existe, porque los candidatos se lo dicen
en días de elecciones.
Este divorcio entre el Estado y el pueblo
existe también en otras regiones españolas, pero no con los mismos rasgos. El
vascongado, si no tiene muestras de los beneficios del Estado, las recibe en
cambio de sus Diputaciones forales. El catalán, no tendrá gran subordinación al
Poder central y desconfiará acaso de la capacidad de éste para dirigir la
Nación, pero en cambio sabe lo mucho que valen las energías de Cataluña por su
organización regional y saborea los beneficios que le reporta
Luis
Carretero Nieva
El
regionalismo castellano
Segovia
1917
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martes, 5 de agosto de 2014
Los ideales (Luis Carretero Nieva 1917)
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